OPINIÓN Durante muchos años, la guerra convirtió las afueras de nuestras ciudades en espacios de terror. Es necesario reconocerlos y dotarlos de un nuevo significado.
Por César Augusto Muñoz M.*
“Las zanjas a los costados de las carreteras, los botaderos de basura y los sectores desolados en Chía, Soacha, Choachí, Mosquera y Madrid se convirtieron en los cementerios clandestinos para los muertos anónimos de la violencia en Cundinamarca”. Este es el párrafo que encabeza una noticia del 5 de agosto 1991 escrita por el periodista Miller Rubio, del periódico El Tiempo.
Durante muchos años, lugares a las afueras de nuestras ciudades se convirtieron en espacios de la muerte[1]. Umbrales que permiten llenar de significado aquello que se reconoce como la “cultura del terror”, compuesta específicamente por las historias que se construyen sobre los lugares.
En los testimonios sobre la violencia de los últimos 30 años es común encontrar narraciones que relacionan estos hechos con los parajes de las carreteras, las zonas boscosas, las riveras de los ríos y las casas abandonadas en medio de las vías, entre muchos otros. Las historias relatan la forma como las personas eran asesinadas, torturadas, desaparecidas y violadas, y son construidas a partir de los relatos de los sobrevivientes que han logrado, como lo describe el antropólogo Michael Taussig, “traspasar y volver para contarnos el cuento”.
Cuando uno se acerca a un espacio de la muerte se da cuenta de que ahí los procesos más elementales de la vida fluyen. Por ejemplo: si usted se detiene un rato en el Alto de la Virgen[2], en la vía Bogotá-Choachí, se puede dar cuenta de que este sitio es la frontera entre el páramo y el bosque nublado, lo que crea un umbral de neblina, humedad y vegetación musgosa. En este espacio se reduce la luz solar directa y todo el tiempo está goteando entre los árboles el agua que se condensa de los bancos de niebla, dando la impresión de constante lluvia. El agua cruza la carretera y baja por el abismo de más de 300 metros por el que fueron arrojadas muchas personas torturadas y asesinadas.
Esas montañas húmedas, junto con la vegetación y el monumento a la Virgen del Carmen adornado con flores, cera derretida y velas a medio terminar, son los testigos indelebles de la historia de muerte que se construyó allí.
Para finales de los años 80 algunos lugares como el Alto de la Virgen se habían convertido en botaderos de cadáveres, espacios de tortura y enterramientos clandestinos. Alrededor de Bogotá se reconocieron además de Choachí otros lugares de la muerte, como el antiguo botadero de basura de doña Juana, en la localidad de Usme; los caños sobre las vías de acceso a la capital; la vía a Mondoñedo; la carretera que conecta Soacha, Mosquera y Madrid; la Autopista Norte a la altura de la Caro y la vía que de Bogotá conduce a Villavicencio, a la altura del municipio de Guayabetal.
En las investigaciones realizadas por las familias de las víctimas se ha podido establecer que un número importante de los hechos cometidos en esos lugares fueron realizados por agentes del Estado. En Bogotá y sus alrededores, el Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solano desapareció sistemáticamente a líderes de izquierda, tal como consta en el testimonio que le entregó el Sargento Bernardo Garzón Garzón a la Procuraduría en 1991, sobre la desaparición forzada y el asesinato de Víctor Nieto, Bertel Prieto y Francisco Tobón, ocurridos el 30 de junio de 1987:
—“En la unidad establecieron qué día iban a salir en libertad y los esperaron a la salida. Los tres individuos abordaron un jeep Zuzuki LJ 80 y fueron seguidos por personas del Batallón, quienes cuadras más adelante los bajaron de dicho vehículo, los introdujeron en vehículos del Batallón y en las horas de la noche se dirigieron por la vía que de Bogotá conduce a Villavicencio y los fueron matando dejándolos abandonados uno a uno sobre la vía”.
En este testimonio se identifica la manera como los cuerpos de las personas desaparecidas son extraídos de su espacio social, para luego ser trasladados a un “no lugar”. Después, estos cuerpos sin vida y sin identidad vuelven a ser insertados en un lugar cotidiano (botaderos de basura, ríos y carreteras). De esa forma, se convierten en poseedores de mensajes de terror, que terminan por convertir los espacios cotidianos en espacios de muerte.
Quizá reconociendo estas realidades y los relatos de las víctimas podríamos iniciar un proceso de re-significación de nuestros espacios de muerte para convertirlos en espacios de re-existencia. Volveríamos a la vida relatos obliterados por el paso del tiempo y tendríamos nuevas historias para contar.
*Programa de Estudios Sociales de las Transiciones Políticas (PEST). Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (Asfaddes).
[1] Este fue el nombre que les dio el antropólogo Michael Taussig a los lugares donde sucedían hechos de terror relacionados con los procesos de colonización y el accionar de las caucherías en el departamento del Putumayo.
[2] Este recorrido se realizó en el marco del proyecto de investigación “Tras los Rastros del Cuerpo: un estudio etnográfico del cuerpo y la desaparición forzada en el contexto del escenario transicional colombiano”. Fue dirigido por el antropólogo Alejandro Castillejo Cuéllar. En el desarrollo de ese trabajo se han realizado visitas a los lugares descritos en esta columna.