Grandes redes de contrabando utilizan el diferencial cambiario entre Colombia y Venezuela para enriquecerse. Bandas criminales, guerrillas y algunas autoridades también sacan su parte.
El río Táchira ha sido durante décadas una barrera difusa entre Colombia y Venezuela. Ese río es el mismo caudal que fue escenario de las imágenes que hace apenas unas horas mostraron a cientos de personas que cruzaban la frontera cargando lo poco que alcanzaron a rescatar.
Es la frontera misma. El río es un límite natural que la gente a ambos lados ha sorteado siempre sin pasar por los controles oficiales, sin sellar sus documentos en los puentes que lo cruzan y que hoy están bloqueados por barricadas de alambres de púas custodiadas por la Guardia Nacional Bolivariana.
¿Paramilitares?
El gobierno venezolano ofreció una explicación simple para una decisión compleja. Según dijo el propio presidente Nicolás Maduro, la declaratoria del estado de excepción en los municipios fronterizos busca proteger a su país de la amenaza del paramilitarismo colombiano.
Esa idea en principio sonó anacrónica porque la palabra “paramilitares” parece haber entrado en desuso en Colombia, por lo menos en el discurso oficial, desde la desmovilización de las autodefensas durante el gobierno Uribe.
Además, las razones han sido tomadas a la ligera y se diluyeron en medio de la indignación que generó la violencia contra cientos de colombianos que, pese a llevar años del lado venezolano, fueron deportados en medio de agresiones o tuvieron que salir corriendo para evitarlas.
Pero lo cierto es que el cierre –y los atropellos que vinieron después– se ordenaron luego de que tres uniformados venezolanos quedaran heridos en una emboscada durante un operativo contra el contrabando. Los responsables, que fueron capturados, son colombianos, dijeron las autoridades de ese país.
Y aunque puede sonar absurdo que el presidente vecino diga que Venezuela es el último resguardo de paz que les queda a los colombianos, lo que sí es cierto es que el contrabando de gasolina, alimentos, productos de aseo y materiales de construcción, entre muchos otros elementos, es controlado por bandas criminales que surgieron a este lado de la frontera.
Cristian Herrera, reportero del diario La Opinión de Cúcuta, explica que la dinámica del contrabando en la zona de frontera implica tanto a mafias organizadas que mueven grandes volúmenes de mercancía, como a personas o familias que traen productos que adquieren a muy bajo costo en Venezuela y los revenden en Colombia, para aprovechar la diferencia en el cambio.
Las cuentas, por solo poner un ejemplo, indican que una pimpina de gasolina legal en Bogotá o Medellín rondaría los $50 mil, en Cúcuta valdría $28 mil, y en Venezuela costaría máximo el equivalente a $2 mil. Entonces, en cualquier municipio del lado colombiano esa pimpina de contrabando podría ser comercializada en aproximadamente $18 mil, lo que les deja a las mafias una ganancia de $16 mil por unidad. Eso, en volúmenes como los que se mueven en las “caravanas de la muerte” –hasta 40 camiones cargados con gasolina de contrabando– representa un negocio millonario.
Pero el asunto no se reduce solo a la gasolina. Según Herrera, en la zona de frontera de los municipios de Cúcuta y Villa del Rosario se han detectado más de 80 trochas que son utilizadas para el tránsito cotidiano entre ambos países, pero también para el contrabando.
Tanto en las carreteras, por cuenta de la gasolina, como en esos caminos improvisados, entran en escena las bandas criminales de “Los Urabeños” y “Los Rastrojos”. Son esas estructuras las que ejercen el papel de aduana y cobran impuestos a los contrabandistas. Esa es una de sus rentas fundamentales en la zona de frontera.
“Las bandas criminales controlan las trochas y la gente sabe que, si no paga, la matan. Ayer se entregó un comandante de ‘Los Urabeños’, del bloque Frontera. Él me decía que ellos controlaban el contrabando con los pelados que se sentaban en las trochas a recibir el billete”, cuenta el periodista.
Pero ese intercambio tiene matices, pues no son solo los colombianos quienes se benefician de la porosidad de la frontera y del diferencial cambiario que representa ganancias astronómicas. “Esas grandes mafias dedicadas a traer productos de Venezuela le pagan a la Guardia y a la Policía venezolana. Hay unos retenes establecidos antes de pasar la frontera y es ahí donde le pagan a lo que ellos llaman los ‘payasos’, que son los que reciben el dinero. Utilizan claves. Entonces, si usted es contrabandista, y no tiene el santo y seña, le quitan lo que lleva”, dice Herrera.
Además, el interés por ocupar el territorio de frontera, dividido apenas por el río, ha llevado a que los integrantes de las bandas criminales se muevan por la zona con relativa libertad, sin importar a qué lado se encuentren.
Por eso, explica el reportero, el gobierno venezolano no dice mentiras cuando afirma que delincuentes colombianos hacen presencia en ese país. Sin embargo, lo que no reconocen es que no solo conviven, sino que negocian con sus autoridades, las mismas que hoy demuelen los ranchos de los colombianos con el argumento de que están defendiendo de los “paramilitares” a la revolución bolivariana y a la soberanía venezolana.
“Uno sabe que las bandas criminales están allá –dice el periodista–, pero cobijadas por sus propios organismos de seguridad. ‘Urabeños’ y ‘Rastrojos’ se dividen el negocio por territorios. Hacen mucha presencia porque uno está de este lado, cruza un hilito de agua, y ya está en Venezuela”.
“La frontera es un concepto”
Edilberto Narváez, sociólogo de la Universidad Nacional, quien vivió varios años en la zona del Catatumbo y desarrolló parte de su trabajo académico en la región, explica que también en ese punto de la frontera se evidencia el impacto que han tenido las guerrillas, luego los paramilitares del bloque Catatumbo y las bandas criminales, en la dinámica de comercio e intercambio entre Colombia y Venezuela.
En el Catatumbo confluyen las Farc, el ELN, el reducto del EPL que comanda “Megateo”, “Los Urabeños” y “Los Rastrojos”. Cada organización, a su modo, explota el territorio y saca provecho del petróleo, del contrabando, pero, sobre todo, del narcotráfico.
“La producción de coca es enorme y muchas de las fincas que fueron quitadas a los campesinos se dedicaron de forma exclusiva a ese cultivo. Tienen una frontera muy grande para que puedan trabajar estas mafias”, dice Narváez.
Y ese mismo despojo del que habla explica en buena medida la cantidad de colombianos que se asentaron al otro lado de la frontera. Citando datos del Cinep, el sociólogo asegura que en solo 10 años, a principios de la década del 2000, se contabilizaron cerca de 49 mil desplazados que decidieron cruzar hacia Venezuela para escapar de la guerra.
Según dice, los mayores picos de ese desplazamiento se dieron entre 1999 y 2004. En ese periodo, cientos de paramilitares llegaron a la zona desde otras regiones del país e hicieron el grito fundacional del bloque Catatumbo a punta de masacres sistemáticas.
Fue así como se consolidaron grandes barrios de colombianos, muchos de ellos desplazados, en los municipios venezolanos de frontera. También como se formaron lugares como “El Cruce”, un pequeño caserío, también del lado venezolano, en el estado Zulia, cuyo nombre atribuye Narváez a la cantidad de “cruces” ilegales, orquestados por colombianos, que incluyen narcotráfico, contrabando y explotación sexual.
Lo que sucedió luego de la desmovilización de los paramilitares fue un reacomodo de fuerzas que trajo consigo la situación que enfrenta hoy esa zona de Norte de Santander. Según dice el académico, “hay un rompimiento de la legalidad con el aval de las autoridades de un lado y del otro. Una dinámica de negociación grandísima de las mafias, que ha ayudado a que las autodefensas o las bacrim de ahora puedan refugiarse a uno u otro lado de la frontera, y lo mismo pasa con la guerrilla”.
Y todo ocurre en un límite entre dos países que los habitantes de la zona, legales e ilegales, no entienden como una barrera política ni económica. Los puentes simbolizan el gran intercambio comercial, cada vez más diezmado. Pero bajo ellos, por los ríos Táchira y Catatumbo, se mueve la vida de quienes son de aquí y de allá al mismo tiempo porque, como como dice Narváez, “la frontera no es más que un concepto”.