A unos 20 minutos del Centro de Medellín, cerca al cerro de Pan de Azúcar, está el barrio El Faro, habitado principalmente por víctimas de desplazamiento y conflicto.
Barrio El Faro, Medellín.
Dejando atrás las calles del centro de Medellín, subiendo por las vías estrechas silueteadas por el sol, donde no se sienten el smog ni el ruido, están los barrios periféricos, los mismos que algunos llaman comunas. Estos lugares no solo resguardan fragmentos de la historia de la ciudad –violencia, despojos y desplazamientos – también reflejan la resistencia de sus habitantes: campesinos, trabajadores, artistas, líderes sociales, víctimas del conflicto… El primer referente para un forastero es la Comuna 13: un lugar donde el conflicto armado colombiano se asentó, desnudando el rostro más cruel del Ejército y las Autodefensas.
La resiliencia en la Comuna 13 es una constante en la narrativa de Medellín. Proyectos como el Graffitour, creado en 2009 por jóvenes que sufrieron la violencia y el abandono estatal, han estado en las primeras planas de los diarios nacionales. Las miradas de los turistas, desde entonces, se han centrado en proyectos de ‘innovación social’, como es el caso de la 13. Otros barrios, con el paso del tiempo, crearon nuevas formas de resistencia, muchas veces necesarias para evitar el despojo o para pedir algo fundamental, como el agua o la luz. Ese es el caso del barrio El Faro.
“Parce, tenés que conocer un proyecto brutal que están haciendo en el barrio El Faro, cerca de Santa Elena. La comunidad y los artistas de la zona están trabajando por el reconocimiento legal del barrio, con grafitis, intervenciones, conversatorios, tenés que conocerlo”, me dijo José David Medina, un rapero y trabajador social reconocido en Medellín, hace unas semanas. Los grafitis de El Faro, me daría cuenta más adelante, muestran una realidad diferente a los de la 13: la estética está en el limbo entre lo urbano y lo rural, reflejando la historia campesina del barrio, ligada al corregimiento de Santa Elena, popular por las flores, el Parque Arví y otros referentes turísticos de Medellín.
El Faro no es un referente turístico que figure en los catálogos de la Alcaldía. Ni siquiera es un barrio reconocido. Aunque existe desde los noventa, no tiene agua potable, hace unos años llegó la luz y lo mismo el alcantarillado. Su lucha por el reconocimiento ante la Alcaldía lleva dos décadas y tiene varios matices: animales del campo pintados en las paredes de las casas, caballos en las calles destapadas, cultivos de frijol, plátano y yuca en los antejardines, eventos de rap, partidos de fútbol, en fin, apropiaciones del espacio para ser visibles y reclamar derechos.
Al barrio El Faro llegamos de la mano de Anthony Duque, activista y artista de la Comuna 8. Su colectivo se llama Elemento Ilegal y son varios jóvenes que, desde 2008, intervienen los espacios periféricos de la ciudad. Subimos 20 minutos en carro desde el Parque Boston hasta llegar a El Faro, a 2.100 metros sobre el nivel del mar y ubicado muy cerca del Cerro Pan de Azúcar, al oriente de Medellín. El primer grafiti que vimos en el barrio está dibujado en azul y dice “Dignidad y Resistencia”, dos palabras que aparecen frecuentemente cuando la Alcaldía les propone una reubicación o cuando les niegan servicios públicos.
“Estas casitas que usted ve fueron construidas en 1996 por familias campesinas, algunas desplazadas de Urabá, Ituango y Chocó. Somos unas 300 familias las que vivimos aquí, que sufrimos la violencia y que queremos mantener nuestras costumbres”. Las palabras son de Óscar Darío Zapata, líder social del barrio, interlocutor con la Alcaldía, con los jóvenes de Elemento Ilegal y con todos los actores que llegan al territorio. Con las familias del barrio, Óscar sacó adelante el proyecto comunitario de grafiti, muralismo y gastronomía: “Creen que por vivir en la periferia tenemos que parecer mendigos, pero no, denos tiempo y verá cómo nos vamos arreglando y quedamos de bonitos”, me dijo entre risas.
Esas casitas a las que Óscar se refiere son distintas a la de los barrios populares circundantes. Casi todas las fachadas están decoradas con grafitis alusivos al campo. La mayoría fueron pintados por Elemento Ilegal. El barrio ha crecido en los últimos años con nuevas casas pintadas. Con el Plan de Ordenamiento Territorial (POT) de 2014, la infraestructura de acceso para el corregimiento de Santa Elena mejoró y comenzaron a ejecutarse proyectos como el Jardín Circunvalar –una serie de obras y vías en el sector ecológico –.
Desde entonces, más familias comenzaron a llegar a El Faro: “Muchas personas desplazadas se ubicaron acá porque cerca había agua y carreteras. Y aunque la Alcaldía puso avisos diciendo que no se podía construir porque supuestamente es zona de riesgo, las familias se asentaron. Ahora hay un acueducto comunitario, que se gestiona a través de la Junta de Acción Comunal, pero el agua sigue siendo una necesidad vital. Cuando le han negado los derechos a las comunidades, nosotros les hemos ayudado a pintar sus fachadas, a hacer más firmes sus casas”, cuenta Anthony.
No es difícil recorrer El Faro. Como en otros barrios incrustados en las montañas, los vecinos suben a sus casas por escaleras de cemento que forman un camino espiral. En la parte más alta del barrio, cerca al Cerro de Pan de Azúcar, las vías sí son destapadas pero no se ven carros; solo burros, caballos y fincas. El turismo comunitario en el Faro, cuenta Anthony, nace justamente de la riqueza rural. “Mirá este mural”, me dice Anthony, señalando un grafiti en el que una mano está abriendo la tierra con una pica: “Es lo que las familias han hecho, levantar el barrio poco a poco. Con la pica, con las ollas comunitarias, con las canchas. Nuestro proyecto de turismo comunitario se llama Arrieros, como se definen los vecinos”.
Los recorridos turísticos que hacen los arrieros, más allá de mostrar un paisaje, una estética, buscan traer a la luz las luchas del territorio, no disfrazarlas con grafitis o pinturas bonitas. Ahí está la diferencia del barrio El Faro. “Nuestro objetivo no es atraer turistas y ya, queremos que vengan los estudiantes, las personas de la ciudad que no conocen, articularnos con todos”, dice Anthony mientras saluda a los pelados del barrio, de 11 o 12 años, interesados por el grafiti, por el Hip-Hop.
En la caminata nos detuvimos en una casa de madera. Nos sentamos, comimos arepas y tomamos gaseosa con una señora campesina. “Estas compras son un aporte para ella”, me dice Anthony. Gabriel Monsalve, profesor y líder de la zona, llega a la cima del Cerro de Pan de Azúcar y se queda mirando la Comuna 8: “Me queda un vacío cuando la veo”, me dice. Las necesidades de las familias no deberían existir, más cuando Empresas Públicas de Medellín (EPM) tiene dos tanques de agua para los barrios de la comuna, excepto El Faro, porque es “ilegal”. En un momento, me dice Gabriel, EPM se comprometió a instalar unas pilas comunitarias de agua, pero nunca sucedió. “La verdad es que el agua la administra la comunidad y viene desde dos quebradas cercanas”.
La Alcaldía de Medellín, de espaldas a El Faro
En ¡Pacifista! nos comunicamos con el Departamento Administrativo de Planeación de Medellín (DAP). Teniendo en cuenta que El Faro no aparece como un barrio reconocido en el POT actual, quisimos averiguar cuál es la postura de ‘Fico’ Gutiérrez, el alcalde, frente a esta situación. Vía correo electrónico, el DAP nos dijo que “El Faro no hace parte del inventario de barrios de esta ciudad, corresponde a un asentamiento que se encuentra en suelo rural, ubicado específicamente en la vereda Piedras Blancas, del corregimiento de Santa Elena, colindante con la comuna 8 Villa Hermosa”.
¿Qué pasa con sus habitantes cuando el barrio no hace parte de un “inventario” en Excel de la Alcaldía? Cuando tocamos este tema, el DAP nos dijo que “es conocedor de los diferentes requerimientos de la comunidad buscando establecer que el sector se convierta en barrio”. Sin embargo, dicen, “por su condición de suelo rural tales pretensiones no pueden ser atendidas, ya que se encuentra por fuera del perímetro urbano, como resultado del proceso de concertación del POT (Acuerdo 48 de 2014) con las con autoridades ambientales (Corantioquia)”. En otras palabras, que el barrio para ellos no existe.
Hablando del agua, una necesidad vital, Óscar cuenta que la Alcaldía les dijo que “no tienen derecho”, así de simple. La lucha, desde el arte comunitario, se centra entonces en el reconocimiento como ciudadanos, como habitantes de la ciudad. “¿Le parece justo que EPM ponga dos tanques de agua de los cuales no podemos beber? Es como ponernos a sobrevivir, como podamos y con los tanques ahí, cercados”. Al fondo, mientras bajamos al barrio, vemos una casa con flores pintadas en su fachada, flores que la Alcaldía rescata como patrimonio cuando hace la feria: “Ahí nosotros nos estamos reivindicando, diciendo que tenemos identidad artística y cultural, una memoria viva”, dice Anthony.
En 2014, el sociólogo Carlos Velásquez publicó un diagnóstico sobre el barrio El Faro. El documento revela, por ejemplo, que existen por lo menos 400 familias que viven en 300 viviendas, lo que a todas luces representa una situación de hacinamiento. En un 31% de las viviendas, dice el estudio, habitan más de 7 personas. De todos los hogares, 141 son de madres cabeza de hogar. Y quizás el dato más diciente sobre la resiliencia de El Faro: “El 84% de sus familias han sido víctimas de desplazamiento forzado, que representan unos 252 hogares aproximadamente”.
Desde el año 2000, el barrio comenzó a crecer vertiginosamente. La mayoría de las casas —un 70%— tienen techos de zinc, otras están cubiertas con materiales de plástico y algunas con Eternit. La transformación de las fachadas, las intervenciones culturales y el muralismo se hicieron visibles después de 2010, cuando la Alcaldía de Medellín propuso reubicar a las familias, señalando que estaban en zona de alto riesgo. Pasar años sin servicios públicos no significó un motivo para desplazarse del barrio. Por el contrario, los habitantes buscaron salidas, como el acueducto comunitario que viene de la quebrada La Castro. El problema, como señala Velásquez, es que “muchas familias consumen aguas contaminadas, pues algunas personas suben hasta la bocatoma a recrearse y bañar a sus mascotas. En el corregimiento de Santa Elena, donde proviene la quebrada, se encuentran una gran cantidad de marraneras”.
Es paradójico, por decir lo menos, que en un barrio donde los habitantes consumen agua contaminada, EPM se niegue a instalar tanques de agua porque “la zona está en riesgo” o porque “el suelo no es urbano”. Aunque, por supuesto, la zona no está en alto riesgo para ejecutar un gran proyecto de infraestructura ecológica y turística como el Cinturón Verde. Cuando se habla del barrio, no se tienen en cuenta los estudios que hizo la Universidad Nacional en 2006 sobre los riesgos en la Comuna 8. Allí, en el mapa de riesgo, El Faro aparece como zona ‘recuperable’, con potencial de desarrollo si se ejecutan obras de mitigación. En una encuesta que realizó Velásquez, el 60% de los habitantes dijeron que aceptarían intervenciones en el barrio siempre y cuando no las desalojen. El otro 40% no quiere saber nada de la Alcaldía. Y tienen miedos fundamentados. EPM ha visitado el barrio en las noches para fotografiar las casas y así justificar un precio de indemnización bajo, ocultando el valor que tienen los grafitis, los murales de la paz y la memoria viva que tiene cada casa, como lo dicen los mismos líderes del barrio El Faro.
“A los afectados nos mandan a otros barrios calientes y para una casa sin las condiciones necesarias, en unos apartamentos que nos sentimos como cigarrillos. No estamos de acuerdo que nos vuelvan a desplazar”, dice uno de los habitantes en la investigación.
Del barrio El Faro queda un sentimiento de hospitalidad. Los vecinos comparten cultivos, hacen ollas comunitarias y tienen todo construido para tratar de vivir bien: pequeños mercados, peluquerías, puestos de arepas y buñuelos y espacios verdes, grandes, para caminar. Sin muchas pretensiones hacen un turismo comunitario. Más allá de ser reconocidos, ganar premios, llevar gringos al barrio, quieren tener agua potable, alcantarillado y luz en todas las casas. “No queremos que nos vean como seres exóticos, como si estuviéramos en un zoológico. Aquí estamos resistiendo y queremos que todos, no solo los extranjeros, conozcan nuestra lucha”, me dice Anthony, bajando las escaleras, con la montaña a sus espaldas.