OPINIÓN Falta mucho para la paz. Pensamos que ganaríamos esta, pero la tierra sigue siendo redonda.
Columnista: José Antequera
Durante el tiempo en que nos dedicamos a hacer campaña por el SÍ me fui convenciendo de que quienes promovíamos esa opción estábamos asumiendo una responsabilidad muy grande. Ganando o perdiendo teníamos que responder, sobre todo, a muchas personas jóvenes con quienes nos estábamos embarcando en el oficio de creer.
El punto de partida de esta situación está lejos en la memoria, como siempre. En síntesis, la historia del conflicto ha sido también la historia del intento fallido por posicionar una mentalidad: una forma de ver la vida, el país y el mundo siempre incoherente, únicamente funcional a intereses de momento en el marco del interés compartido de quienes han gobernado el país, declarándose guerras que pelea el pueblo a su sueldo. El conflicto es, entre otras cosas, la prueba de la falla.
Más cerca de mi generación están los años determinantes que van desde la elección de Pastrana a la presidencia de Uribe, que no están juntos ahora por casualidad. Pastrana puso el plante de una farsa de proceso diseñado para acumular fuerza militar y motivos de anti-subversión y a Uribe le tocó cosechar los frutos. Propuso la tal doctrina de la Seguridad Democrática que se puede ver igualita en los generales centroamericanos responsables de genocidios (¿Será por eso que habla tanto de El Salvador?)
Uribe negó el conflicto, planteó legalización e impunidad consecuente para los supuestos defensores de la democracia contra el “terrorismo” e hizo todo lo posible por determinar el modo de tratamiento a las guerrillas: las llamó Grupos Armados Organizados al margen de la ley, para equipararlas al paramilitarismo y ofrecerles lo mismo, pero distinto: un acuerdo de desmovilización, a lo sumo, pero jamás una agenda de negociación con cambios y mucho menos con la vinculación del Estado como responsable de crímenes de lesa humanidad.
El proceso de diálogos con las Farc propuesto por el presidente Santos ha estado lleno de sorpresas, sin duda, y Uribe fue el primer sorprendido con el viraje. Pero salió adelante hasta concretar el mejor acuerdo posible porque se juntaron todos los factores: sobre todo, la voluntad de una guerrilla con un plan para convertirse en fuerza política que viene decantándose desde que el presidente Turbay propuso por primera vez unos diálogos de paz, subyacente a la opción de ofensiva militar que resultó derrotada.
La sorpresa para el mundo fue la decisión de convocar a un plebiscito como mecanismo de refrendación popular después de cuatro años de diálogo, por todas las contradicciones que supuso: se desechó la propuesta de la constituyente, y se escogió una vía compleja y falible que relativizaba el mandato dado en la última reelección presidencial, asumiendo que se necesitaba un nuevo instrumento de legitimación a pesar de que todo estuviera jugado.
Ya entrados en gastos decidimos hacer campaña por el SÍ, intentado superar esas contradicciones y enfrentando nuevas dificultades.
Fue muy difícil desligar el voto del plebiscito de la aprobación al presidente. Y más difícil fue enfrentar las mentiras del uribismo, que tenían más pegue que nuestras verdades porque se sustentaban en esa larga historia de la política antisubversiva y en la estrategia ejecutada en los tiempos de la Seguridad Democrática. Aún más, la de Uribe fue una campaña sucia de laboratorio para ponerle al pueblo a elegir entre Dios y el diablo, mientras se quejaban para que no se dijera que el derecho a la paz estaba comprometido sin pensar en las víctimas cuya imagen usaron a su antojo para promover su mensaje hipócrita contra la impunidad.
El recurso del expresidente Gaviria, líder destacado del liberalismo dubitativo y ambivalente que nos comanda, no funcionó. La idea de que la victoria del No significaba regresar a la guerra, chocaba con las demostraciones reiteradas de las Farc afirmando su decisión de acabar con la guerra y convertirse en un partido político. La idea de que el SÍ sería progreso y desarrollo, a pesar de las políticas actuales del Gobierno, no se la creyó una buena parte de la sociedad colombiana.
A un día del plebiscito, hay algunas cosas claras. Santos no puede desconocer a la mitad del país que votó que SÍ, ni a la fuerza moral de las víctimas, que no necesita ser mayoría para tener que ser considerada. Timochenko y las Farc están jugados con un acuerdo de solución política. Y Uribe, que es el menos loco de los uribistas, sabe que no tiene el poder para renegociar ni para bombardear, y tampoco puede tener certeza de que la votación del No sea suya. Podría uno pensar que le toca inventarse un acuerdo nacional al que le pueden colgar muchas cosas pero cuyas características siguen teniendo que tener en cuenta la existencia y fuerza de todas las partes involucradas en el problema de la paz en Colombia, incluida la comunidad internacional (la de la Cruz Roja y la del Banco Mundial).
Así que esta no es ni una victoria ni una derrota. Es una situación de crisis. No conozco ahora mismo las respuestas ni las salidas y también me cuesta pensarlas porque todos estamos elaborando el momento. Sin embargo, en una situación donde estamos ante todos los riesgos y todas las oportunidades existe la virtud de que la vía militar, incluso para el ELN aún en armas, se ha ido clausurando al punto de impedir al propio uribismo defender cualquier cosa que no esté en el campo de las soluciones políticas.
Los instrumentos en ese campo son muchos. Inmediatamente está el balbuceo que parece que mantendrán los del Centro Democrático hasta 2018 para volver a repetir el método de volver a poner a un macho de discurso duro en medio de la desestabilización. Veremos qué surge la mesa de La Habana que se vuelve a reunir, y si coge fuerza una constituyente en la que han confiado algunos más que otros. Lo cierto es que no nos podemos quedar quietos ahora.
Falta mucho para la paz. Pensamos que ganaríamos esta. Pero la tierra sigue siendo redonda.