Natura o cultura, el eterno dilema de nuestra violencia | ¡PACIFISTA!
Natura o cultura, el eterno dilema de nuestra violencia Esta columna forma parte de nuestro proyecto #NiUnMuertoMas, de la estrategia latinoamericana de reducción de homicidios Instinto de Vida de Open Society Foundations e Igarapé.
Leer

Natura o cultura, el eterno dilema de nuestra violencia

Colaborador ¡Pacifista! - mayo 19, 2017

OPINIÓN | La neurociencia puede darnos pistas a la hora de entender lo que lleva a las personas a matar a otras.

Compartir

Homicidios, asesinatos en serie, masacres o cualquier otra modalidad en la que un ser humano, o varios, terminan con la vida de otros, nos llevan a hacernos una pregunta: ¿Por qué los humanos asesinamos? El mundo de hoy impulsa el valor de la diversidad y afirma la importancia de respetar las distintas culturas, religiones, naciones e historia; en últimas, pensamos distinto. Diferentes, sí, siempre y cuando mantengamos normas y toleremos lo que nos distingue. Oír al otro, ayudar y tener compasión por el otro, así como defender lo propio, involucra seguir reglas básicas, como el respeto por la vida ajena.

Sin embargo, hay límites imprecisos que van desde la ficción hasta la realidad. Podemos matar a muchos en un videojuego, manteniendo presente la diferencia de la realidad y ficción, y en ese mundo imaginario los puntos se los lleva quien mata en menor tiempo. Esperemos que también existan juegos donde se ganen puntos por no matar. También mirando una película tomamos partido y sufrimos si el aliado muere y nos alegramos si el que consideramos malo sufre. “Que sufra para que aprenda”, podemos exclamar, siempre en la ficción.

Podría ser igualmente útil reflexionar sobre la ficción de la realidad violenta. Se excusan los grandes productores de series de crear personajes violentos porque eso es lo que “vende” o esa es la demanda del mercado. Cabría preguntarse si la manera como está escrito el guión naturaliza la violencia o permite, como también dicen ellos, no olvidar la realidad.

En el mundo real, podemos también gozar cuando en una final de fútbol, el adversario es derrotado en la definición de penales. Para los aficionados, en el mundial del 2006 en Alemania, Italia derrotó a Francia en un partido de infarto en donde Zinedine Zidane, estrella del equipo francés, fue expulsado cuando sus compañeros más lo necesitaban. La copa se definió con goles de rigor y solo Francia se equivocó en un tiro. La alegría de los partidarios de Italia por la desgracia del equipo francés era más común que la empatía por el dolor de los perdedores. Pero el fútbol, que está en el mundo real, es un juego con normas definidas.

Fuera del juego, podríamos matar para defender a aquel a quien están matando. Aun cuando fuera aceptado dadas ciertas circunstancias legales, como defensa propia, acciones del Estado en defensa de inocentes o incluso casos de ira y pérdida de control, el homicidio implica de todas formas ciertas singularidades. Yo afirmo que es contra natura, aun en esos casos de homicidio “legal”, no haber sentido el dolor del otro o no haber podido intercambiar mentalmente la propia situación con la del otro ser.

Conmovernos por la situación del otro es la empatía, esa condición de poder identificarse con algo o alguien: es aquello que reafirma una naturaleza del ser humano e incluso de algunos animales parientes cercanos al homo sapiens. Quien no tenga la empatía nos parece peligroso o mentalmente enfermo. La carencia de empatía, posiblemente presente en el homicida antisocial, surge, paradójicamente, como consecuencia de la diversidad humana que se enfrenta a limitaciones, no solo en los dominios mentales, sino en los comportamientos expresados, experimentados y moldeados también por la cultura.

Hoy, en un entorno distinto al del surgimiento del homo sapiens, la empatía es esencial para la sociedad. Esa sociedad que asume la comprensión de la diversidad con normas particulares en relación con el respeto por la vida y que influencia nuestra propia moralidad. Esa sociedad que fue cambiando, seguramente para garantizar nuestra supervivencia, sobre todo en la evolución de los mamíferos, en el pasado se limitaba no a la diversidad, sino a la singularidad: solo con nuestro grupo o con nuestra tribu. Hoy el grupo es el mundo entero.

Quien no tenga la empatía nos parece peligroso o mentalmente enfermo.

Ahora nuestra especie depende de la cooperación, de la identificación con los sentimientos del otro. Son conductas que otras especies también tienen, lo que sugiere que las condiciones culturales no se oponen al surgimiento evolutivo antiguo de la empatía. En neurociencias actualmente se habla del cerebro social, de la cognición social o ese mundo de las interacciones sociales que se explican y estudian desde su biología, donde la empatía se convierte en un pilar importante que facilita procesos muy básicos, como las emociones. No solo aquellas como el miedo, la rabia, la alegría, sino las emociones morales y sociales que evolucionaron desde el cuidado parental, presente también en nuestros ancestros no humanos, hasta el cuidado del grupo.

En este contexto, el homicidio hace parte de una conducta antisocial que parece posible, justo, porque somos humanos. Podemos decidir hacerlo o no hacerlo. Las investigaciones encaminadas a comprender las variables que inciden en las conductas antisociales nos llevan a preguntarnos si todo aquel que acaba con la vida de otro comparte entre sí características biológicas y desgracias sociales.

Tenemos unas condiciones biológicas ya parcialmente enunciadas y sabemos que es difícil predecir lo que haremos en ciertas circunstancias. ¿Cómo reaccionaríamos si tuviéramos en frente al asesino de un ser querido? No todos esos familiares son asesinos. Más aún, hay asesinos que matan por muy poco, como el marido que silencia la vida de su esposa porque “es conmigo o con nadie”. A la vez, es necesario preguntarnos: ¿yo qué siento cuando soy el del otro lado, el que asesina? ¿Qué pasa con mi empatía cuando mato al otro? Sí, la cultura tiene un papel protagónico en construir moralidad, y no ahora sino desde hace millones de años, permitiendo definir cuándo aplicamos nuestras características empáticas.

Con estas premisas, ¿cómo explicamos que en Colombia hay tantos asesinatos? Leo un informe del Instituto de Medicina legal de Colombia del año 2015 [1], cuando hubo 11.585 homicidios: una tasa de 24,03, que son 11.585 casos por cada 100 mil habitantes. En el mundo, dice el informe, la tasa estimada es de 6,2 por cada 100 mil habitantes. En la mayoría de los homicidios en Colombia la identidad del asesino es desconocida y el 46,9% de casos son muertes en situaciones de riña, muchas en familia o con amigos, y ajuste de cuentas. La violencia sociopolítica se acercó en ese año al 10%.

En los años, 2007, 2008 y 2009 la tasa fue de 37, 34 y 39 por cada 100 mil habitantes. Concluye el informe que hay una tendencia a la disminución de homicidios, pero las cifras son aún muy altas, lo que requiere reflexiones como las que aquí se hacen y se harán. Hoy nos preguntamos si todos estos homicidas comparten, como ya anoté, desgracias sociales y condiciones biológicas. ¿La empatía no emerge, aún con su innegable origen biológico natural de la especie, porque la silencian unas variables del entorno, políticas, culturales o ideológicas? No es ni uno ni otro. Ni natura ni cultura, sino natura y cultura.

¿Cómo reducir esas cifras en un país como el nuestro? Estas reflexiones iniciales, encauzadas a responder esta pregunta, anteceden otras tres entregas que tendrán lugar en este espacio. Escribiré sobre cómo es el cerebro social desde la investigación actual de las neurociencias y sobre cómo entendemos la conducta a partir de lo que sabemos del cerebro del antisocial, del asesino en serie, del suicida que en su acto mata también a otro o el de los grandes criminales de guerra, entre otros.

Natura y cultura, entonces, sugiere que la esperanza de vencer las diferencias puede apoyarse en las emociones morales construidas, para que estas superen la ideología, abarcando nuestra propia naturaleza: como en la película de Sergio Leone El bueno, el malo y el feo (1966), una ácida crítica a la guerra en la que los personajes tienen una moralidad difusa sin perder una perspectiva del realismo y humanidad.

[1] Germán de la Hoz Bohórquez, Jhon Henry Romero Quevedo. Comportamiento del homicidio en Colombia, 2015. Grupo Centro de Referencia Nacional sobre Violencia. Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses.

*Diana L. Matallana E. es neurocientífica y profesora titular de la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Javeriana.

** Este es un espacio de opinión. No compromete la posición de Pacifista Colombia.