Rayo, un jabón que nació de la violencia de las Farc y los 'paras' | ¡PACIFISTA!
Rayo, un jabón que nació de la violencia de las Farc y los ‘paras’
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Rayo, un jabón que nació de la violencia de las Farc y los ‘paras’

María Flórez - agosto 21, 2016

En San Diego (Caldas), una asociación de desplazados creó una fábrica artesanal para ayudar a su pueblo a superar los ciclos de violencia.

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La casa de Nery también es una fábrica artesanal de jabón. Foto: Santiago Mesa

El día en que Nery Arcila volvió a su casa, construida sobre una calle empinada del corregimiento de San Diego, en Samaná (Caldas), no encontró agua, ni luz, ni puertas. Sólo quedaban paredes con huecos de bala y una que otra teja. Dos años antes, se había ido con su familia para La Dorada, una ciudad calurosa a orillas del río Magdalena conocida como el “corazón de Colombia”.

En 2005, los paramilitares de Ramón Isaza le dieron una hora para abandonar su pueblo. Junto a otros 180 desplazados se instaló primero en un colegio, donde aguantó hambre, sed y calor. Luego recibió una donación de la Iglesia católica, que usó para montar una tienda en un barrio popular.

Nery trabajó dos años en un pequeño local ataviado con pedazos de madera, hasta que se cansó de la temperatura doradense, que puede superar los 40 °C. Entonces, decidió regresar a San Diego, donde no quedaba nada del próspero negocio de billares y comidas rápidas que administraba antes de abandonar su casa.

La laguna de San Diego hace parte de un viejo volcán. Foto: Santiago Mesa

A su regreso, a fuerza de fe y del apoyo de otros hombres y mujeres del campo, levantó una fábrica artesanal de jabones, que hoy se venden con éxito en los comercios de San Diego y Norcasia.

El tiempo de la coca

Las Farc llegaron a San Diego, corregimiento de Samaná, a finales de los 90. Allí se instaló el frente 47, comandado por Elda Neyis Mosquera, alias “Karina”. Cuentan los campesinos que, en esa época, “Karina” se daba el lujo de lanzar discursos desde los balcones que daban a la plaza central, advirtiéndoles que no podían abandonar el pueblo. A veces, en esa misma plaza, cuando terminaba la misa del domingo, los hombres de “Karina” mataban “delante de todo el mundo”.

Rápidamente, las Farc se apoderaron de San Diego. La lideresa comunitaria Diana Ocampo dice que el lugar se transformó en escasos dos años. En 2002, cuando ella volvió de Chile luego de un voluntariado, fueron las Farc las que la recibieron a orillas del río La Miel, varios metros montaña abajo del centro del corregimiento. Camino a su casa se enteró de que la guerrilla secuestraba, extorsionaba, controlaba las comunicaciones y manejaba buena parte del negocio de la coca. También, que varios de sus conocidos se habían convertido en guerrilleros.

San Diego queda a poco más de una hora de La Dorada. Foto: Santiago Mesa

Algunos textos académicos[1] explican que las Farc se fortalecieron en Samaná gracias a la crisis del sector cafetero y al escaso control de la zona que tenía el Gobierno. Los campesinos del pueblo, que en buena parte se dedicaban a sembrar café, tuvieron que soportar el fin de un pacto con el que los países productores de todo el mundo fijaban las cuotas de exportación y mantenían los precios internacionales del grano. La terminación de ese acuerdo, en 1989, puso en aprietos a los productores de todo el país, pero particularmente a los pequeños y medianos, como los de Samaná.

La liberalización del mercado también debilitó a la Federación Nacional de Cafeteros, que se encargaba de comprar las cosechas, prestar asistencia técnica e invertir en infraestructura. En la década de los 90, la economía cafetera de Samaná fue víctima de la caída de los precios, la reducción del papel de la Federación, la falta de vías, las plagas y los excesos de lluvias. La gente se empobreció y “Karina” empezó a promover el cultivo de hoja de coca.

Nery cuenta que cuando llegó a San Diego desde Argelia (Antioquia), de donde fue desplazada por las Farc, se dio cuenta de que en el pueblo “todo el mundo tenía su ‘coquera’”. Ella también sembró la hoja, luego de haber perdido 72 hectáreas de tierra, ganado y sembrados de café, yuca, plátano, frijol y maíz, por culpa del desplazamiento.

San Diego queda a poco más de una hora de La Dorada. Foto: Santiago Mesa

En una resolución de 2003 titulada La crisis cafetera y las fumigaciones en el departamento de Caldas, la Defensoría del Pueblo reportó que “en Caldas los cultivos de coca se localizan principalmente en los municipios de Samaná, Pensilvania y Norcasia, y en las zonas de San Diego, Berlín y Florencia”.

El mismo informe dice que, para la época, Samaná tenía sembradas 700 hectáreas de coca y laboratorios de procesamiento, lo cual generó una bonanza que triplicó el número de habitantes de San Diego y generó alzas en los precios de las tierras. Según Nery, en ese entonces no se podía vivir en el centro del pueblo, porque “los arriendos estaban por las nubes”. Otros pobladores cuentan que campesinos sin tierra se dedicaban a jornalear en las ‘coqueras’, donde ganaban el doble que en las fincas cafeteras. Entre risas, dicen que los únicos pobres eran los que no sembraban coca.

La explosión de riqueza y el fortalecimiento de las Farc atrajeron a las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, al mando de Ramón Isaza. Iniciando la década del 2000, los paramilitares llegaron a San Diego y, con ellos, la guerra a muerte por el control del pueblo.

El tiempo del silencio

La gente de San Diego aún tiene fresco un recuerdo de diciembre de 2001. Dicen que, en plena misa, una mujer le trajo una razón al cura: las Farc ordenaban desocupar el pueblo. Cuando intentaron salir, los ‘paras’ no los dejaron. Los primeros, que dominaban la zona rural, querían el espacio libre para combatir, mientras los segundos, que estaban en el área urbana, necesitaban gente como escudo. El combate se hizo, con el pueblo habitado, y luego vinieron muchos otros.

Nery Arcila (izq.) y Mariela Rendón. Foto: Santiago Mesa

José Eliécer López lleva 22 años atado a San Diego. Es de Bolivia (Caldas), pero llegó a Samaná cuando sus papás compraron una finca en la zona. Así relata lo que vivió en esa época: “Nosotros vivíamos allí abajo en la casita y a cada rato teníamos que bajarnos a la carretera, que había dos barrancos. Y eso voleaban plomo del lado de allá y del lado de acá. Y dele, unos de pa’ allá y otros de pa’ acá. No veíamos a nadie, pero eso silbaban esas balas muy feo. Nosotros esperábamos con la familia que pasaran esos tropeles tan bravos, y volvíamos y nos subíamos pa’ la casita. Parecíamos unos locos ya, no sabíamos ni qué hacer”.

Diana Ocampo también sufrió la disputa. En la finca de sus padres, ubicada en un cerro triangular que domina el horizonte de San Diego, guerrilleros y paramilitares tomaron posiciones. Uno de sus familiares, como muchos otros campesinos, fue rotulado injustamente de pertenecer al bando contrario por los dos grupos armados ilegales. Ella recuerda que el simple hecho de trabajar en determinada finca o vereda era razón suficiente para recibir un calificativo.

Nery, en cambio, recibió amenazas de las Farc por venderle comida y arreglarle uniformes a los militares. Un día, cuenta ella, “por esa ventana me cayó una boletica, donde me decían: ‘le damos dos días para que se vaya o le ponemos una granada a esa casa’”. Cuando les dijo a los soldados que no volvieran, porque la ponían en riesgo, le contestaron que pusiera una denuncia. Pero, “¿cuando eso quién hablaba?, ¡más rápido se moría uno!”.

José Eliécer López (izq.), su hijo y Mariela Rendón. Foto: Santiago Mesa

Nery decidió quedarse, incluso cuando un niño que ella cuidó en Antioquia, ahora convertido en adolescente, le dijo en el mercado de San Diego: “Mire, doña Nery, yo a usted la quise tanto… porque usted fue para mí como una mamá. Pero usted me va a guardar un secreto, porque si esto lo logra saber mi comandante yo me muero ya. Vea, doña Nery, yo no quiero que le acaben su familia. Váyase hoy mismo de esa casa, porque esta misma noche le van a hacer una visita. Yo pertenezco a las Farc”. Nery insistió en quedarse y dormir en la casa cural para que no la mataran, hasta que dos semanas después desafió a un sargento y los ‘paras’ le dieron una hora para irse del pueblo.

Según un informe del Observatorio del extinto Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la Vicepresidencia, la presencia dominante de organizaciones armadas ilegales en Caldas hizo que el Ejército y la Policía incrementaran su accionar desde 2003. Entre ese año y 2006, Samaná concentró el 27% de muertes ocurridas en enfrentamientos en todo el departamento.

La disputa por el territorio obligó a mucha gente a irse del pueblo. José Eliécer se pregunta: “¿Quién se iba a quedar sabiendo lo que estaba pasando? Le hacían dar miedo a uno. ¿Nosotros qué hacíamos? Pensar y sufrir”. Él y su familia se fueron para Norcasia, otro municipio de Caldas, el día en que recibieron un papel con el que les pedían “desocupar el área”. Perdieron gallinas, piscos, patos, plataneras y yuqueras, y José tuvo que jornalear para comer: “En esa finquita de nosotros había mucha comida, gracias a Dios, y nos tocó irnos a aguantar hambre. Los que gozaron fueron los otros (armados), porque ahí en la casa desplumaban las gallinas y se las comían”.

En la habitación de Nery hay huecos causados por las balas. Foto: Santiago Mesa

Luis Alfonso López, que vivía cerca al casco urbano de Samaná, también lo perdió todo: “En ese tiempo llegaron la guerrilla y los paramilitares, y ‘desocupen o no respondemos’. Nosotros teníamos fincas, ganado, cerdos, gallinas, perros, de todo. Nos dejaron sacar la ropita, los niños, y hágale. En ese tiempo reinaba el silencio, nadie hablaba de nada con nadie”.

Entre 2003 y 2006, de acuerdo con el Observatorio, el 60% de los desplazamientos masivos de Caldas ocurrieron en Samaná. En 2003 salieron del pueblo 3.782 personas; en 2004, 482; en 2005, 8.012, y en 2006, 94. Los campesinos cuentan historias de desplazamientos al menos desde 2001. En algunos casos, la Cruz Roja Internacional los ayudó a salir de la zona.

El tiempo de volver

En distintos tiempos, cuando había disminuido la violencia y la pobreza o el clima eran insoportables, la gente empezó a volver a San Diego. No encontraron casi nada de lo que dejaron y estaban endeudados, pero tenían tierra propia. Nery regresó a su casa ahuecada por las balas y consiguió empleo como aseadora del colegio. Para pasar el tiempo, se reunía a jugar parqués con otras mujeres en una esquina del pueblo, hasta que dijo: “Muchachas, esto no es nada productivo, ¿por qué mejor no hacemos una asociación?”.

La bodega con los insumos para preparar jabón y otros productos de limpieza. Foto: Santiago Mesa

Casi ninguna sabía lo que era, pero Nery lo había aprendido viendo Canal Institucional. Cansada de lavar baños, les propuso crear una asociación de lombricultivos. Iban todos los jueves a La Dorada a recibir un curso acelerado, aunque para pagar el transporte les tocaba empeñar sus celulares y “hacer empanadas y buñuelos para poder reclamarlos”.

Los cultivos de lombrices no resultaron. Exploraron otras alternativas y, como una de las mujeres sabía hacer jabón, decidieron emprender ese camino, bajo la idea de que los productos de aseo son rentables. En 2008, el grupo fundó la Asociación Sol de Oriente, tomó cursos en el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) y le pagó a un químico para mejorar la técnica. Aun así, les costó encontrar la fórmula, hasta que una monja les enseñó los detalles.

Con pocos recursos, la Asociación fue adecuando la casa de Nery para preparar jabones azules para lavar la ropa. Así, creó el jabón Rayo, que se elabora de manera artesanal en canecas de plástico y pequeños moldes de metal. Para ser competitiva en un mercado dominado por pocas marcas, la Asociación decidió agregarle a los jabones algunas plantas para cuidar la piel, reducir los precios y crear un producto multiusos, que también sirviera como blanqueador.

Los jabones se secan y se venden en la parte frontal de la casa. Foto: Santiago Mesa

Nery dice que la Asociación sólo puede estar integrada por desplazados: “Nosotros sabemos lo que se sufre en los desplazamientos. Siempre pensando en construir paz, hemos creído que debemos ayudar a las personas más necesitadas. A los desplazados la guerra nos ha dejado cosas muy horribles. La pobreza, la miseria. Las fuerzas de nuestra juventud, nuestro trabajo… todo se lo llevó la guerra. Por eso el epicentro de la Asociación ha sido aquí en San Diego, un pueblo que tiene unas necesidades muy sentidas, como las de nosotros, los desplazados, que no teníamos un ingreso para sostener nuestras familias”.

Con la ayuda del Programa de Desarrollo para la Paz del Magdalena Centro y una pequeña financiación de Prosperidad Social, la Asociación ha podido mejorar los procesos y hacer, además de jabones, ambientadores, blanqueadores y aromatizantes para pisos. El jabón Rayo se vende en San Diego y algunos pueblos cercanos, pero la falta de maquinaria y moldería les ha impedido incrementar la oferta y tener ingresos fijos.

Para sostenerse, los integrantes de la Asociación deben hacer otros trabajos. José Eliécer, que se vinculó recientemente, fumiga, ‘guadañea’ y ordeña vacas ajenas, mientras Mariela Rendón, una de las fundadoras, vende arepas y empanadas en el pueblo. Ella dice que “estamos contentos porque vamos a salir adelante, aunque todavía no hemos sacado de aquí ni pa’ comernos una libra de arroz”.

Empaque provisional del jabón Rayo. Foto: Santiago Mesa

Además de incrementar sus ingresos, los asociados sueñan con “generar empleo en el territorio” y ser fuente de ejemplo para que los jóvenes tengan “visión empresarial”, quieran permanecer en la legalidad y ayuden a mejorar la calidad de vida de la gente de San Diego. Los armados y sus crímenes todavía rondan las montañas, pero ahora, al menos, hay esperanza.

[1] Ver: Acero, C. (2016). Crisis cafetera, conflicto armado y cultivos ilícitos en el oriente caldense: el caso de Samaná. Revista de Sociología y Antropología: Virajes, 18 (1), 47-85.