OPINIÓN | ¿Qué pasaría si durante un día laboral todas las personas del Planeta dejaran de ir a su trabajo?
—Ve, ¿tenés todavía?
—Me quedan dos —respondí.
Aún no me sabía su nombre (aunque habría de saberlo, ¡ay!, poco después). Sólo conocía su cara barroca y su manera pesada de caminar. Había venido varias veces, pero en los últimos días parecía como si hubiera desarrollado una voracidad sabanera por nuestro maíz y nuestro queso.
—¿Fresquitas?
—Frescas frescas no están.
Siempre llegaba con las mismas gafas cuadradas de sol, la camisa abierta hasta el tórax.
Yo sabía que era narco.
—Ah.
—Son de esta mañana.
—¿Están calientes?
—Tibiecitas.
—Dame una, pues.
Le pase el bollito con las tenazas de metal y, cuando ya lo iba a meter en la bolsa café, me dijo:
—No, en servilleta. Me la como aquí.
Se la entregué en una servilleta sencilla (son la más baratas) e inmediatamente el blanco se tiñó transparente.
—Bonita vista la que tenés.
—Sí, bonita.
—Lástima los hijueputas allá.
Yo seguí en lo mío.
—¿Hace mucho que trabajás acá?
—No mucho.
—¿No?
—No mucho, no.
—Porque yo no los había visto a ustedes.
—Cosa de meses.
—Ah, ve.
El tipo no era gordo, pero tampoco particularmente flaco. Se movía con esfuerzo pero al mismo tiempo había algo de ligereza en sus movimientos. Mordía la almojábana por los bordes, como un pajarito.
—Decíme, ¿y cómo está el negocio?
— No me quejo.
—Ah, ¿sí?
—El negocio va bien.
—Ah —dijo.
Miró nuevamente el Palacio Presidencial frente a nosotros, detrás de los hierros negros y, después de una pausa, continuó:
—Vos trabajás con otro, ¿no cierto?
—Ajá.
—¿Tu socio?
—Mi socio, sí.
—¿Y trabaja desde la casa él o qué? —dijo y soltó una carcajada honda, como si el techo de una iglesia gótica se hubiera derrumbado en medio de la noche.
Subí la cabeza y lo miré por primera vez a los ojos. Había estado cortando cuidadosamente la fruta (papaya y piña) para ponerla en cubitos en lo vasos plásticos.
Supongo que vio mi gesto apretado porque acto seguido dijo:
—Estaba buena, ¿ve? No es fácil encontrarlas sin que sepan agrias.
(Tenía razón, ahora sólo saben hacer almojábanas desabridas. Las nuestras no).
—Qué bueno.
—Ve, qué curioso: me quedé pensando en lo de tu colega.
—¿Sí? —le dije otra vez con la cabeza puesta en el cuchillo, en la tabla y en la fruta.
—Sí. Hace rato que le doy vueltas a esa vaina.
—¿Qué vaina?
—Lo del tiempo y todo eso —respondió filosófico.
—¿Qué del tiempo?
—Pues oíme, vos estás acá hoy, ¿verdad? —dijo ahondando en la obviedad.
—Ajá.
—Trabajando.
—Ajá.
—Picando fruta y recalentando las almojábanas, ¿no?
—Sí, ajá.
—¿Qué pasaría si no sólo tu socio, sino también vos y no sólo vos sino también las carechanclas de allá en frente, y no sólo ellos sino también los choferes de los buses y de los camiones, los bomberos de gasolina, los paperos, los campesinos y también los barrenderos de las calles, los banqueros, los porteros, los tombos, los milicos, los políticos, las secretarias, los barqueros, los ladrones y los ñeros, mejor dicho Raimundo y todo el mundo, se dieran mañana todos un día libre? Como tu socio.
—¿Los ñeros? Pero ellos no trabajan —respondí sin saber de qué me estaba hablando.
—Ah ¿no? ¿Y vos creés que pedir limosna es de puro parche?
—¿Y quién haría las cosas?
—¡Nadie! Eso es lo que te estoy diciendo, lo que he pensado en estos días.
—Pero si nadie trabajara, los porteros, por ejemplo, entonces les quedaría libre el camino a los choros para ladronear.
—Hombre, no estás entendiendo nada. Los choros tampoco trabajarían ese día.
—¿Y qué harían entonces?
—¡Ja! Estar con sus mascotas ¿yo qué voa saber?. Salir al parque, algo. Pero trabajar no.
—¿Nadie? —me quedé mirándolo y prestándole por primera vez toda la atención desde que llegó a pedirme la almojábana.
—¡Nadie! Imagináte, vos. Un día en el que ni el mismísimo Papa salieran a dar la Santa Misa: nadie, pero nadie es nadie.
—¿Y quién haría las cosas? ¿Quién daría las noticias? ¿Quién escribiría los periódicos? ¿Quién los entregaría?
—Ve, pero vos si sos pendejo o te hacés; o sos pendejo y te hacés. Es que no habría periódicos, ni noticieros, ni domiciliarios. ¡Nadie trabajará ese día! ¿Te cuesta tanto pensar que por un solo día, un día solamente, ve, nadie salga a trabajar?
—¿Tampoco los médicos? ¿Quién atendería a los enfermos?
—Nadie. Ser doctor es un trabajo, ¿o no?
—¿Los militares?
—Tendrían su descanso. Al igual que guerrilleros y paracos y toda clase de pichurrias que andan por ahí sueltas.
Lo miré con desconcierto y risa. Inmediatamente me di cuenta del agravio y para evitar que detectara el gesto de duda, atiné a preguntarle:
—¿Qué pasaría con los que tienen que trabajar el día a día para comer?
—No comerían ese día. O al menos su comida no vendría del trabajo. Alguien podría darles.
—¿Y si nadie les da?
—Nadie ha muerto tampoco por dejar de comer un día —dijo como queriendo provocar; mostrándome todos sus dientes.
En ese momento el sonido de unas turbinas nos hizo mirar para el cielo y vimos un avión que volaba bajo.
—Ah, cómo me gusta ese sonido —dijo.
—Habría accidentes por montón.
—Seguro que habría.
—Si nadie trabaja, no habría controladores aéreos para dirigir los vuelos en su aterrizaje.
—Tampoco habría pilotos manejando aviones —dijo riendo.
—Ni operarios en centrales nucleares, por ejemplo.
—Ve, no había pensado en eso —dijo y se llevó su dedo índice a la boca—. Supongo que no, tampoco habría.
—¿Quién cuidaría las cárceles?
—Nadie.
—Los sanatorios.
—Nadie.
—¿Las putas?
—¿Quién las cuidaría? Tampoco habría proxenetas, así que…
—Quiero decir que si ellas tampoco trabajarían ese día.
—No, nadie tendría sexo por plata.
—El trabajo no sólo es hacer algo a cambio de dinero.
—¿Y entonces?
—Pues no sé, a cambio de otras cosas. Que le paguen a uno en especie, por ejemplo.
—Vos se nota que sos letrado, explicáme entonces qué es el trabajo —dijo acariciando toscamente el metal que tenía entre el pantalón, por debajo de la camisa.
—Pues…este…
—Mirá, vos. Lo que te estoy diciendo es que por un momento pensés qué pasaría en un mundo en el que por un día nadie trabajara.
—Sería muy difícil.
—¿Pero sería imposible?
—Sería terrible.
—Sería terrible, sí —respondió como si su voz hubiera sido deglutida por el Sol.
Tiró la servilleta (que durante todo ese tiempo había permanecido en su mano) al piso. Los dos miramos el papel grasiento que quedó clavado entre la fisura de las losas chuecas.
—No sé —su tono había cambiado; ahora era melancólico—. Lo más parecido que tenemos hoy a algo así son las protestas o los paros. Gente saliendo por las calles, dejando su trabajo tirado.
—Pero salir a protestar también es un trabajo, ¿no? Que no sea remunerado es otra cosa.
—Es lo que estoy tratando de decirte, ve, pero vos no querés oír.
—Qué cosa.
—Que el verdadero paro no puede ser nacional, tiene que ser global.
—Pero entonces contra quién estaríamos protestando si todos estamos protestando.
—Ese es el punto.
—Cuál.
—Contra quién protestamos.
—¿Y contra quién?
—Ah, yo qué voy a saber. Sólo te estoy diciendo los pensamientos que he tenido, vos sacá tus propias conclusiones.
Me dijo y nos quedamos callados los dos durante algunos minutos mirando la casa empedrada de enfrente.
Un gato pasó corriendo al otro lado de las rejas. Los dos lo vimos cruzar. Sonaron las campanas de la iglesia, al otro lado de la Plaza.
—Ve, tengo una oferta para vos. O mejor: mi patrón quiere hacerte una oferta.
Las doce.
***
Santiago aparece por acá.