Marbelle: Encuentro fugaz con Marbelle en un ascensor | ¡PACIFISTA!
Encuentro fugaz con Marbelle en un ascensor Ilustraciones por: Juan Ruiz
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Encuentro fugaz con Marbelle en un ascensor

Santiago A. de Narváez - marzo 7, 2019

OPINIÓN | ¿Qué entenderán por 'cuidado' las más altas personalidades de esta nación?

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Este texto hace parte de la columna: “Crónicas de la sobernía alimentaria”. Lea acá las otras entregas.

Dos cosas para decir antes de seguir con esta extravagancia. La primera, una disculpa con los millares de fieles lectores de esta columna por no haberla publicado a tiempo la semana pasada –complicaciones periodísticas de por medio. Espero que no vuelva a pasar. La segunda, recordarle a los lectores que todo lo que sigue sucedió tal cual se narra.

Parecía el hotel de una película de Kubrick. El piso octavo del edificio donde había dormido esa noche estaba entapetado de un verde gris. Las paredes eran blancas. Un señor aspiraba con terrible parsimonia –de adelante hacia atrás y adelante nuevo y de nuevo para atrás como un péndulo perfecto– el tapete con una de esas aspiradoras industriales que succionan como una turbina de avión. Pasé justo a su lado, él levantó la cabeza y sin hacer ningún gesto la volvió a clavar en la aspiradora y en la aspiradora el tapete. Seguí por el corredor de fondo hasta el ascensor. Espiché el botón y la puerta no tardó medio segundo en abrirse: son muy cómodos esos edificios que cuentan con más de dos ascensores, siempre con uno a disposición, siempre listo alguno para asistir a los desvalidos.

Como yo esa mañana.

Entré. Y espiché el número uno. El testigo del ascensor alumbra claritico:

8

Octavo piso. Las puertas se cerraron.

Siempre pensé que los ascensores, vistos desde adentro (y con las puertas cerradas), podían ser máquinas de suspensión del tiempo. O del espacio. Máquinas de aluminio y luz que podían transportarnos metafísicamente a un lugar aleatorio del planeta. Aunque era cierto que acababa de entrar a uno en un edificio ubicado en un barrio específico de una ciudad específica de un país puntual, nada me impedía pensar (de hecho lo estaba haciendo) que una vez cerradas las puertas del ascensor, yo estuviera en un lugar aleatoriamente distinto del lugar por el que había entrado. No en Bogotá sino, pongamos, en Managua, Nicaragua.

“Vistos desde adentro los ascensores podían ser máquinas del tiempo y del espacio”. Ilustraciones por: Juan Ruiz

Porque ¿qué diferencia un ascensor en Argentina, de un ascensor en Suráfrica? Desde adentro son todos similares. Botones, metal y espejos. No hay paisajes que me den referencia alguna para pensar que de hecho me encuentro en Bogotá, junto a una importante y trancada avenida de la ciudad en un día soleado. Bien podría estar en una ciudad costera de Inglaterra. O en una ciudad minera del Perú.

Mientras estas puertas no se abrieran, en el mapa mental del Planeta, mi ubicación podía ser cualquiera.

(Ya dirán que soy ocioso por pensar estas cosas –y todavía más por escribirlas– pero déjenme ser, ¿sí?).

Los ascensores tienen una rara relación con el tiempo, lo dije antes. Uno presiona un botón, las puertas se cierran, uno espera durante unos segundos y cuando se abren las puertas, vualá: la caja mágica lo ha teletransportado a uno a otro lugar. A otra dimensión. A una altura distinta.

Ahora el testigo ponía:

7

Por supuesto, el tiempo es elástico.

6

Sonó el timbre que indicaba algo nuevo. El ascensor se detuvo (o para ser más exactos: sentí una leve presión en los pies, las piernas, las rodillas. Lo que me llevó a deducir que el ascensor, que bajaba, se había detenido). En efecto, las puertas se abrieron. Entró una muchacha de estatura baja. La miré con rapidez de parpadeo y luego volví al bombillo que indicaba el piso en el que estábamos. Todavía falta para llegar al primero piso, salir del ascensor y del edificio, pensé. No me acordaba –cuando llegamos ligeramente achispados la noche anterior– de los ocho pisos que habíamos tenido que subir hasta llegar al apartamento. En fin. Seis pisos y contando.

Miré por encima del hombro a la muchacha que ahora estaba de perfil. Traté de distinguir el color de su pelo pero me fue imposible: todas las paletas posibles de color en unas solas mechas. (No es que me importe mucho el color de pelo de la gente. O, para estos efectos, el pelo de la gente). Alcancé a ver, antes de que se cerraran las puertas de nuevo, el tapete gris verdoso que había visto dos pisos antes. Momento. ¿Rosado? ¿Rubio? De qué color era el pelo de esta muchacha. ¿Muchacha? ¿Cuántos años tenía? A primera vista parecía joven, jovencísima. Y entre más la veía, más le sumaban los años.

Su tatuaje en el hombro derecho saltó a la vista. Un tatuaje grande y también de fiesta multicolor. Luego miré su maleta negra que llevaba colgada sobre el hombro derecho. La maleta iba abierta. ¿Por qué tan descuidada? ¿Iba para el gimnasio? ¿Tenía acaso este edificio kubrickiano gimnasio propio? Luego miré el pin que la maleta tenía puesto. Un pin redondo, verdoso, con la cara de una mujer. La cara de una mujer conocida. ¿Quién es la mujer que me sonríe desde el pin de esa maleta? ¡No! Ay, sí. ¿Marbelle?

Piso 5. Cling.

Y mi mente hizo una conexión instantánea: de la cara de Marbelle en el pin, a la maleta, al hombro, al tatuaje, al pelo, a la muchacha que acababa de entrar al ascensor: así es, la mismísima Marbelle en persona. (Sí: llevaba un pin en su maleta con su propia cara. Lo que sea que eso signifique).

Me la imaginaba más alta. Más mona. Menos vieja.

“¿Qué hacer cuando Marbelle –la del collar de perlas finas– entra al ascensor vacío en el que uno anda montado? ¿Llorar? ¿Reír? ¿Pedirle un autógrafo? ¿Preguntarle si es Marbelle a Marbelle?”

Me imagino que Marbelle se cuida. Bueno, si entendemos por cuidarse algo así como mantener un “buen estado de salud”, cirugías de por medio. El cuidado, sabemos, tiene que ver con mucho más que eso.

¿Qué significa el cuidado a todas estas? Todavía no lo tengo claro. Lo que sí sé es que hay, por ejemplo, personalidades de la vida nacional que uno nota a leguas que no practican el cuidado. Que se nota que no se cuidan. ¿Quiénes? Pues no más hay que mirar al Presidente de la patria nuestra: está gordo, gordo, gordo. No es que la gordura sea mala per se (y esta columna tampoco pretende postular un deber ser de la “buena figura” o del “buen vivir”), pero es notable cómo en apenas unos meses que lleva en la presidencia se le han ensanchado los cachetes y la papada. Se le han hundido los ojos (un día habrá que hablar de sus ojos tristes) detrás de las cavidades abultadas.

Y la barriga.

Se está empezando a parecer a Turbay, de quién tenía colgada una foto en su oficina del Banco Interamericano de Desarrollo en Washington. Y de seguir así, no tardará en tener la misma talla que Maduro y que Trump, grandes bonachones de la política. (Hace dos semanas la Casa Blanca reveló que el presidente Trump pasó de gordo a obeso en un año).

¿Cuánto pesará el presidente? ¿Cuál será su plato preferido? ¿La pasta con arroz? ¿Cuánto demora una panza en hacerse robusta? ¿Qué entenderá el presidente por cuidado? ¿Pensará acaso en esa palabra?

Sé muy poco de barrigas y de canas. Lo que sí sé es que a este país le vendría bien tener dirigentes que propendieran por su cuidado personal. ¿Es que cómo cuida uno un país si apenas cuida de su propio cuerpo?

4

Mierda. ¡Marbelle! Me olvidé de Marbelle por un momento.

¿Qué hacer? ¿Qué decir?

¿Qué hacer cuando Marbelle –la del collar de perlas finas– entra al ascensor vacío en el que uno anda montado? ¿Llorar? ¿Reír? ¿Pedirle un autógrafo? ¿Preguntarle si es Marbelle a Marbelle?

“¿Cuánto pesará el presidente? ¿Cuál será su plato preferido? ¿La pasta con arroz? ¿Cuánto demora una panza en hacerse robusta? ¿Qué entenderá el presidente por cuidado? ¿Pensará acaso en esa palabra?”

 

De momento creo que lo mejor es dejarla de mirar fijamente, quién sabe qué a va pensar la pobre. Debe estar cansada de que a toda hora la miren, la paren en la calle, le griten cosas. Dejarla en paz, sí.

Un escritor colombiano decía que a veces es mejor no abrazar a los dioses cuando uno los tiene al lado. No es que Marbelle fuera mi diosa. Había sido, sí, en su momento parte de mi educación sentimental: esa voz flautuda y ese ritmo relinchoso de la tecnocarrilera como banda sonora de la infancia.

Me está mirando mirarla. Se está dando cuenta de que la observo. Jueputa. Actúe normal, idiota, mire pal frente.

Tercer piso y se abren las puertas.

—¿Baja?, pregunta una señora que lleva un coche de bebé.

Marbelle mueve la cabeza de arriba para abajo pero no suelta palabra. El coche entra con la señora detrás. Marbelle se inclina para hacerle gestos al bebé. Oigo por primera vez su voz, tímida. El bebé se ríe y mueve sus brazos gordos y sus piernas. Marbelle se reincorpora.

2

¿Qué pensará Marbelle del Presidente? ¿Creerá que es buen cantante? ¿Habrá votado por él? ¿Cree acaso Marbelle en la democracia? ¿O piensa que es un sistema vicioso, amañado, hecho a la medida de unos pocos? ¿De los poderosos? ¿Y que hacen falta unas grandes reformas estructurales para que podamos empezar a hablar de democracia en serio? ¿Es Marbelle anarquista?

Primer piso.

Las puertas se abren. La señora sale primero y arrastra el coche con ella. Yo meto un brinco inesperado y Marbelle se queda adentro. Le grita desde el ascensor al portero unas palabras:

—Cariño, puedes tenerme acá mientras yo…—dice antes de que las puertas se cierren y ella se quede atrapada en la máquina del tiempo.

En efecto, iba de camino hacia el gimnasio. Cosa que no le sobraría hacer a cierta persona.

Pd: Marbelle, si estás leyendo esto, solo quiero que sepas que te admiro. Soy el calvo que te encontraste el otro día en el ascensor. Probablemente no te acuerdes. Si te acuerdas, me escribes por acá.

Pd 2: el video de la quincena (ojo a la cara del muchacho que hace la segunda pregunta):