¿Amnistía general o amnesia, General? | ¡PACIFISTA!
¿Amnistía general o amnesia, General?
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¿Amnistía general o amnesia, General?

Colaborador ¡Pacifista! - agosto 25, 2021

Fue el perdón que pide Santos por los falsos positivos lo que obligó a Uribe al contrasentido de hacer comparecer ante sí a la Comisión de la Verdad, para dar una versión que se vuelve contra él mismo.

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Por: Carlos Mauricio Vega

Uribe ya había propuesto una amnistía general, en 2018, cuando estaba en campaña para imponer un sucedáneo de sí mismo en la Presidencia, y además elegirse senador. El primer beneficiado de ese adefesio sería, desde luego, él mismo, con dos objetivos. Uno, el penal, porque su voluminoso expediente, que ya le costó un carcelazo y la pérdida de su curul de senador, quedaría borrado. El hecho de que los expedientes de los demás criminales de esta guerra desleal, sus rivales, queden borrados también, no es sino un precio barato de pagar para quien no sólo quiere conservar su poder incólume sino quedar en la Historia en un lugar diferente al indigno sótano.

Y el segundo objetivo es el histórico. Porque de eso se trata en realidad: de que el narciso que habita a Uribe, el Primer Huérfano del país, el hombre que sufrió la pérdida de su padre en esta guerra nueva y antigua y eterna de narcotraficantes y terratenientes contra guerrillas, le cobre su deuda a la Historia. Pero su megalomanía no es muy amplia: se reduce a saldar la principal de sus muchas rencillas personales, la que tiene entablada con su rival y antiguo correligionario Juan Manuel Santos.

Estoy convencido de que Santos no empeñó su capital político en busca de la paz sólo por razones altruistas, sino porque ya no aguantaba, en términos del gran capital internacional, tener de baldío un territorio tan rico en manos de fuerzas irregulares. Es necesario tenerlo pacificado para enajenarlo a las transnacionales mineras y agroindustriales, que de todas maneras ya están allí porque han pagado vacuna secularmente para explotar la altillanura, derribar la selva , manchar los ríos y agujerear los páramos. Que es lo mismo que quiere hacer Uribe y toda su corte de áulicos.

La diferencia entre Uribe y Santos radica ahora en que Santos reconoció ante la Comisión de la Verdad, en cabeza de De Roux, su responsabilidad personal y política en el caso de los falsos positivos porque se produjeron cuando era ministro de Defensa de Uribe. En contraste, Uribe no había tenido empacho un par de años atrás en justificar en público esos 6.402 asesinatos de Estado con su funesta frase de “no estarían cogiendo café”.

Luego de su comparecencia ante la Comisión, para la cual al contrario de Uribe puso condiciones de privacidad, Santos efectuó su petición pública de perdón por la responsabilidad que le cupiera en esos casos, independientemente de que hubieran sucedido o no a sus espaldas, es decir, sin su conocimiento. Eso está por verse, porque las espaldas de los políticos en en este país han resultado bastante anchas. Luego de la contrición pública de Santos, un periodista radial le preguntó a De Roux si Uribe debería pedir perdón también por los falsos positivos reconocidos por su entonces ministro. De Roux contestó que sí. Un rato después Uribe llamó a De Roux y se produjo una confrontación entre ellos. De esa llamada salió la decisión de Uribe de hablar, pero no compareciendo ante la Comisión de la Verdad sino haciéndola comparecer públicamente ante él.

Y eso nos conduce al momento actual, cuando De Roux, en un excelente gambito de comunicación, acepta los costos políticos de ir al terreno de Uribe, quien en su largo discurso del lunes pasado frente a tres representantes de la Comisión, se ve a gatas para negar hasta la existencia del conflicto armado. Así Santos le gana dos puntos más en este póker: el reconocimiento de los falsos positivos y el reconocimiento a la legitimidad de la Comisión. (Ver la importante entrevista de De Roux a Margarita Rosa de Francisco y Gonzalo Guillén, sobre lo que podríamos llamar en adelante El Encuentro de Llano Grande).

A eso se reduce todo. A hacer trizas la paz trabajada y firmada por Santos para que sea él, Uribe, el verdadero autor de la pacificación nacional, y de contera, lograr la impunidad. En sus términos, claro. Quiere invalidar de un plumazo lo actuado por Santos y construido por todos nosotros hasta ahora. Simplemente porque es producto de una derrota personal: porque no logró en 2010 ni en 2014 que su antiguo ministro de Defensa se convirtiera en extensión de su presidencia espuria (no olvidemos bajo qué vicios penales Uribe consiguió su reelección en 2006).

Tampoco olvidemos que fue bajo el mando de Santos, no bajo el de Uribe, que cayeron abatidas las principales figuras de las Farc, Jojoy, Reyes y Cano. Y porque Santos, títere con vida propia, pasó a la Historia con un premio Nobel y el crédito de haber logrado detener uno de los conflictos más complejos y antiguos del planeta. Lo cual no se hizo precisamente negociando: aun cuando fuera con la ayuda tecnológica norteamericana, que los sacó literalmente de debajo de las piedras, fue Santos quien descabezó militarmente al secretariado de las Farc y después se sentó a negociar. La sentencia histórica del proceso de paz no es la que pronunció Santos el día que firmó con Timochenko con un bolígrafo hecho de cartucho de fusil; fue la que pronunció Timochenko antes, luego de que vio caer a sus conmilitones uno por uno: “así no, Santos, así no”. Esa frase era toda una capitulación y fue después de ella que Santos sacó su sonrisa socarrona y ambigua para superar su nula capacidad oratoria y armar el tinglado que terminó en el Acuerdo de Paz.

Buena o mala gestión, fue lo que Santos, el hombre del Country Club y el London School of Economics, quiso y pudo hacer por su país. Lo que hizo Uribe fue sembrar el país de terror y sangre (con la colaboración de su ministro y entonces amigote, el cazurro Santos). Ahora, Uribe está dispuesto a desconocer, acomodar o forzar cualquier marco institucional, como ya lo hizo exitosamente con su tramposa reelección, con tal de torcerle el cuello al cisne de la Historia y quedar él como el artífice de la paz. Que en su caso se parecería a la de Morillo, el Pacificador español.

Uribe, desde ese punto de vista , reúne todas las características del típico caudillo latinoamericano: entra dentro de la tradición de Trujillo, Stroessner, los Somoza, el venezolano Pérez Jiménez y el mismo Chávez. Es autócrata, desconoce el orden constitucional y las instituciones diseñadas para tramitar la paz acordada como política de estado, y concibe el orden como una prolongación de sí mismo.

Su propuesta de amnistía general en esta segunda versión que además pisotea las instituciones, es pues, en primer lugar, una amnistía a sí mismo: la expresión máxima del dictador. Uribe ha petardeado sistemáticamente a las Cortes y al sistema judicial: sus seguidores en la administración han desconocido reiteradamente el espíritu de la Constitución. Y ahora se saca de la manga su viejo recurso de la teoría conspirativa, que tantas veces ha usado: sólo que esta vez resulta muy poco creíble especular que Santos y todos los demás testigos en el caso de los falsos positivos se autoincriminen sólo para inculparlo a él como responsable en calidad de exjefe de Estado.

En ese sentido, el juicio de Ricardo Silva Romero de “ni siquiera de viejo Uribe ha sido un hombre de Estado sino un defensor de sí mismo” se queda corto. Uribe es un simple finquero, un administrador de tierras como lo fueron los encomenderos de la Colonia y los hacendados caucanos del siglo XIX, que todavía anhelan el poder para segregar el país como si fuera Sudáfrica. Y eso no es ninguna sorpresa: está en la línea de lo que el olvidado sociólogo Fernando Guillén Martínez dibujó en su voluminoso estudio “El poder político en Colombia”, de los años 70, donde dice que somos una extensión del medioevo en la medida en que el país aún se maneja en una estructura hacendaria, derivada de la España anterior al Renacimiento, que fue la que nos conquistó.

Le faltó agregar (no podía saberlo, Guillén Martínez murió antes de verlo) que esa vetusta estructura iba a ser completamente repotenciada, transformada y redefinida por el narcotráfico.

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