Esta es la segunda y última parte de la historia sobre El Castillo, Meta. Un pueblo que ha vivido todo tipo de tragedias pero que, a su vez, trabaja para transformar su pasado.
Por: Ana Karina Delgado Diaz www.anakarinadelgado.com
Allá, al fondo de la callejuela, una niña pasa cargando una enorme botella que bien podría contener leche; más acá un perro famélico, y en cada una de las cuatro esquinas, fortines hechos con bultos de arena, garitas donde pasan las horas los soldados: fusil al hombro, celular en mano. Unas mujeres miran desde las bancas a unas niñas que saltan sobre la tela de caucho; dos hombres se saludan, uno balbuceante, le promete al otro que mañana sí, que llega el giro, que seguro le paga. Una mesa atiborrada de cervezas, las botellas suspendidas en el aire mientras los camperos a gran velocidad serpentean siguiendo el camino de los conos naranjas, sin tocarlos, sin tocar el andén, lo que se juegan es honor equivalente a un premio en metálico. Junto a las mujeres un soldado. Entre las mesas, un soldado. Allá en la esquina, un soldado. El Castillo está de fiesta, se celebran 39 años de su fundación, hay coleo, joropo, aguardiente, gallos, reinas sonrientes y juegos pirotécnicos.
“Ellos nacieron pa’ eso, uno no tiene que hacer mucho pa’ que con solo mirarse ya se quieran matar”. Giro, pinto, blanco, saraviado, colorado, tabaco, crestón, amarillo. “No se pueden dejar juntos en el mismo lugar, sino uno segurito despedaza al otro, porque sí porque eso son”. En el palenque siempre hay quien meta plata, quien gane, quien pierda, pero hoy hay más gente todavía, hoy el pueblo está de gala. “A cada uno lo dejaron amarrado en un cuarto distinto, pero uno se soltó y se fue a donde estaba el otro amarrado, indefenso, y lo que yo encontré era una carnicería horrorosa”. Por allá los pesan, allí les refuerzas sus “armas” naturales. Los otros, los ganadores siguen con vida, se pavonean a borde de techo; los otros esperan su turno en maletas de plástico. “¿Cuál le gusta monita?”¡Al saraviado, le voy al saraviado! 30, 50, 200, 600. Los billetes pasan rápido por las manos de los jueces, suena un pito, el bombillo rojo del reloj se enciende. La gente grita como si sus indicaciones motivara a los peleadores. Revoloteo, plumas, espuelas, sangre, alboroto. Todo termina rápido, el perdedor está muerto.
En 2013 el Centro Nacional de Memoria Histórica identificó los municipios más castigados por los distintos actores del conflicto armado. Identificaron más de doscientos como los más golpeados desde 1958. Pero fueron cinco los que resumían toda la tragedia que ha sido Colombia: Apartadó, en el Urabá antioqueño; Tibú, en Norte de Santander; Barrancabermeja, en Santander; Fundación, en el Magdalena y El Castillo, en el Meta. Según los castillenses lo peor vino en 2002. Antes la violencia se concentraba en actores políticos o de organizaciones sociales, pero luego fueron todos, los civiles, los campesino, las amas de casa, los hijos, las hijas. Hace apenas algunos años no podía transitarse sin temer que el propio nombre estuviera consignado en una lista, sin temer el asalto de los “mochacabezas”. Aquí todo se volvió la evidencia irreprochable del delito. En ese caserío que quedó convertido en un pueblo fantasma, alguien recuerda las noches aquellas en que los hombres armados tocaban con fuerza las puertas diciendo: compañero, invítenos un tintico que vamos de paso. ¡Compañero! Y la palabra retumbaba en interior de las casas, porque abrir la puerta, asomarse un poco, responder, era la prueba de que en esa casa eran guerrilleros, o al menos sus fieles colaboradores, que viene siendo lo mismo.
Los puentes, los caños, los parques, las matas de monte, las callejuelas, los ranchos, todos se volvieron escenarios del terror. Y por extensa, por repetitiva, la lista de los hechos que ha quedado consignada en informes parece casi el ronroneo monótono de viejas que oran a los pies del difunto: Genaro. Isaias. Lucero. Sargento. Alias. Comandante. Enterrado de pie con la cabeza por fuera. Encapuchados vestidos de negro. Efraín, Fabio, Graciela. La motosierra de su cuñado. ¡Salga guerrillero! Campesino, coronel, sus hijos, la trocha. Lo amarran. Totea plomo. Le mochan la cabeza. Brigada 7, Batallón 21. Luis Eduardo, Jairo, Hanleth, Mario, Héctor, Franklin. Sobrevuelo, pánico, cabo, pueblito, brigada. Comunista. María, Alcira, combate. Amarrado del cuello con un chinchorro. Guerros, paracos. Cuerpos envueltos en sábanas. Erasmo, Edgar, Leidi, Luis, Abdón, Celso, Ancísar, María Mercedes, Hermógenes, Silvado, Wilson, Carmén, Pioquinto, Gloria, Cristina, Rodrígo. Si los encontramos, les va mal. Muertos en combate. Nos hechan la culpa. La culpa, la culpa. ¿Qué va a hacer la guerrilla con televisores en el monte? M60, fusiles Galil, vereda de guerrilleros. Amarrado de pies y manos. Al que pase lo matamos. Aquí lo que necesitamos es gente con plata, es mejor que se vayan. Le apuñalaron el corazón y el cuello. Aquí es para el progreso. El progreso. El progreso.
Y lo que parece residir tras el plan de la desaparición definitiva de la insurgencia y la efectiva intensificación del desplazamiento forzado es el cambio de propietarios de las tierras, su reocupación con poblaciones de “confianza” del Estado y del empresariado nacional e internacional y el impulso de los megaproyectos que entran para diseñar ese progreso en que las comunidades parecen ser poco menos que un obstáculo.
Frente a la casa medio derruida de donde cuelga un letrero que informa que “se vende miel para caballos”, el hombre de pelo cano y ojos vidriosos, con la firmeza y la claridad de un hecho mil veces repasado, hace el inventario de su desgracia: “nos sacaron … haigan sido quienes haigan sido, nos sacaron. Antes teníamos nuestra vaca de leche, nuestras bestias y teníamos nuestra casita, pero fue llegando esa maldita guerra y perdimos todo”. Los acusaron varias veces de estar engordando los cerdos de la guerrilla, de transportarles la comida, de informarles. “Yo le dije: nosotros sabemos que ustedes nos quieren sacar de aquí es por las tierras, por nuestras propiedades, pero en vez de que nos maten nos vamos y les dejamos las cosas.Y entonces ellos dijeron: se nos van de aquí, porque todo esto es de nosotros, toda esta región es de nosotros, semos los señores autodefensas”. Y allí empezó la odisea que de tantas veces contada parece ya no tener capacidad de conmover a nadie: “Nos tocó irnos a 19 horas de camino, sumercé. De esa cordillera donde teníamos un pedazo de tierra nos fuimos a pie hasta un pueblo que se llama Lejanías, por toda la cordillera con mi pobre vieja. Nos tocó dejar los perritos, nos tocó dejar todo lo que había, todo nos quitaron”.
7 bultos de café secos, 11 reses que nadie les compró, 63 gallinas y 3 marranos que se llevaron los paramilitares, todo se quedó allí, mientras ellos caminaban 19 días comiendo plátano asado y aguasal. Fueron casi los últimos en salir del caserío donde cualquier día se encontraban muertos a pleno día. Volvieron a Cundinamarca de donde habían salido a principio de los ochenta para hacerse una vida en el llano. Después de varios años volvieron y encontraron el pueblo enrastrojado, la casa destruida; pero al menos hoy nadie los persigue, aunque él mismo dice que lo malo que pasa hoy es que son mucho más pobres que antes, y que siguen con miedo, un poco menos, pero miedo de los soldados del Ejército que se esconden en sus fincas: “¿será que otra vez nos están esperando para volvernos a dañar, o pa’ matarnos, porque por qué tán escondidos?
De la mano de varios líderes y entusiastas cargados de todas las historias posibles, durante años se han erigido estrategias para mantener la memoria, para hacer veeduría de la inversión y las responsabilidades del Estado, para proteger las aguas y la tierra de la explotación petrolera, de los rezagos del miedo. Son hombres y mujeres cuyas vidas no sólo están atravesadas por las banderas de la Unión Patriótica o del Partido Comunista Colombiano, no sólo por las muertes, las desapariciones y el miedo; en estas historias hay relatos de amor, de ese que llega hasta a consumir el cuerpo, que produce insomnio, que obliga a la espera de la visita de un muerto que una noche toque en el vidrio de la ventana. Hay historias de venganza; de sueños presidenciales desde la pobreza y la convicción de que en este país ya deberían gobernar otros. Hay locura. Hay travesías, unas vistiendo la sotana y la cruz, otras raspando coca y abriendo pistas de aterrizaje con bulldozer en medio de la selva. Hay historias de jornal, de vacas perdidas, de vacas robadas, de castigos y multas de las Farc por dispararle a otro: abrir trocha por siete días y pagar 480 mil que hace 17 años valían mucho más de lo que valen hoy. Historias de anhelos de unas pocas hectáreas; de un centro de estudio, pensamiento y prácticas campesinas. Historias de gente trabajadora, de padres y madres, de hijos, de amigos.
Vibrante y ensordecedor suena el concierto de chicharras en el parque acordonado con polisombras verdes. Entre los grandes samanes una placa, el rostro de una mujer tallado, una escultura en forma de espiral ascendente, “Anhelos de paz, infinitos e irreversibles”, dicen que se llama. Este parque que fuera centro del comercio del municipio se convirtió en campo de fuego cruzado de todos los flancos; balas, cilindros bomba, y granadas impedían que sonaran las chicharras y que por la noche los búhos anunciaran los muertos con su: me voy, me voy.
Hoy, gracias a la comunidad, al apoyo de la Gobernación del Meta y sobretodo a las iniciativas del llamado G21, -un grupo de campesinos del Castillo elegidos democráticamente para ser no solo veedores sino exploradores de la memoria del municipio- se emprende la reconstrucción del Parque de El Castillo que será ahora el primer Centro de Memoria Histórica de la Orinoquía.
Aún cuando ha habido conflicto sobre los contenidos de memoria y los diseños arquitectónicos del parque, la comunidad y el G21 consiguieron que se hiciera una consulta para que el parque en pleno fuera resultado de las ideas y necesidades de la comunidad y no solo de la mirada foránea. La primera piedra está puesta y la comunidad espera que junto a los árboles y la escultura que recuerda a la alcaldesa de la UP muerta en una de las masacres en las cercanías del pueblo, se erija un espacio para mantener viva la memoria de un pueblo que lo está haciendo todo para seguir adelante.