Si desplazarse va más allá de perder la casa, retornar debe ir más allá de devolverla: el pedido de los campesinos del sur del Tolima.
En mayo del 2000 mataron al alcalde de Ataco, en el sur del Tolima. Lo encontraron en Balsillas, una vereda del municipio, amarrado de manos y con tres tiros en la cabeza. Habían quemado su camioneta. El pueblo culpó a los paramilitares, así, en general, porque nunca supieron quiénes fueron, pero guardan la sospecha de que el crimen se debe a que Nevio Serna, el alcalde, fue visto hablando con guerrilleros en un retén.
Desde los inicios del conflicto en el sur del Tolima, en la década del cincuenta, se marcaron las diferencias entre los limpios, que eran exguerrilleros liberales, y los comunes, que en líneas generales fueron la base de la conformación de las Farc en Marquetalia. Dicen en la región que en la segunda mitad del siglo XX los limpios degeneraron en grupos paramilitares y que muchos años después, con el apoyo de Carlos Castaño, terminaron formando el Bloque Tolima de las AUC. Al mismo tiempo, las Farc crecieron y coparon la mayoría de los territorios en el sur del departamento.
Esa guerra es el contexto del asesinato del alcalde, que para muchos atacunos fue la última gota de miedo que pudieron aguantar. En el 2000 se desplazaron casi mil quinientas personas. En 2001 fueron dos mil quinientas y en 2002 fueron tres mil más. Algunos se fueron a Ibagué. Otros se desplazaron de sus veredas a la cabecera municipal. Unos pocos terminaron en Bogotá. La zona rural de Ataco, en un par de años, quedó casi arrasada, las casas vacías, los cultivos enmalezados.
La tierra sin gente
“Fue ese enfrentamiento entre los grupos el que causó que mucha gente abandonara sus tierras —cuenta Dagoberto, que vivió en carne propia el desplazamiento de su familia—. Uno ya no sabía en qué momento lo declaraban objetivo, en qué momento aparecía en una lista, en qué momento le pedían a sus hijos para vincularlos a un grupo armado. Mejor agarramos nuestras cosas y nos fuimos”. A Dagoberto lo sacaron de Balsillas, la misma vereda donde mataron al alcalde, una de las que más sufrió el rigor de la guerra.
Él trabajaba en la cabecera municipal como funcionario del Banco Agrario. Siempre tuvo su pedazo de tierra en Balsillas pero, como eran dos horas de recorrido desde el trabajo, decidió vivir en el pueblo y dejar a alguien encargado del manejo de los cultivos. Se pensionó en 2001 y decidió volver con su familia y meterle mano a la tierra. “Cuando llegué, vi toda la violencia de la que ya oía rumores. La gente se estaba yendo. No nos dejaban trabajar, entonces nosotros también nos fuimos”, cuenta.
La casa de Dagoberto era grandísima, azul e iluminada. En ella vivían seis personas y sus familias. Entre todos sumaban veintisiete, o cuarenta, porque en sus cuentas también incluye cuatro vacas, tres cerdos y seis gallinas. Todos se fueron, excepto las vacas y los cerdos, que seguramente se los robaron o murieron. La gran familia, como la llama Dagoberto, huyó de la vereda durante casi diez años.
Tras desplazarse por la fuerza no solo se dejan la casa y los cultivos, de forma física, sino el hogar y el modo de vida. Huir por miedo implica muchas veces un desarraigo cultural y social que difícilmente se recupera luego. Significa ir a una ciudad que no es la propia a trabajar en cualquier cosa que no es la tierra, junto a personas que no son los vecinos. Dice Dagoberto, y quizás sea cierto, que “suena caprichoso pero eso solo entiende el que lo vive”.
¿Una nueva relación con el Estado?
Tras varios años fuera, los atacunos empezaron a conocer sus derechos. Se enteraron de que la ley 1448 de 2011 los reconocía como víctimas y podían iniciar un proceso para que les restituyeran los predios que habían abandonado. Tras centenares de solicitudes —a 2013 eran casi 600—, la Unidad de Restitución de Tierras falló 137 sentencias que devolvían tierras a sus antiguos dueños. El de Ataco se convirtió en uno de los casos piloto en materia de restitución, porque, en principio, la tasa de retorno fue altísima.
La política de restitución, según datos de la entidad encargada, ha beneficiado a más de 400 personas en Ataco, un pueblo que, además de ser fértil para el cultivo, es relativamente rico en oro. No solo ha devuelto los predios, sino que ha reconstruido, hasta ahora, 21 casas. También se han encargado de fomentar y financiar proyectos productivos, como parte de las garantías de retorno que ofrece el programa. A Dagoberto, por ejemplo, le dieron seis millones para que sembrara pastos y construyera corrales. Todavía no tiene reses.
El retorno, dicen los voceros de restitución e incluso algunos habitantes del pueblo, fue masivo y exitoso. Uno de los líos para devolver tierras que fueron abandonadas o despojadas es garantizar la seguridad para que no haya posibilidad de revictimización. En Ataco la mayoría de gente concuerda en que, aunque todavía opera el Frente 21 de las Farc en la zona, no se siente un ambiente de inseguridad y pueden vivir tranquilos. Al menos, dicen, “ahora hay presencia de la Fuerza Pública, porque hace años no podían ni entrar”.
Otros, aunque pocos, creen lo contrario. Ante los jueces agrarios, que fallan las sentencias sobre los casos de restitución, varios desplazados de este municipio manifestaron que no se sentían seguros para volver. Por un lado, algunos temen que los remanentes de la guerrilla los vuelvan a buscar. Por otro lado, otros temen ser señalados como milicianos de las Farc y ser víctimas del estigma o incluso capturados por la Fuerza Pública.
La presencia de la guerrilla es algo de lo que no se habla mucho, pero algunos habitantes dan indicios de que todavía hay miedo. Alguien cuenta una anécdota que da pistas al respecto: “Estaba tomándole una foto a dos niñas pequeñas, de colegio, que venían caminando por el parque. Cerca a ellas venía caminando un hombre joven. De pronto una de las niñas gritó ¡Mira, le están tomando una foto al guerrillero!, y la otra, apretando los dientes, le respondió No seas tonta, no digas eso, ¿no ves que te pueden matar?”. Al parecer los guerrilleros, como las brujas, no existen en Ataco, pero que los hay, los hay.
Más allá de la seguridad
La seguridad, sin embargo, no es lo único que esperan los que han retornado y los que están por retornar. Dagoberto resalta el apoyo con los proyectos productivos porque, aunque ya desistió de volver a sembrar café desde cero, pudo empezar con un proyecto de pequeña ganadería. Más que eso, se queja porque quiere volver a ver su casa grande y azul como la dejó: “En las sentencias —protesta exaltado— dice que nos van a reconstruir las casas, y yo negocié con los otros habitantes para ser único dueño de la mía, pero esperando que la Unidad (de Restitución) cumpla con subsidiarme el arreglo”.
Don Antonio, un viejo reducido por los años y que camina con ayuda de un palo, dice, con el enorme esfuerzo que tiene que hacer para quejarse a los 83 años, que todavía falta mucho para que la vida en las veredas de Ataco sea digna. “Vea, mijo, yo me demoro tres horas en carro hasta mi finquita. Me toca pagarle diez mil pesos a un UAZ para llegar hasta allá. La vía está tan mala que a uno ya ni ganas le dan de salir de la casa. Un día voy a terminar botando un órgano en la carretera con tanta saltadera”.
El Fondo de Inversión para la Paz, manejado desde la Presidencia de la República, ha intervenido más de 70 kilómetros de vías secundarias en el sur del Tolima en los últimos años. El proyecto lo ejecuta la Federación de Cafeteros, que también ha puesto una parte del dinero necesario. La Federación, a su vez, es la encargada de mejorar las vías terciarias, las trochas difíciles que suben hasta las veredas. Aunque dicen que han avanzado, los atacunos, y en general la población rural de la zona, sienten que falta un esfuerzo más grande.
“Mire —dice don Antonio, para explicar la gravedad del problema—, en ninguna de esas veredas hay puesto de salud, y uno se echa dos o tres horas por una carretera desastrosa para bajar un paciente hasta acá (la cabecera municipal). La vez pasada a un chino lo picó un alacrán, ¡y viera usted el problema que fue atenderlo!, yo alcancé a pensar que se nos iba”.
A don Antonio lo complementa Dagoberto: “Aquí, desde hace poco, se está haciendo un proyecto muy bueno de electrificación en varias veredas. Eso era algo que necesitábamos hace mucho. Lo otro es que la escuelita que tenemos (en Balsillas) solo va hasta noveno, y luego toca mandar a los muchachos para acá. Pero allá ya es demasiada gente y las instalaciones no dan”.
La restitución, como casi cualquier cosa, se puede mirar de dos formas. En Ataco, por un lado, devolvieron predios y han ayudado con proyectos para quienes retornan, pero, por otro lado, faltan garantías en temas de educación, salud e infraestructura. La atención psicosocial, que es otro de los puntos que debería darse a las víctimas, la mayoría de atacunos ni siquiera la conocen. Ellos prefieren, por ahora, verle el lado amable, y agradecer que al menos tienen algo. Pero eso no salda la deuda: si desplazarse va más allá de perder la casa, retornar debe ir más allá de devolverla.