Un viaje por la vida y la muerte a través de la música de la gente de Bojayá, en el Chocó.
Por A. Narciso García
“Oír es una forma olvidada de mirar.”
Alfredo Molano
Bellavista es la cabecera municipal de Bojayá, un territorio ubicado en el norte del departamento del Chocó. Tal vez muchos no supieron de este lugar hasta que la violencia hizo de las suyas y lo puso en el mapa del conflicto armado aquel 2 de mayo 2002, día en que las Farc, en confrontación con los paramilitares, lanzaron un cilindro bomba contra la iglesia del municipio, un punto donde muchos habitantes buscaron refugio, sin pensar que serían víctimas de una masacre que dejó 79 muertos.
La verdad es que supe de esto solo 12 años después y todo empezó por la música. Cuando el profesor me preguntó cuál sería el tema de mi tesis, le dije que me dedicaría a explorar las bondades sonoras del Chocó, algo que siempre me atrajo y que creía necesario, pues sentía que la oralidad musical de las cantaoras tradicionales había recaído en una trampa folclórica, y que estaba muy ligada a un imaginario exótico.
Para mí estas expresiones no se habían leído muy bien en el marco del conflicto armado, y poco se sabía de su función. Además, cuando los medios de comunicación documentan un hecho violento, algunos suelen caer en lo mismo: sobresale el antagonismo, la exposición profunda de los actores armados y los efímeros testimonios de las víctimas. Pero poco se sabe de los pequeños actos de resistencia, de lo que pasa con algunas expresiones culturales de una comunidad, de algo tan simple como la cotidianidad o la música de la gente luego de los rezagos del conflicto.
Entonces planeé un viaje al Pacífico colombiano. Fue una expedición que muchos criticaron. “¿Por qué hacer una etnografía allá si en Bogotá hay muchos temas por explorar?”, fue la respuesta de la rectora a mi solicitud. Pero alisté maletas y, a escondidas, viajé al Chocó, específicamente a Bellavista o bueno, al nuevo Bellavista, porque después de la masacre reubicaron la población en otro lugar. Ese fue el lugar que visité y donde estuve un mes.
Allí pude conocer tanto las virtudes rítmicas de la champeta como la vitalidad sonora del formato instrumental de la chirimía chocoana, que finalmente comprende elementos como el redoblante —o caja—, tambora, platillos (que desarrollan las síncopas irregulares), además de clarinetes. El groove de esta música es tan extático y frenético que invita al baile, al goce.
También se conservaba la tradición musical del alabao, un canto coral que se entona como ofrenda a los santos, pero que también tiene su lugar en ritos fúnebres. Recuerdo que varias cantaoras me hablaron de esta expresión musical y también se hicieron visibles las resignificaciones y los usos que tuvieron esos cantos luego de las adversidades del conflicto.
Primero, tuve la oportunidad de conversar con una cantaora que vivía en Bellavista, pero que era oriunda de un corregimiento llamado Pogue. Se llama Máxima Asprilla Palomeque. Recuerdo que, mientras hablábamos, le mencione la masacre, y me dijo: “No me pregunte nada de eso, a mí no me gusta recordar ese día”. No insistí, así que hablamos de otras cosas.
Para ella, los cantadores de alabaos son como los artistas, “ellos cantan, tienen un grupo o una orquesta para que la música se escuche bonito, y así es el alabao. Yo no puedo entonar uno de esos cantos si no tengo quien entone el coro, pues no se va a oír bien. Las estrofas son uno y el coro es otro. Quien hace la fuerza para que se sienta es el coro”, me contó. Además, me dejó saber que los alabaos no son de Bellavista sino de corregimientos como Pogue, Napipí y Puerto Conto. Con mucha propiedad –pues venía de una familia con una larga tradición musical- me explicó que estas músicas fueron una tradición ancestral que vino del Baudó. “La mayoría de los cantadores vinieron de allá, y fueron regando semillas”, dijo. Según ella, “los ancestros de los bojayaseños, eran baudoseños”.
En ese momento estábamos sobre un puentecito de madera con vista al río Atrato, que del otro lado limita con el cementerio del pueblo. En ese lugar, Máxima me contó que se había iniciado en la música gracias a sus abuelos. “Yo iba a los velorios y oía cantar a los viejos. A los 12 años aprendí a responder y ya hacía coro con los mayores”, explicó.
-Máxima, ¿podrías mostrarme cómo suena un alabao?
“/Creo que ya falleció y sus dolientes van llorando / y las animas benditas
que lo van acompañando (bis) / no llore padre ni madre que hoy se acaban mis novenas / vengan todos mis dolientes / vengan a encender su vela (bis)/”
-Noto que estás afligida, ¿te encuentras bien?
-En esta temporada casi siempre lloro porque mi tío, la persona con la que yo más cantaba, murió. A él lo recuerdo mucho, y a mi mamá también, aunque ella no cantaba. Pero como esa es la manera de uno mostrar su dolor, entonces, eso a uno lo pone muy mal porque los alabaos son más de tristeza.
Estas últimas palabras que pronunció Máxima también me las dijo una mujer de edad avanzada llamada Bernabela Díaz Palacios, otra de las cantaoras. Ella me nombró las proezas sonoras de Valentina Torres, una cantaora ancestral de pura cepa, que poseía una berraquera musical tan extraordinaria que podía amanecer entonando alabaos y seguir así por días. “La seño Torres me llevaba a mí a cuanto gualí, novena o alumbramiento hubiera, así fue como me enseñó a cantar”, me explicó. Esa mujer había probado el sabor de la vida buena, pero también de la amarga y dura.
Primero murió su mamá y no pasaron dos años para que luego perdiera a su hijo mayor. “Pasó un tiempo, casi un año y después se metió la guerrilla en el pueblo, hicieron esa masacre y acabaron con muchas personas”, dijo Bernabela. “Le cuento que la vida me dio un golpe tras otro. A mí no me gusta hablar mucho de eso. Lo único que puedo decir es que a mis muertos los recordaba cada vez que cantaba, pero había unos alabaos tan sentimentales que me sacaban las lágrimas, muchas veces no aguanté y no los entoné, los fui olvidando, por eso ahora lo que canto, es muy poco”.
Bernabela me mencionó que al otro día habría un velorio y que ella estaría allí para cantar. No dudé en asistir. El funeral se llevaba a cabo en una pequeña casa de fachada morada. La luz era tenue. Justo en un rincón de la casa yacía un ataúd escondido entre la oscuridad. La caja estaba rodeada por cuatro velones ubicados en cada esquina y una docena de mujeres que reponían sus gritos melancólicos, a veces agudos y prolongados, con numerosas ondulaciones en la melodía. Unas entonaban “se va un pecador con grandes sentimientos y ha dejado el mundo por servirle a Dios”. Luego, en forma de coro, otras respondían con el estribillo: “Santo, santo, santo de cielos y tierras… de ángeles y hombres y un contento eterno”.
Esos cantos no tienen autor, son anónimos, pero a su vez de uno y de todos, porque en ese momento nadie se quedó sin modular esas historias evocadas con sonidos ancestrales. Vi a Bernabela sentada a un extremo del ataúd, poniendo en marcha -al igual que todos- su memoria musical a punta de aguardiente. Su hijo –don Luis- la acompañaba en ese rito, y como rezandero del pueblo, invocó varias oraciones: “Que Dios lo saque de pena y lo lleve a descansar”.
De pronto la luz se fue. La oscuridad se apodero de todo por diez o veinte minutos. Durante ese tiempo solo se oyeron las voces sepulcrales de las alabaoras, con apoyos en varias voces, bajas, medias o altas. Ereiza, una de las cantaoras, en una especie de libertad rítmica, entonó fuerte: “Santo Dios y santo fuerte, santo Dios glorioso eterno”. Pronto Máxima y Bernabela unieron sus rangos vocales con los de otras jóvenes y conjuraron una armonía llena de nostalgia: “Santo Dios glorioso eterno, la ostia quedó bendita y amén”.
Afuera las lluvias eran torrenciales. Adentro, las mujeres modulaban alabaos sin parar llegando así a un éxtasis musical. Los rostros de algunas eran un valle de lágrimas. Mientras seguían los cantos, dos hombres corpulentos pasaron con bandejas ofreciendo aguardiente, café, galletas de sal y pedazos de pan con mantequilla. Me convidaron algo del manjar, pero solo tomé un vaso de café con pan.
“Tómese una de aguardiente y verá que eso le ayuda”, me dijo un señor entrado en años que estaba sentado a mi lado. Yo me quedé pensando, pero él replicó: “Esa bebida es pa’ que aguante hasta el amanecer. Mirá que a las cantaoras y rezanderas no les puede faltar su aguardiente porque ese sirve pa’l entendimiento, pa’ ponér la memoria a funcionar”, dijo él, quien, como otros, prefirió un licor de corte más casero: el viche, un extracto de caña de azúcar de un aroma muy intenso.
Volví a concentrarme en el velorio. Recuerdo que nunca dejaron de sonar los alabaos, aunque hubo algunos espacios pues se rezaron tres rosarios, uno a las 8:00 de la noche, otro a las 12:00 y el tercero fue a las 5:00 de la mañana. Allí pude contemplar una naturaleza de la música que no conocía, no se trataba de un espectáculo con luces, juegos de pirotecnia o un show cargado con cualquier noción de la estética occidental. En ese momento la música fue para un bien común, fluyó espontánea y solo estuvo acentuada por las palmas de todos los que asistimos. Fue algo muy orgánico, solo hubo llamada y respuesta entre el solista y el coro, y sobresalió un sonido vocal particularmente melancólico. Así fue como estuve en el pasado y en el presente sonoro del pueblo. Así fue como estuve entre los vivos y los muertos, entre la risa y la tristeza. Así fue como amanecí en medio de cantos fúnebres.
***
Una vez se acabó el velorio, me fui a descansar. Camino a casa me avisaron que del puerto del Nuevo Bellavista saldría una lancha que iba para el antiguo Bellavista, aquel pueblo que habían atacado las Farc hace ya más de una década. No dudé y me aventuré. El trayecto por el Atrato fue corto. Recuerdo que me bajé de la panga y caminé por un sendero pavimentado. Vi una edificación de dos niveles sepultada en la maleza que estaba invadida por trepadoras, era como un esqueleto de cemento. Eran los restos de lo que alguna vez fue un colegio.
Más adelante vi la iglesia San Pablo. Pude notar que no era igual al santuario fotografiado por Jesús Abad Colorado, ese en el cual se veían pedazos de muro y ladrillo, los escombros de la explosión. Ese día yo estaba de pie frente a un templo reconstruido, pintado de amarillo con un techo en lata y una pequeña placa de color gris que rezaba: “Cuando viajamos por nuestro río, cuando caminamos por nuestro pueblo, cuando nos congregamos en este templo y recordamos el 2 de mayo del 2002, entonamos un canto de esperanza para que estos hechos no se repitan y podamos danzar con la alegría de vivir en un mundo sin violencia. En memoria de nuestros hermanos martirizados en este templo”.
Cuando entré a la iglesia vi el altar. Allí, encontré al ‘Cristo mutilado’ que se convirtió casi que en un símbolo de la masacre de Bojayá. Se encontraba encerrado en un pequeño estante de vidrio, no estaba lacerado, sino completamente amputado, sin pies, sin manos y sin cruz. Le había ido peor que al de la Biblia.