La trampa del silencio | ¡PACIFISTA!
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La trampa del silencio

Staff ¡Pacifista! - mayo 31, 2015

¿Por qué aún nos cuesta hablar de violencia sexual?

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Columnista de opinión: Ana María Cristancho

La violencia sexual es el más silencioso de los delitos porque se aprovecha de ideas impuestas pero interiorizadas socialmente para esconderse, reproducirse, carcomer a la víctima, sumar otras a la lista y volver a empezar.

No siendo suficiente con sentir sus cuerpos violentados y casi expropiados por unos momentos, -y en algunos casos para siempre porque jamás logran reconciliarse con ellos después del episodio atroz- las mujeres víctimas de violencia sexual tienen que sumarle a este dolor la preocupación por los demás. Es decir, si las van a aceptar después de la victimización. La afrenta contra el cuerpo propio es percibida también como una ofensa contra los cercanos. Con lo cual, no denunciar también es protegerse a sí misma, protegerse, en últimas, del rechazo de los demás. De la no denuncia de las mujeres, de esta trampa de silencio, somos cómplices todos.

Si bien la violencia sexual no se perpetra exclusivamente contra las mujeres, sí creo que las razones de los silencios son distintas. En esta oportunidad hablaré solo del femenino.

En los testimonios que reposan en un archivo académico sobre el Catatumbo, no es posible distinguir el machismo de la generosidad y el amor por las familias. Martha* fue tomada del pelo por un grupo de paramilitares de camino a su casa. La sacaron arrastrada del camino de piedra y polvo hacia un campo abierto, lejos de cualquier auxilio. Allí, con crueldad, fue violada por una grupo de cuatro hombres armados que hicieron fila para robarle su cuerpo. Después de arrebatada su intimidad y chorriando sangre, fue abandonada en ese lugar. Producto del horror quedó embarazada y contagiada de sífilis. No le contó a nadie porque “temía que su hijo se enterara que era producto de una violación”. Aunque todavía le pregunta porqué él es el único niño de piel oscura de la vereda.

Rosa* fue bajada de la chalupa en la que se transportaba hacia su casa un domingo de mercado. Fue elegida entre los navegantes junto a tres mujeres más por un grupo de al menos 10 paramilitares del Bloque Catatumbo, que se encontraban a la orilla del río. Ella, junto a las otras tres mujeres, fue amarrada a un matorral. Desde allí, escuchó como cada una de sus pares era violada por los miembros del grupo armado. Los gritos de las demás silenciaban las carcajadas e insultos de los violadores y de la selva. Cuando llegó su turno, las demás estaban tiradas y adormecidas de dolor a su lado. El horror le hizo lo mismo a ella. Al final, fue despertada con ternura por una de sus compañeras. Una de ellas no sobrevivió. Rosa escapó por unos días a donde su hermana pero guardó silencio porque “temía que su esposo la fuera a abandonar”.

Lady* tenía 14 años. Durante unos meses se dejó cortejar por uno de los paramilitares de la zona. La esperaba afuera del colegio, le daba regalos y la invitaba a gaseosa. Con el tiempo, a ojos de los demás, se convirtió en la novia del paramilitar que deambulaba por el lugar vestido de civil pero con una pistola entre el pantalón y la cintura. La “relación” no tenía vuelta atrás. Pronto el paramilitar se la llevó al campamento como su “compañera”, eso realmente significaba ser esclava sexual y doméstica de él y sus compañeros. A capricho de él, era “prestada” a los demás miembros del grupo armado para ser usada como objeto de satisfacción sexual. Guardó silencio porque “se lo buscó” al aceptar el cortejo de un asesino.

Carmen*, la profesora de la vereda, educada por la comunidad que había luchado por la tierra y se había organizado alrededor de la colonización, heredó la voz de su comunidad cuando su esposo, el presidente de la Junta de Acción Comunal, fue asesinado. Si bien durante la violación fue acusada por los paramilitares de ser guerrillera y “bocona”, al final del horror fue acompañada por uno de los miembros del grupo hasta su casa para entregar el título de propiedad de la finca que figuraba a nombre del esposo, pero del que ella era heredera. El hombre, entretanto, le entregó dos millones de pesos “por las mejoras” del predio. Ella también se calló para evitar que la violación “manchara el nombre de su esposo”. Era demasiado ya con haber perdido la tierra, símbolo de su lucha.

Mariza* era prostituta. Desde que llegó la guerra a su región, los paramilitares la violaron una y otra vez. Ante su dolor, le decían que de qué se quejaba si era trabajo. Nunca denunció porque, pese al maltrato, se convenció como ellos, que se lo merecía “por puta”, que no era una violación sino un robo. “Que le estaban haciendo conejo”.

Detrás del silencio de todas estas mujeres hay una peligrosa idea transversal: el cuerpo no es propio -o no solamente propio-. El cuerpo femenino es tanto de la mujer como “propiedad” de sus allegados. En este código -hegemónico y machista pero interiorizado y naturalizado por nosotras mismas- el cuerpo femenino es un vehículo de algo más: belleza, de la maternidad o del placer del otro. Su -posible- función define a la mujer así como sus vínculos con los demás. Este marco explica que las mujeres víctimas de violencia sexual sientan que su conexión con el mundo y con su allegados, “dueños legítimos”, se rompa ante una violación y, que, por tanto, esconder la victimización sea una opción. La relación que se establece a través del cuerpo con los cercanos, -usualmente padres, hijos, esposos y dios- le dan sentido al cuerpo mismo, y que por esa vía las define, se rompe con la violación.

De romper esta idea –el cuerpo de otro y como vínculo con los demás- depende que las mujeres puedan transformar su manera de pensarse y de comprender su victimización; porque este miedo a denunciar es tan o, incluso, más fuerte que el miedo a una posible venganza por parte del victimario. De pensar esta agresión como exclusivamente propia, depende que en algún momento el silencio ante la violencia sexual y su correspondiente círculo vicioso, se rompa.

*nombres cambiados por seguridad de las víctimas.