A través de una empresa cooperativa propia que construye y repara caminos, los campesinos del Bajo Cauca se están dando cuenta que hay vida más allá de la mata.
Este artículo forma parte de nuestro Proyecto Coca II – Misión Rural. Para ver todos los contenidos haga clic acá.
Por Andrés Bermúdez Liévano
Cáceres, Antioquia
Salir desde Cáceres por la vía que conduce a Zaragoza es un infierno lleno de grietas y desniveles que bambolean las camionetas de lado a lado y entumecen hasta la columna vertebral más resistente. No es posible pasar de los 20 kilómetros por hora, pese a que es considerada la carretera principal de este municipio en el Bajo Cauca antioqueño.
Una realidad muy distinta aparece en los pequeños cruces que se desvían de esa vía cada tantos kilómetros: caminos perfectamente planos y transitables, de material rocoso y equipados con canaletas de desagüe, se pierden en el horizonte verde de arrozales y cacaotales.
“La zona rural de Cáceres estaba totalmente desconectada. El único acceso era en moto o en bestia. Pero ahora eso está cambiando: mire no más todas las fotos de estas vías nuevas”, cuenta José Espitia, un campesino y líder de la vereda de Alto Poncial, señalando un muro lleno de fotos de ‘antes’ y ‘después’ de una decena de caminos.
Cáceres es hoy un ejemplo de una solución, surgida desde la propia comunidad, para remediar una de las paradojas históricas del problema de las drogas en Colombia. Sin vías, cualquier cultivo con que campesinos sustituyan la hoja de coca está, a la larga, condenado al fracaso. Sin caminos no tienen acceso a mercados, sin mercados no hay plata para vivir y, sin plata, la tentación de la coca –que les compran casi en la puerta de la casa– se mantiene latente.
Eso es lo que la empresa Caminos, Puentes y Cauces, con sus 16 empleados, está intentando corregir. Solo que CPC –como la llaman con orgullo los cacereños– no es una empresa cualquiera: sus dueños y sus operarios son las propias comunidades rurales de este municipio a orillas del río Cauca, en una de las regiones históricamente más violentas de Colombia.
Una vía para revivir el campo
Resguardado por un sombrero de paja del sol bajocaucano, un campesino siega arroz en un empinado potrero a orillas de la flamante vía de Palmeras.
“Media hora me echaba solo para salir de la finca, porque esto era puro pantano. Y vea ahora: es solo un pasito. Esto sí es una autopista”, cuenta Enrique Osorio, de unos 60 años, tez oscura y manos gruesas como un cayo.
“Antes lo poquito que salía, por ahí dos lotes de arroz sin cáscara, tocaba llevarlo al hombro. Hoy le puedo montar 60 kilos a una moto, lo llevo a pilar y lo traigo de vuelta a la casa. Uno empieza a cultivar más porque ya tiene por dónde salir”, dice, señalando con su brazo las colinas que rodean su rancho de madera y techo de cinc. En esas laderas ya tiene, además del arroz, 3.000 palos de yuca y 5.000 de ñame.
Para Enrique, la vía representa el retorno a la tierra que lo vio crecer. Hace ocho años la dejó abandonada, después de que le asesinaron a dos de sus hijos y le desaparecieron a otro más. Tras años en Meta y Chocó, una sentencia de restitución de tierras le devolvió su finca y regresó acompañado de su nueva esposa. Este fin de semana vinieron a visitarlo desde Caucasia –por primera vez– su hermano, su mamá y otros nueve familiares, montados en un taxi bajito poco apto para la trocha de antaño.
Como a Enrique, estos caminos vecinales le están cambiando la vida a cientos de familias en este municipio a orillas del río Cauca, donde el 80 por ciento de la población vive en zonas rurales y una parte importante aún vive de la coca y la minería ilegal.
“Nada se cultivaba, porque ¿para qué? El flete valía 60 mil pesos y el precio de venta se quedaba en el flete. Por eso, la gente tenía coca”, cuenta Abisúa Molano, un líder comunitario de Cáceres que trabaja con la empresa como inspector vial y que, como cientos de familias cacereñas, vivió de la coca.
Las historias de horror sobre esas vías abundan: en su vereda de San Pablo –donde hoy ya hay una vía arreglada– cargaban a los enfermos en hamaca durante 10 horas, hasta llegar a la carretera secundaria para buscar un carro. Una noche, que una culebra picó a uno de los dos portadores, se demoraron casi el doble en llegar al pueblo.
“No es en Cáceres, no es en Caucasia, no es en el Bajo Cauca. Es en toda Colombia que usted quiere andar y las vías terciarias no existen”, añade Molano. Las cifras le dan la razón: de los 142 mil kilómetros de vías terciarias que tiene Colombia, Planeación Nacional estima que solo el 25 por ciento está en buen estado.
Ese es el motivo por el cual uno de los ejes del capítulo rural del Acuerdo de paz es impulsar las vías terciarias, que son las que permiten a los campesinos poder salir de sus fincas y poner sus productos en el pueblo. De hecho, el Acuerdo habla de que sean las propias comunidades quienes las construyan y mantengan, como hizo, con mucho, éxito Perú –donde hoy hay 495 microempresas de vías rurales–después de terminar su conflicto con Sendero Luminoso en los años 90.
La decisión de despedirse de la coca es, en gran medida, una cuestión de matemática. En la vereda de Anará – La Raya, donde está la primera carretera veredal que reparó CPC, hace unos meses un campesino tenía que pagar –por cada bulto de yuca– 10 mil pesos para llegar de su finca a la vía secundaria y otros 20 mil en moto hasta el pueblo. Una vez en Cáceres, recibía 50.000 pesos por bulto.
Ahora, con la vía, esa moto puede entrar hasta la finca y solo les cobra 20 mil por todo el trayecto. Esos 10 mil pesos de ahorro por bulto son la diferencia para que les cuadren las cuentas.
Esta infraestructura es clave para sustituir la coca en el Bajo Cauca, donde los cultivos se dispararon en 2016 y alcanzaron los niveles que tenían hace una década. Hoy la región tiene 15.617 hectáreas sembradas (o la décima parte del total en Colombia), casi todas concentradas en los municipios colindantes de Cáceres, Tarazá y Valdivia. Solo en Cáceres, calcula José Espitia, hay más de 1.000 familias en proceso de firmar acuerdos de sustitución con el Gobierno, en el marco del Acuerdo de paz.
El cálculo que hacen es que, para igualar los ingresos que da una hectárea de coca, se necesitan dos de caucho o tres de cacao. Y una primera condición para que funcione es que haya cómo sacarlos.
Campesinos con casco y overol
Si la mejoría de las vías terciarias es uno de los mayores reclamos de los habitantes de toda la Colombia rural, la pregunta del millón para ellos es quién las hará, dado que las autoridades suelen tirarse la pelota y pocas veces les resuelven su inquietud.
Para no ir más lejos, el cuidado de la destartalada vía de 86 kilómetros entre Cáceres y Zaragoza (que tiene categoría de carretera secundaria) le corresponde a la Gobernación de Antioquia, que –a pesar de los reclamos constantes de los cacereños– está por completo desentendida de ella y la arregló por última vez hace cuatro años.
Eso motivó a los campesinos de Cáceres a juntarse en diciembre de 2016 con la idea de encargarse de esa tarea y el sueño de que, cuando se materialice la promesa del Gobierno de invertir en estas vías rurales, puedan ser ellos –y no empresas de Medellín o Bogotá– las que hagan las obras.
Así fue como le dieron vida a Caminos, Puentes y Cauces con el apoyo de USAID, el brazo de cooperación del gobierno gringo. Con ella, nacieron otras dos empresas comunitarias de vías: Coovialco en Briceño, el municipio antioqueño donde arrancaron los planes piloto de erradicación de coca con las Farc, y Coovicom, en Valencia (Córdoba). La inspiración para las tres fue la Asociación de Mantenimiento Vial (AMVI), una empresa comunitaria que está construyendo vías en toda Bolivia, incluso autopistas de primer orden y en consorcios con multinacionales extranjeras.
- En Caminos, Puentes y Cauces (CPC) los socios, ejecutores y beneficiarios son las comunidades campesinas.
Para aterrizar su visión, los cacereños escogieron el modelo de las asociaciones público cooperativas (APC), una figura parecida a las conocidas asociaciones público privadas (APP), sólo que –en vez de que la segunda parte de la alianza sea una empresa privada– lo son las propias comunidades. Era un modelo que existía en Colombia para prestar servicios públicos como alcantarillado o recolección de basuras en municipios pequeños, pero que nunca se había usado para construir vías.
Ese esquema es el que les permite garantizar que las comunidades están involucradas en todo el proceso vial, escogiendo las obras más urgentes, poniendo la mano de obra y supervisando su cumplimiento.
Eso lo logran gracias a que todas las asociaciones comunitarias de Cáceres tienen voz y voto en CPC. Asocomunal, que reúne a las 64 juntas de acción comunal de las distintas veredas, tiene la presidencia. El municipio de Cáceres, en cabeza de su alcalde, ejerce la vicepresidencia y les prestó la casa al lado de la plaza donde montaron su oficina. Todas las organizaciones productivas –los cacaoteros, los caucheros, los ganaderos, los arroceros y la cooperativa de transporte– tienen asiento en los numerosos comités.
De la misma manera, casi todos sus 16 empleados son cacereños: el ingeniero civil, un inspector vial, cuatro operarios de máquinas, cuatro empleados de la fábrica, un promotor social, un contador, un analista financiero y una asistenta administrativa. El único externo es el gerente, que lleva casi una década viviendo en el Bajo Cauca.
Son, literalmente, todo terreno. Saben hacer tres tipos de obra: el mantenimiento de vías que ya existen, el mejoramiento de viejos caminos de herradura que estaban en mal estado y la reconstrucción completa de vías que estaban inutilizables. Todo esto con su propia flota de maquinaria: un buldócer bautizado Sansón donado por USAID, una motoniveladora y una retroexcavadora de llanta –que ellos llaman “pajarita”– entregada en comodato por la alcaldía; y una volqueta que les dio la Red Nudo de Paramillo.
Su primer experimento fue la vía de 4 kilómetros que va hasta Anará – La Raya, que estaba perdida entre el rastrojo y la maleza tras una década de abandono. Esa obra permitió que comenzaran a regresar 100 familias que se habían ido en épocas de violencia, cuando solo quedaron cinco hogares poblados en la vereda.
“Detrás de la vía, vino la luz. Porque, ¿cómo metía un carro de la luz con postes?”, dice Leonardo Herreño, el gerente de CPC. No es lo único que ha cambiado: cultivos como el cacao y el caucho se empiezan a ver en las veredes con vías y ya hay al menos siete piladoras de arroz en la zona rural de Cáceres, cuando antes solo existía una que le quedaba lejísimos a la mayoría de campesinos.
El secreto de CPC, dicen sus socios, es que han sido equitativos en escoger cuáles vías priorizan, aunque de todos modos las solicitudes pendientes exceden su capacidad financiera. Hasta ahora sus obras han beneficiado a 25 de las 64 veredas de Cáceres. Si les sale un contrato con el Gobierno, podrán arreglar las vías de otras catorce veredas de la zona de Piamonte y tienen como objetivo para el 2018 reparar las de las últimas 25 veredas de Manizales, hacia el lado de Córdoba
Las metas de esta microempresa de ingeniería, hecha por campesinos, son ambiciosas. Al cabo de cinco años, quieren arreglar todas las vías que identificaron en el diagnóstico inicial de Cáceres: 180 kilómetros que deben ser reconstruidos del todo, 100 kilómetros para mejorar y 86 para mantener.
Pero, para eso, necesitan plata. Hacer el mantenimiento, arreglando los caminos que ya tienen un afirmado y echando capas de material solo donde hay puntos críticos, cuesta 10,9 millones de pesos por kilómetro. Mejorar una vía, que implica nivelarla con material de afirmado, cuesta 42 millones de pesos el kilómetro. Y reconstruirla por completo, 54,7 millones de pesos el kilómetro.
El problema es que, aunque son un ejemplo perfecto del modelo consagrado en el Acuerdo de paz, hasta el momento no han logrado que el Gobierno nacional los mire.
Por ahora casi todo su trabajo se ha hecho gracias a la plata que les ha puesto la cooperación internacional. Otra parte la están costeando con la fábrica que crearon para producir el material que necesitan, que –gracias a la venta de adoquines, bloques de cemento y tubería de drenaje– ya les está trayendo ingresos adicionales. Finalmente, cuando no hay plata reparan vías con la ayuda de las familias locales, que les ponen el combustible y les ayudan a desherbar.
Esto porque, aunque Cáceres fue escogido como uno de los 51 municipios priorizados por el Gobierno para construir 50 kilómetros de vías terciarias con plata de regalías, seis meses después ellos no han oído nada sobre si su propuesta ha sido aceptada.
Al final, de que modelos como el de CPC salgan adelante dependerá, en gran medida, el éxito de la apuesta del Acuerdo de paz de sustituir las 146 mil hectáreas de cultivos ilegales de coca que hay hoy en Colombia. Esta es una gran alternativa para que más campesinos, como Enrique Osorio, sigan contando que “esta vía, a todos nos ha dado vida”.