Las cifras de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) reflejan 236 periodistas agredidos durante cinco semanas del paro nacional. Son 43 días en los que la cantidad de ataques contra la prensa fueron casi tantos como los que suceden en un año completo.
Por: Emmanuel Vargas Penagos*
Hasta ahora, el 2018 había sido el año más violento de la anterior década con 293 agresiones físicas contra la prensa. Es fácil predecir que 2021 romperá el récord. La de este año es, además, la manifestación social con más ataques de este tipo, seguida muy lejos por la de 2019 con 76 casos en 40 días.
Cuando 2018 se proyectaba como el año más violento contra el periodismo en Colombia, la Fiscalía, Procuraduría, Defensoría, la Unidad Nacional de Protección, el Ministerio del Interior y Nancy Patricia Gutiérrez como delegada del entonces entrante gobierno Duque publicaron una carta rechazando el aumento de la violencia contra el periodismo y se comprometieron a tomar acciones para mejorar la situación. Tres años después, es fácil concluir que no lograron mejorar nada.
La verdad es que el Estado falló en mejorar la situación de la violencia contra la prensa y contribuyó a la situación actual. Según las cifras publicadas por la FLIP, 54.1% de las agresiones sucedidas en el paro nacional fueron perpetradas por los sospechosos de siempre: la fuerza pública.
Es fácil acudir a la excusa de que es un paro sin precedentes, pero la fuerza pública ya ha tenido suficientes llamados de atención. Uno pensaría que casos como el de Guillermo Quiroz en 2013 resultarían con sanciones ejemplares contra los policías que agreden a la prensa y que traerían un cambio estructural. Quiroz estaba cubriendo una manifestación en Sucre y un grupo de Policías lo detuvo y lo subió en una patrulla. Al rato, “misteriosamente”, Quiroz cayó de la patrulla lleno de golpes que ocasionaron su muerte una semana después. Pero no, la verdad es que no. El caso de Guillermo Quiroz sigue en la impunidad. Por eso, no sorprende que la Fiscalía archivara la investigación contra uniformados que aparecen en video disparando contra periodistas en medio del paro nacional. Hasta ahora, lo flagrante o grave de los hechos no ha servido para una respuesta contundente.
El caso de Quiroz mostraba en ese entonces que Colombia no había avanzado en nada en controlar que los oficiales de la fuerza pública no agredan a muerte a los periodistas que hacen su trabajo en una manifestación. En 2012, la Corte Interamericana de Derechos Humanos había condenado a Colombia por el caso del camarógrafo Luis Gonzalo Vélez Restrepo, víctima de un ataque en 1996 con hechos que parecen copiados y pegados durante las últimas décadas: Vélez estaba cubriendo unas marchas cocaleras en Caquetá y pudo captar que los militares que estaban controlando los hechos golpeaban a campesinos con la culata de su arma; los militares se dieron cuenta de que los grababan y procedieron a golpear a Vélez y a forzarlo a que entregara el casete de su cámara. El caso resultó en la impunidad y Vélez recibió amenazas que lo llevaron al exilio.
Tampoco sorprende que esto suceda cuando el gobierno mantiene un lenguaje que señala a la crítica y a la denuncia como el actuar de un enemigo. Al señalar y estigmatizar a cualquier persona que diga cosas que no sean de su agrado, el gobierno está cultivando un ambiente de agresión en contra de cualquier persona que ejerza su libertad de expresión.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas han dicho que los periodistas cumplen un rol esencial para recolectar lo que sucede durante las manifestaciones. Su trabajo es esencial para documentar las demandas de quienes protestan, al igual que actos violentos o excesos de manifestantes y de las autoridades. Impedir que la prensa haga esta labor puede llevar a que las problemáticas que se exponen en las manifestaciones, al igual que las distintas violaciones a los derechos humanos que puedan suceder, queden invisibilizadas.
Tiempo después de todas las advertencias, el Estado colombiano sigue poniendo su granito de arena para mantener a Colombia como uno de los lugares más peligrosos para hacer periodismo. En lugar de seguir los estándares internacionales en derechos humanos, Colombia parece inspirada en gobiernos de países como Egipto o Ucrania, donde las agresiones de la fuerza pública contra los periodistas en protestas masivas son la regla.
Decepciona, pero no sorprende, que los gobiernos de las últimas décadas hayan hecho poco o nada para evitar que la fuerza pública siga coleccionando ataques contra el periodismo y acumulando razones para más condenas internacionales. Es una situación bastante descorazonadora. No ha sido suficiente siquiera la sentencia de la Corte Suprema en septiembre de 2020 que decía expresamente que el gobierno debía “garantizar y facilitar, de manera imparcial, el ejercicio de los derechos fundamentales a la expresión, reunión, protesta pacífica y libertad de prensa” en contextos como este.
Lo más posible es que el informe que emita la CIDH como resultado de su visita exponga estas agresiones e incluya nuevas recomendaciones para que el Estado garantice el trabajo de la prensa en las protestas. Tristemente, el pasado muestra muy bien que los números, los ataques y las palabras de las distintas entidades de derechos humanos son parte de un paisaje que no mejora. Colombia seguirá rompiendo récords y se mantendrá como el ejemplo de lo que no debe ser.
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