A los ocho años de edad, conoció a James, el amor de su vida en el Chocó. Tuvieron cuatro hijos, una finca y animales. La guerra se cruzó y perdió a su primer bebé, el oído izquierdo y a James. Hoy vive en Bogotá y corre para resistir. Crónica de una atleta dos veces desplazada.
Por: Juan Miguel Hernández
Cristina Romaña es desplazada y atleta profesional. Tiene 40 años, un aborto, cuatro hijos, un par de medallas y un carrito de arepas. No escucha nada por el oído izquierdo. Vive desde hace 13 años en el barrio Egipto, en Bogotá, y todos los días se levanta a las tres de la mañana muerta de frío. A esa hora los perros ya no ladran y los niños que gobiernan la calle están durmiendo, drogados, en un rincón.
Aprovecha el silencio y la soledad de la madrugada para correr dos cuadras hasta un pozo comunitario que hace las veces de acueducto de los más pobres, y en un balde recoge agua para cocinar y para bañarse. Al principio corría a oscuras, por inercia; pero desde hace un tiempo, Sandra, su vecina, puso un bombillo que reemplaza el alumbrado público, y la ilumina en esta rutina inhumana que a fuerza de repetirse se ha convertido en parte fundamental de su entrenamiento.
Cristina es una negra descomunal. Hace manillas, vende chorizos, se baña con totuma y siempre sale de su casa con una pañoleta multicolor que le cubre la cabeza y le recuerda a sus ancestros. El baño de la casa no tiene paredes, es al aire libre. No tiene agua potable, ni energía eléctrica. Desesperada, le pidió a un señor que le conectara un cable de contrabando para poder escuchar música, pero el voltaje del alambre le quemó varias veces la nevera. En esas condiciones no se le ha ocurrido siquiera tener acceso a internet o televisión por cable.
En 2002 el Gobierno la reconoció como víctima del desplazamiento y de la violencia, pero hasta hoy no la ha reparado. Cada día combate la miseria con una sonrisa. Después de 10 años de aplazamientos y excusas, el Estado por fin le respondió: “…conforme con la caracterización efectuada por la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, se constató, que el evento de desplazamiento forzado declarado en el Registro Único de Víctimas, ocurrió en un término igual o superior a diez años antes de la solicitud realizada en esta petición (…) en consecuencia con la anterior nos permitimos informarle que no es viable acceder a su solicitud del componente de alimentación de la atención humanitaria de transición…”. Prácticamente, el Estado le prescribió el sufrimiento, pero Cristina todavía resiste. Corre.
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“Nací el 24 de julio de 1974 en el bajo Atrato. Mi familia es muy humilde. Mis padres son mamá Martina y papá Eustaquio. Soy la mayor de ocho hermanos. Fuimos desplazados por el río. La casa se volvió laguna. Llegamos huyendo hasta Quibdó. Vivíamos en la pobreza. Mi mamá empezó a trabajar de cocinera con el Gobierno. Teníamos hambre. Algunos días entrábamos a la cocina de su trabajo por detrás para que no nos vieran y comíamos a escondidas. Un día compramos una tierrita. Empezamos desde cero, pero no había ropa, estábamos medio desnudos, hacía falta el agua.
A los ocho años conocí a James y me fui de la casa. Era rubio, jugábamos a las muñecas y nos enamoramos. Crecimos juntos, después tuvimos hijos. Empacamos las maletas y empezamos a correr. Él tenía 10 años y me propuso que nos fuéramos a Mocoa a cultivar las tierras de su familia. Entonces nos escapamos. Llegamos y la finca era enorme, tenía 30 hectáreas. Empezamos a sembrar piña, banano, yuca, ñame y plátano. Éramos unos niños felices. Soñábamos tener una familia numerosa para trabajar la tierra.”
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“Eran las tres de la mañana cuando un grupo armado nos sacó de la finca. Era el año 2002. Nos quitaron las gallinas, los marranos y los ahorros. Cuando nos sacaron empezaron a disparar y yo me tiré por una montaña para salvar mi vida y la del bebé. Estaba embarazada. Quedé sorda por un oído. No alcanzamos a sacar nada, dejamos la ropa y los sueños. Nos tocó caminar con la pijama hasta el amanecer. Con la ayuda de una linternita atravesamos las montañas y después de tres horas llegamos a Mocoa. No teníamos plata pero los tres estábamos vivos.
No había alternativa, nos habíamos salvado de milagro, nos estaban buscando. Había que huir. Caminamos con la misma ropa durante semanas para poder llegar a Bogotá. Pasamos por Ipiales, por Pasto, por Popayán y por Cali. Nos vinimos echando dedo y pidiendo limosna. No teníamos reloj, ni nada. Uno pierde la noción del tiempo. Cuando llegamos tenía nueve meses de embarazo y Bryan se movía mucho.
Estaba cansada y enferma. James me llevó a la clínica El Guavio, me internaron y perdí el bebé. La clínica era terrible, yo creo que me pusieron un suero a toda presión y el bebé estalló. Al principio, me entregaron los exámenes y todo estaba bien, pero después dijeron que había fallecido. Duré como siete días con él adentro. Los médicos no hacían nada. Como no tenía plata, solo me pusieron pañitos de agua caliente. Estaba agonizando, había perdido el conocimiento. Me llevaron a la clínica Marly y ahí me sacaron el bebe. Un médico me recetó agua de rosas con una gotica de yodo para desinflamar las tetas. No teníamos nada. Volvímos al Chocó.”
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En 2005 Cristina regresó a Bogotá con tres niños para perseguir la ayuda humanitaria que el Gobierno le había prometido. Después de una fila de abogados de oficio y una serie de trámites infinitos, logró recibir una ayuda simbólica que llegaba cada seis meses y no alcanzaba para darles de comer. El 4 de noviembre de 2006 nació Keity, la menor, una morenita traviesa de ocho años que salta, sonríe y se boga el jugo mientras conversamos.
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“La situación era difícil, pero teníamos donde vivir. Llegué al barrio Egipto porque un día me senté en la parte de atrás de una iglesia a llorar y doña Blanquita, una señora católica, me llevó a la casa y me dijo: “Vea mija, ahí tengo un cuartico que es de sanalejo. Arréglelo y me ayuda en la casa”. Vivimos tres años allá y después, cuando James ya no estaba, me acogieron.
Mi James volvió a Mocoa para recuperar nuestra tierra y lo mataron. Lo amarraron a un árbol, le cortaron la cabeza y lo tiraron al río. Duraron 15 días para encontrar el cuerpo. Ahora el Gobierno dice que hay que retornar, pero yo no quiero volver, ¿para qué? ¿Para qué me maten? Quiero que me reparen aquí. La gente de Bogotá no es tan mala. Los del barrio son muy lindos. Son como mis hermanos, siempre están pendientes.”
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Cristina vive en una casita de cartón, madera y zinc que ella misma construyó. Su hija mayor está en el Chocó con la abuela, porque apenas se desarrolló las pandillas le echaron el ojo. Es una morena hermosa. Bryan, su segundo hijo, tiene 11 años y está internado en el Bienestar Familiar en un tratamiento de desintoxicación porque el año pasado probó la droga y empezó a parchar con una pandilla. Llegaba a la madrugada, agresivo y borracho. Cristina lo tuvo que llevar engañado al ICBF y espera sacarlo pronto, cuando tengan un lugar tranquilo donde vivir.
Sus dos hijas chiquitas, Brigith y Keity, están internadas en el Colegio La Veracruz, un convento de monjas que queda a un par de cuadras de su casa. Una entra a segundo y la otra, a cuarto. Les dan tres mudas de ropa cada diciembre, juguetes y pares de zapatos. Duermen allí de lunes a viernes, tienen aseguradas las tres comidas, aprenden y no les toca vivir tan de cerca el conflicto del barrio. El colegio es privado, pero a ella no le cobran nada. Solo le piden los útiles de aseo de cada año: papel higiénico, champú, traperos y cosas así.
El conflicto en el barrio Egipto es antiguo. La problemática es tan densa que los taxistas no suben y los policías no entran. Hay dos bandas que dirigen la vuelta, los de La Novena y los de La Décima; todos sus integrantes están armados y fumados. Incluso las mamás les dan pistolas a los pelaos para que se defiendan. Parece que el origen del conflicto fue un altercado familiar por un lío de faldas, pero eso fue hace rato. Ahora los muchachos ya no saben por qué pelean. A la disputa territorial se le ha sumado el micro-tráfico y la delincuencia. El barrio está dividido por fronteras invisibles.
La cosa funciona más o menos así: matan al padre, la señora tiene ocho hijos que crecen con odio y venganza, y cuando “son grandes” compran un arma para matar al que mató al papá, y así sucesivamente. Es un ciclo interminable, una cadena infinita.
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“Caliento el agua, me baño a totumadas y desayuno. Cuando las niñas están en la casa bajamos como a las cinco y media. Hace un frío tremendo. Las manos se nos congelan. Me pongo guantes y bufandas –Bogotá es la ciudad de la ropa: a uno no le dan plata pero sí ropa–. Dejo a las niñas en el colegio, bajo al Externado y corro hasta la estación de Transmilenio. Me cuelo por un ladito y voy a Corabastos a comprar arepas, chorizos y verduras. Regreso a la estación, me cuelo de nuevo y espero el J23 que me trae hasta Las Aguas. Ahora corro hasta la casa. Cuando llego, descanso, almuerzo, me quito los zapatos, traigo de nuevo el agua, como a la madrugada, y empiezo a lavar y a picar las verduras. Preparo las arepas y a las seis de la tarde salgo a vender los mejores chorizos de la ciudad.
También vendo arepas vegetarianas rellenas de verduras. Son deliciosas y baratas, entonces todo el mundo las compra y se acaban de una. Mis clientes preferidos son los hippies, la gente de la calle y los indigentes. A veces hago artesanías. Vendo manillas, aretes y collares.
Voy a Corabastos día de por medio, y los 40 chorizos y 40 arepas de queso que compro me duran dos noches. Entonces los otros días entreno. Subo a Monserrate trotando, tengo un grupito para hacer ejercicio. Cuando voy sola me demoro media hora subiendo y bajando. Es muy lindo. Me gusta respirar aire frío y puro. Voy al gimnasio del parque que es gratis y a veces tomo vitaminas. Soy muy organizada con el tiempo. Voy al médico y me alimento bien.”
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A través del deporte, Cristina resiste. En su juventud participó en muchas carreras en el Chocó y en el Putumayo. Además corrió varias veces la media maratón de Bogotá y de Medellín, ganó medallas de plata y de bronce en distintas competencias. El año pasado una amiga inglesa le mandó de regalo unos tenis con cámara de aire con los que entrena. Cuando se los pone se siente libre, parece que volara.
Algunos sábados va al parque Tercer Milenio y extiende una tela con la ropa usada que no necesita y se la regala a la antigua población del Cartucho, que sigue dando vueltas por ahí. Antes la vendía y llevaba una platica a la casa, pero como ahora la policía no deja, decidió regalarla. Vuelve sin ropa y sin plata, pero tranquila. Afirma que siempre hay gente que está peor que uno y reconoce que lo poco que tiene es gracias a la solidaridad y al cariño de los demás.
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“Tengo muchos amigos extranjeros que me dicen que por qué no me voy del país. Que seguro en Francia, en Irlanda o en Brasil me dan una casa digna para que pueda vivir con mis cuatro hijos. Pero no es tan fácil. Uno es de donde nace y de donde crece. Empezar de cero, sin conocer a nadie y sin saber el idioma, es muy difícil. Además, yo amo a mi país. A pesar de que he sido estropeada y me han pisoteado los derechos, yo quiero vivir en Colombia. Amo a mi tierra, amo el Chocó. Amo la gente, las montañas y el chontaduro.
Los peinados que les hago a mis hijas los llevo en la sangre Afro. Representan los caminos a la libertad. El Chocó todavía no está limpio de la esclavitud, pero no todos tenemos que llevar la cadena que nos han impuesto. No tenemos que aguantar ni el dolor, ni la miseria. Sin embargo, el día que no trabajo, ese día en la casa falta todo. Falta la plata y la comida. El día que me quede dormida no comen mis hijos y no tengo con qué comprar las cositas para vender.”
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Cristina guarda en una carpeta blanca enorme, como si fueran un tesoro, todos los certificados inútiles, los registros estériles, los trámites inconclusos, los derechos de petición, los exámenes médicos, las fotos, las firmas, los cheques sin fondos y toda clase de papeles que demuestran el calvario que ha tenido que soportar en las distintas instituciones jurídicas del país.
Ahora solo necesita un sitio digno donde descansar. Porque los viernes, cuando las niñas salen del colegio y duermen en la casa, le da miedo que se queden solas. Le toca dejarlas encerradas, con una tranca de madera, una cadena, un candado y un chuchillo, que parece un machete, por si alguien se intenta entrar por el techo.
Cristina sonríe y me recuerda que lo único que pide es una casa para vivir tranquila con sus cuatro hijos y una inscripción a la próxima media maratón de Bogotá.
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