OPINIÓN | En los años 70, en Colombia se popularizó el comercio ilegal de los narcóticos y la impunidad reinaba entre los 'peces gordos'.
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Por: Jorge Cardona*
Cuando el presidente Richard Nixon declaró enemigo público número uno de Estados Unidos a las drogas en 1971, en Colombia el tema iba demasiado lejos. Los tiempos de la bonanza marimbera crecieron tanto como los de la cocaína y ya se desplegaba a lo largo y ancho del país un poderoso negocio ilegal alrededor de los narcóticos. Con tan escasa contención oficial que el Estado apenas contraatacaba con sus consabidos decretos, el más resonante de ellos, el 1188 de 1974, presentado como el primer estatuto antidrogas, con un consejo rector que a los pocos días debió admitir que únicamente por tráfico de marihuana en 1973, en el país habían sido capturados 794 hombres y mujeres, 78 de ellos extranjeros, casi todos de Estados Unidos. Los frecuentes caídos en el registro de la droga se volvieron la pieza novedosa en los periódicos, con escasas referencias a los peces gordos, pero incontables historias de mulas y enganches del narcotráfico.
Hasta siete meses pasó en la cárcel La Modelo uno de los futbolistas argentinos más recordado en Manizales: Osvaldo Pérez, ‘Cucaracho’, goleador. En su libro Balón y pedal, Daniel Samper cuenta cómo terminó asociado a la captura de una norteamericana con droga en El Dorado y estuvo siete meses en la cárcel, donde conformó un equipazo que hasta jugó en El Campín. Una comedia humana que luego pasó a los positivos de la Policía contra los cómplices. En mayo de 1973 hubo revuelo por el decomiso de 18 kilos de cocaína a un jefe del DAS en Leticia (Amazonas). Dos meses después, con la DEA calentando motores, tres empleados de la Aduana fueron detenidos por la mayor remesa de cocaína decomisada hasta ese momento en Bogotá: 44 libras
Dos libros clásicos dejaron señales importantes de estos tiempos impunes en que surgieron traficantes que fungieron como pequeños monarcas. La noche de las luciérnagas, del periodista y escritor José Cervantes Angulo, con la saga de ‘El gavilán mayor’, cacique y capo; o la guerra entre las familias guajiras Cárdenas y Valdeblánquez, que se rastrearon para matarse hasta en sus escondites de Santa Marta o Barranquilla. Y Los Jinetes de la cocaína, del escritor y periodista Fabio Castillo con el recuento de algunas peripecias marimberas, como el joven ‘Retat’ que aterrizó un avión DC6 con marihuana en una autopista de Kansas; ‘Lucho Barranquilla’ que compró la casa donde funcionaba el DAS en Santa Marta; o Julio Calderón y sus negocios turbulentos en Aerocondor. Eran los tiempos de la bonanza, del prototipo macondiano desde las horas previas a la guerra.
El día que el asunto se hizo visible en Bogotá causó revuelo. Fue en abril de 1975, cuando la Policía anunció el hallazgo de droga en una casa del barrio Normandía y salió a relucir un peculiar capturado: Iván Darío Carvalho. Estafador y falsificador de dinero, natural de Remedios (Antioquia), que ante el hallazgo de la cocaína sostuvo que era el dueño del Laboratorio Alemán, ubicado en Fontibón y que tenía acetona comprada lícitamente. El lío fue la cocaína encontrada en una finca suya a tres kilómetros de San Antonio de Tena (Cundinamarca), disfrazada como Avícola Caramanda. Permaneció un tiempo en la cárcel y alcanzó a contarle su historia a los medios porque quiso que se recordaran más sus días de periodista de El Liberal de Bogotá o El Universal de Caracas entre 1946 y 1948, o sus negocios de mercancía en Cúcuta, Ocaña, Sincelejo o Pereira.
Al momento de su captura estudiaba Derecho en la Universidad Gran Colombia y cuando recobró su libertad preparaba su tesis sobre la legislación y droga. Pero sus enemigos lo esperaron y el dudoso farmaceuta tenía cuentas que resolver con ellos. A tiros, frente a la casa de Normandía donde había comenzado su breve historia de capo, en enero de 1977 concluyó todo para ‘El Mocho’, como quedó rotulado en boletines policiales. La pesquisa del mayor Jaime Ramírez Gómez, con pistas confiables, fue clave para entender las piezas de un rompecabezas mayor de narcotraficantes que se movía en Bogotá y su entorno geográfico. Averiguaciones que derivaron hacia las picardías de una mujer llamada Verónica Rivera de Vargas, primero comerciante de Sanandesito y después fugitiva en Perú por narcotráfico. Una de las tantas reinas de la cocaína que entonces impuso su poder gatillero.
Por desacuerdos entre socios, a escasas horas del año nuevo de 1977, fue secuestrada Bersey Espinosa, esposa de Mario Gil, malogrado dueño de un alijo de cocaína caído en Chiapas (México). El secuestro se resolvió en una semana, pero desató una guerra de mafias que la ciudad no conocía. El 6 de marzo, en la discoteca Los Doce Césares, corazón de Chapinero, fue acribillado a tiros Julio César Vargas, esposo de Verónica Rivera, detenida en enero por un laboratorio de cocaína descubierto en Cogua (Cundinamarca). El homicida de Vargas fue Gil. A los 12 días atacaron a Conrado Espinosa, padre de Bersey y murió su esposa. Después mataron a su abogada. En julio, cuando salía del grill El Canecao, Mario Gil fue la víctima. Verónica Rivera salió indemne. Fue y volvió a la cárcel varias veces, hasta que en junio de 1989 murió como vivió, por la vía del hierro asesino.
El país cada día sumaba capturas más embarazosas. Dos oficiales y un suboficial de la Fuerza Aérea Colombiana con varios kilos de cocaína en un avión de la institución que regresaba de Ecuador. Cuatro militares investigados por el hallazgo de una remesa de 30 kilos de cocaína encontrada a bordo del emblemático buque Escuela Gloria de la Armada. En marzo de 1976, un mes después de la visita de Henry Kissinger a Bogotá, el portavoz de la subdirección del control de drogas de los Estados Unidos, John Cusak, manifestó en Ginebra (Suiza), ante una comisión mundial de drogas, que Colombia se había convertido en el mayor centro mundial de tráfico de cocaína en América. Más de 600 kilogramos decomisados en seis meses eran suficiente evidencia. Con permisividad oficial inocultable, el narcotráfico había echado sus raíces.
No existe una historia oficial que indique quiénes fueron los pioneros, pero quedaron patrones. Como ‘El papá de los pollitos’, definición del abogado Gustavo Salazar Pineda en su libro El confidente de la mafia para referirse a Santiago Ocampo Zuluaga, natural de El Santuario (Antioquia), dueño del coliseo y estadero La Rinconada en Girardota, donde la mafia siempre tuvo plaza de toros rectangular para trazar sus planes con el maestro de todos. Uno de sus alumnos en el Valle fue ‘El papá negro de la cocaína’, Benjamín Herrera Zuleta, preso en Estados Unidos, Chile, Perú, Brasil y Colombia, con requerimientos por cumplir en Alemania y España, en parte porque tuvo socios cruciales que le ayudaron a sobrevivir: su cuñado Carlos Lehder Rivas, la organización de María Marta Upegui en Medellín, o las conexiones que derivaron en el círculo de los Rodríguez Orejuela.
Otro referente mayor es Alfredo Gómez que vivía en Caramanta (Antioquia) de marcar cartas para ganar en el juego, y terminó comprando al por mayor en la zona de libre comercio en Colón (Panamá), hasta volverse famoso como uno de los reyes del Marlboro. “La trocha al mar, por La Llorona, y los carreteros polvorientos de Moñitos y San Bernardo, fueron la génesis de sus rutas del contrabando de cigarrillos, whisky y electrodomésticos”, relató el escritor Jairo Osorio Gómez en su novela, Familia. En su flotilla de aviones terminó moviendo marihuana prensada y alijos de cocaína a La Florida (Estados Unidos). Y con Jaime Cardona Vargas, su compinche, importó barbitúricos, anfetaminas o metacualona desde Chile que luego distribuyó por Antioquia a través de las bandas del ‘Mono’ Néstor Trejos Marín, ‘El Pote’ Zapata o ‘Pacho Troneras’.
El escritor Jairo Osorio sostiene que las primeras ocho toneladas de droga que se despacharon desde Colombia para los fundadores del cartel de Guadalajara, Miguel Ángel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero, se hicieron en un DC-6B de Alfredo Gómez que piloteó ‘El Mono’ Abello. A mediados de 1976, una caravana de 34 camiones llenos de contrabando cayó en un retén y Gómez fue a dar a la cárcel de La Ladera. “Solo, sin asociados ni lameculos, desmoronado en la vejez para sus mañas tremedales, olvidado en un modesto apartamento de Otrabanda, al lado de su esposa, pero oliendo muchachitas por la ciudad”, como lo describe Familia, tiempo después acabó sus días. Lo mataron la diabetes y el whisky. Un ataque cardíaco fue el puntillazo. De sus enlaces y cómplices surgió Pablo Escobar Gaviria que siempre lo reivindicó como su maestro.
Otros menos vistosos también se lucraron de la Colombia permisiva de estos tiempos, y cada región dio para su súbito engalanado. Jaime Caicedo Caicedo, del barrio San Nicolás, por ejemplo, hizo leyenda maleva como ‘El Grillo’ en Cali. Primero como ladrón, después como apartamentero, hasta que patentó su empresa Atracos S.A que lo llevó a sentirse rey de los bandidos. La muerte lo encontró peleando un día de enero de 1977 en su grill El Patio, con un teniente de la Policía que le propinó ocho balazos. Los mariachis que lo acompañaban en sus parrandas, se unieron al cortejo fúnebre hasta el cementerio metropolitano. En la travesía hubo desmayos, pero cantando El Rey la multitud cargó de hombro en hombro el ataúd color caoba con sus despojos mortales, como lo registró una crónica de Víctor Hugo Vallejo en la revista Vea, que retrató su último espectáculo.
En Estados Unidos, a pesar de que en 1972 la Comisión Shafer para evaluar las consecuencias de la política antidrogas concluyó que el alcohol era más peligroso que la marihuana, la Casa Blanca optó por desatender a los expertos y prevaleció la obsesión de Nixon y sus asesores contra el abuso las drogas. Dos décadas después, el exconsejero John Ehrlichman, quien estuvo involucrado en el escándalo del Watergate, admitió que la guerra contra las drogas se inventó para aplastar una disidencia, “para hacer que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína”. Respecto a Colombia, si bien desde antes de que se formalizara la creación de la DEA en 1973, se acopiaban registros en la justicia norteamericana sobre el incremento del tráfico de narcóticos, para el año 1976 ya el asunto había encendido las alarmas.
Por eso, en septiembre de ese año, con el relevo de embajador en Bogotá, se incrementó el control. En ese momento, al frente del Departamento Antinarcóticos se encontraba el cubano norteamericano Octavio González. El lunes 13 de diciembre de 1976, en un confuso incidente, el agente resultó muerto a bala en su oficina situada en un decimonoveno piso. El homicida fue su compatriota Tomas Charles Coley, quien también resultó muerto. La versión que se dio a la prensa fue que Coley quería venderle información, no fue atendido y terminó asesinando a González, para después suicidarse. Después se supo que Coley mató a González, pero lo esperaba un mariner que le propinó cuatro balazos. En su libro Los jinetes de la cocaína, Fabio Castillo escribió que el asesinato fue perpetrado por la DEA porque González ya andaba en tratativas con el narcotráfico.
“Fue un acto de delincuencia común”, comentó escuetamente el embajador norteamericano en Colombia, Phillip Sánchez, y del tema no se volvió a hablar. En contraste, el objetivo fue desvertebrar a la naciente mafia criolla, pisándole los talones a Verónica Rivera de Vargas, y auscultando las pistas dejadas por los hermanos Gonzalo y Germán Jiménez Panesso, detenidos en enero de 1976, en medio de un escándalo por la captura, en el mismo episodio, del diputado de la Asamblea de Risaralda, Jairo Montoya Escobar. La versión de la Policía fue que trataban de cerrar el negocio de un cargamento de cocaína en Bogotá cuando fueron aprehendidos. Un mes después, los Jiménez Panesso aparecieron vinculados al hallazgo de cocaína en una finca en la Mesa de Ruitoque, cerca a Bucaramanga, pero en poco tiempo quedaron libres para protagonizar una nueva guerra.
Para el año 1976 ya el asunto de la droga colombiana había encendido las alarmas en EE.UU.
Esta vez contra Griselda Blanco, conocida como ‘La viuda negra’, otra reina de la cocaína de largo prontuario, que ya era blanco prioritario de Estados Unidos. Nacida en Santa Marta, pero criada en el barrio Antioquia de Medellín, desde joven entró con credenciales en el oficio del delito. Su primer esposo y padre de sus tres hijos mayores, era Carlos Trujillo, le decían ‘Pestañita’, murió de cirrosis y su especialidad fue falsificar documentos. Después conoció a Alberto Bravo, apodado ‘Pirringuis’, contrabandista y comercializador de remanentes de cocaína legal importada por los laboratorios que se la vendían barata y clandestina en una clínica privada. Como lo escribió la periodista Marta Soto en su libro La viuda negra, después de varios delitos, “pasaron a ser exportadores, a gran escala, de marihuana colombiana y de droga ecuatoriana, boliviana y peruana”.
Inicialmente, Griselda Blanco y Alberto Bravo llevaban cocaína a Estados Unidos en maletas de doble fondo. Después se instalaron en Queens, Nueva York, a donde ella se trasladó con su familia y su séquito para protagonizar la primera violencia colombiana en territorio ajeno. “Si Griselda Blanco no hubiese existido, no habría habido guerra de la cocaína”, escribió Max Mermelstein, traficante de drogas que se hizo informante clave de la DEA, autor de El hombre que hizo llover coca. Desde las entrañas de su organización, viendo como la muerte era un capricho, concluyó en su escrito: “Griselda es la persona más malvada que he conocido en mi vida. Otros mataban porque tenían que hacerlo; Griselda mataba porque lo disfrutaba. Podía verse la sed de sangre en sus ojos. Eran ojos de muerte”. Aunque seguía activa la operación Banshee para capturarla, ella libraba su guerra.
La de 1978, como quedó reseñada en los reportes criminales que tan solo en Miami dejó 28 asesinatos ese año, y que Griselda Blanco libró primero con dos antagonistas de trayectoria (Gonzalo y Germán Jiménez Panesso, los mismos que cayeron presos con el diputado de Risaralda Jairo Montoya en 1976, y que ya aparecían asociados a otros expedientes por tráfico de cocaína). En abril de 1978, desde un carro blindado y con arsenal poderoso, en La Florida fue asesinado Gonzalo Jiménez Panesso. En el verano de 1979, sobre las dos de la tarde, tres pistoleros entraron al centro comercial Dadeland, al sur del mismo estado, y en una tienda de licores acribillaron a Germán Jiménez Panesso. Aunque se libraron 120 órdenes de captura, ni Griselda Blanco ni sus socios directos fueron alcanzados por la justicia y en su apoyo seguían sueltos tenebrosos sicarios.
Uno de ellos era Rafael Cardona Salazar, un despiadado asesino, enjuto y de 1.61 metros, que se podía fumar doscientos cigarrillos de bazuco en un día, como testificó Max Mermelstein, con la misma facilidad con la que acumulaba dinero y mataba a cualquiera. El día de la Navidad de 1978 lo hizo con un joven universitario que entró a saludar a la casa de Livia Cardona, conocida como ‘La Bizcocha’, otra reina del mercado de la cocaína en Miami. Lo asesinó porque alguna vez había dicho que la coca era para campesinos y locos. Rafael Cardona era asociado de los Ochoa Vásquez de Medellín y amigo del círculo personal de Griselda Blanco que en medio de su confrontación encaró un giro determinante en su organización. Era con su esposo Alberto Bravo, Pepe Cabrera y los hermanos Paco y Darío Sepúlveda. Pero este último se convirtió en su nuevo marido y su hermano Paco en su jefe de sicarios.
Alberto Bravo terminó asesinado y nadie dudó en atribuírselo a ‘La viuda negra’. Ella ni lo negó ni lo reivindicó, y con su tercer marido Darío Sepúlveda, hijo mayor de una familia numerosa de Pereira con tres hermanos hombres también dedicados al sicariato y el narcotráfico, consolidó su reinado de la cocaína. La sociedad además dejó un hijo que, en el delirio del poder mafioso, fue bautizado como ‘Michael Corleone’. Se ubicaron en Envigado para poner distancia a la DEA pero exportando droga a Estados Unidos, hasta que sus excesos tocaron fondo. Paco Sepúlveda fue capturado en 1983 y enjuiciado en New York. Diego Sepúlveda fue asesinado en un hotel de Fort Lauderdale. Y el 17 de febrero de 1985 fue apresada la mismísima Griselda Blanco en Estados Unidos. Vivía sin muchos apremios. Acaudalada y viuda, atenta a ordenar un muerto más a su lista.
La mentada “ventanilla siniestra” permitió que el Banco de la República recibiera millones de dólares, revueltos entre los de la bonanza cafetera y los de la marimba.
Duró casi veinte años en la cárcel y fue puesta en libertad en junio de 2004. De inmediato fue deportada a Colombia, donde la justicia no se interesó por ella. El 3 de septiembre de 2012 en Medellín, comprando carne como cualquier parroquiana, un joven sicario se apeó de una moto que se detuvo frente a la tienda, entró, sacó un arma y le propinó dos disparos en la cabeza. Tenía 69 años y una larga historia de violencia y narcotráfico. La misma que tuvo en los años 70 un laxo tiempo para sus pares de la droga. En Bogotá, Medellín, Barranquilla, Bucaramanga, Cali y también en Pereira, donde el inadvertido Antonio Correa, llegó a tener doscientos ahijados en San Andrés donde fungió como rey; o José Olmedo Ocampo, ‘El viejo’, que tuvo su propia banda con policías retirados, como lo documentó el periodista y escritor Juan Miguel Álvarez en su libro Balas por encargo.
Cuando cayó el telón de los 70, estaba claro que todas las advertencias se habían desatendido. Ni las señales de alerta desde la zona esmeraldífera de Boyacá donde la guerra verde se hizo blanca por la intromisión de la coca; ni los hallazgos de miles de hectáreas sembradas con marihuana en La Guajira, la Sierra Nevada, Atlántico o Cesar; ni los informes de Alternativa, El Espectador, El Tiempo, El Heraldo o Cromos evidenciando los alcances de la cocaína entre los vasos comunicantes del delito. Entre la lluvia de decretos para aclarar o modificar las instrucciones del ejecutivo sobre cómo enfrentar el tráfico de narcóticos; o la mentada “ventanilla siniestra” que permitió que el Banco de la República recibiera millones de dólares, revueltos entre los de la bonanza cafetera y los de la marimba, no se hizo lo suficiente para evitar que el flagelo se convirtiera en una guerra total.
El miércoles 6 de julio de 1977 al occidente de Bogotá, fue asesinado el coronel retirado de la Fuerza Aérea Colombiana (FAC), Osiris de J. Maldonado, director de operaciones aéreas de la Aeronáutica Civil. Imposible no mirar hacia los carteles de la droga en desarrollo que lo tenían bajo amenazas y ya mataban jueces que osaban enfrentarlos. La impunidad y el olvido fueron el destino marcado para este crimen sin memoria. Dos semanas antes del asesinato presentó credenciales ante el presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, el nuevo embajador de Colombia, Virgilio Barco Vargas. De entrada, tuvo claro que Washington había acumulado un completo dossier judicial contra los capos porque había llegado el momento de enfrentarlos con todo el peso de la ley, que además buscaba una herramienta contundente: el tratado de extradición que se firmó en septiembre de 1979.
*Jorge Cardona es el editor general de El Espectador.
Para este artículo, el autor consultó la siguiente bibliografía:
Álvarez, Juan Miguel,Balas por encargo, Rey Naranjo Editores, Bogotá, 2013.