Un breve comentario a la más reciente producción audiovisual de Netflix en la que unos atracadores roban el Banco de la República, sede Valledupar, y a las violentas consecuencias que produce una decisión estatal.
Las películas sobre atracos —en este caso las telenovelas— nos interesan porque reactivan la discusión sobre la legitimidad, el sutil tránsito entre lo legal y lo ilegal, la producción del valor y la circulación: nociones clave a la hora de entender la economía de mercado en la que vivimos. ¿Qué es robar un banco comparado con fundar uno?, se preguntaba en los albores del fascismo el dramaturgo Bertolt Brecht.
Uno podría leer la reciente serie de atracadores colombianos —El robo del siglo, estrenada hace unas semanas en Netflix— en clave desviada de Brecht.
No me quiero detener en especulaciones sobre su producción audiovisual, sobre la calidad de los actores, sobre la construcción de ciertos personajes y la resolución mal o bien de ciertos conflictos narrativos. Tampoco hablaré de la banda sonora que aclimata polifónicamente la serie. Me interesa centrarme en un episodio particular de la trama y sus efectos. Así que absténganse de seguir leyendo los locos que esperan siempre ser seducidos mediante la sorpresa. Es decir: contiene spoilers.
Sucede hacia el final de la serie (capítulo quinto), cuando los protagonistas, Chayo y El Abogado, se encuentran encanados después de tremenda juma y le toca a Doña K sacarlos de la celda sobornando al guardia de turno en la comisaría. (Ah, tampoco será este el texto para profundizar en las tramas de corrupción que escenifican la serie: policías comprados, fiscales que torturan, más policías comprados y agentes del Estado que intimidan. Esta es nuestra democracia, maestros).
Doña K rescata a los cerebros de la cárcel sólo para encontrarse con un reto mucho mayor fuera de la celda: la pérdida instantánea del valor de sus billetes robados.
Los efectos del robo —en el que no hubo un solo muerto— empiezan a ser verdaderamente violentos en el momento en que el Banco de la República desautoriza el uso de sus propios billetes y anuncia que carecen de valor, al mismo tiempo que la Fiscalía les pide a los “ciudadanos de bien” que por favor reporten los billetes falsos: creando un manto de ilegitimidad dentro del propio sistema monetario. ¿Cuánto vale la mitad de nada?, se pregunta uno de los personajes en la serie.
Empieza entonces una verdadera guerra del valor, donde las instituciones estatales —Fiscalía y Banco de la República— se lanzan en una ofensiva mediática para deslegitimar el poder del billete, contra los ladrones que se empeñan en imprimir un serial distinto sobre sus —ahora— papeles de monopolio.
No es el robo del banco el que inicia la serie de violencia, sino la decisión del emisor. (Digamos que violencia hubo desde el minuto cero: robos, hambre, un tipo amarrado a una bomba y el terror psicológico que eso implica, etc. Así que me refiero puntualmente a los asesinatos que comienzan a partir del anuncio del Banco).
Mientras asesinan, uno a uno, a los miembros de la banda, la televisión proyecta un reportaje sobre los efectos económicos que en la costa ha tenido la decisión de las autoridades: “en Barranquilla, el robo del Banco de la República está volviendo a todos paranoicos”, dice la reportera. “Los pequeños comerciantes ven en cualquier billete un peligro. Por eso se niegan a recibirlos”.
Paranoia, peligro.
Me interesa señalar esto, la puesta en circulación de la desconfianza. Con su decisión, el Banco de la República no sólo instala la ambivalencia en el sistema monetario sino que pone a circular un relato de la ficción paranoica. Pone a circular la zozobra y el enrarecimiento.
Y creo al mismo tiempo que tenemos que poner en consideración más seriamente las implicaciones de la ambivalencia para Colombia y sus efectos. ¿Qué significa valorar distintamente un papel dentro de un mismo sistema de circulación? ¿Valorar distintamente una forma de riqueza? Porque ambivalencia carga acá, como mínimo, con dos sentidos: el del titubeo, pero también el de valorar algo de manera doble.
La ambivalencia de un padre que no reconoce de igual manera a sus dos hijos. La ambivalencia del narcotráfico en un país que lo repudia políticamente, pero que necesariamente le abre sus fauces para la economía. La ambivalencia sobre la paz por parte de un Gobierno que la deja muerta cuando se refiere a ella en términos de legalidad. La ambivalencia a la hora de cubrir una noticia. De un funcionario que habla de masacres sólo cuando asesinan a ciertas personas.
Las muertes terminan cuando el periódico en primera plana anuncia que “La plata sí vale. Nuevas medidas del emisor: los billetes robados serán aceptados”, poniendo fin a ese ciclo de violencia que el mismo Banco de la República había iniciado. Haciendo notar que quien legitima el valor es el que puede parar las masacres producidas por su ambivalencia.
—¿A quién fue el gran genio que se le ocurrió esta idea? —pregunta el Fiscal colérico mientras lee la noticia que ahora le empantana su investigación.
—Al Presidente de la República —responde el Gerente del Banco.
Y en esa respuesta se instala una nueva ambivalencia: legitimar plata robada para reforzar el argumento que niega la entrada de dinero del narcotráfico a una campaña presidencial.
El correlato de la pregunta por la ambivalencia sería la cuestión de la República, esa máquina que configura un espacio donde lo público adquiere un valor común. Un espacio en donde no se valora diferencialmente la vida.
PD: Tendríamos que preguntarnos también por la función del arte —esa otra máquina de producción de valor— bajo un un régimen que deliberadamente produce ambivalencia.
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