Entramos al penal para hablar con los reclusos sobre sus años de lucha por la equidad.
- En 2015, el proyecto realizó un mural de construcción de paz en la cárcel La Picota. Fotos: Guillermo Camacho.
En vez de los cuatro meses de plazo que le dio la Corte Constitucional, el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) se tomó cinco años y seis meses para adaptar el reglamento de las cárceles a las necesidades de las personas LGBTI. Pero, por tardío que haya sido el cumplimiento de esa orden, emitida en 2011, la esperanza de mejorar las condiciones de vida de los presos con identidad sexual y de género diversa es cierta.
En el nuevo reglamento, expedido el pasado 23 de agosto, el Inpec determinó que los y las reclusas trans deben ser llamados con su nombre ‘identitario’ y requisados por personas del género con el que ellos se identifiquen. Además, que podrán entrar la ropa que prefieran, pelucas, extensiones de cabello, esmaltes, maquillaje, gel y “otros objetos de cuidado personal que garanticen el libre desarrollo de su identidad”.
El reglamento también incluyó dos asuntos clave para las personas trans: la continuidad de los tratamientos de reemplazo hormonal para quienes los hayan venido recibiendo por prescripción médica y el suministro de atención urgente cuando presenten complicaciones de salud derivadas de transformaciones corporales, a menudo realizadas en condiciones insalubres y haciendo uso de insumos dañinos, como aceite y silicona líquida.
El documento ordenó, además, que ninguna cárcel podrá negarle la visita íntima a las personas LGBTI con el argumento de que sus parejas deben ser cónyuges o compañeros permanentes. En adelante, los guardias del Inpec tampoco podrán considerar como conductas sancionables las muestras de afecto, la apariencia física o cualquier otra manifestación relacionada con la orientación sexual o la identidad de género de los presos.
A mediados de agosto pasado —antes de que entrara en vigencia el nuevo reglamento y con la ayuda del proyecto Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción— ingresamos al pabellón de máxima seguridad de la cárcel La Picota, en Bogotá, para hablar con mujeres trans y hombres gays sobre su vida en la cárcel y lo que han ganado durante sus años de lucha por la equidad.
Ser distinto en La Picota
Hay patios de La Picota, una cárcel rotulada como “de hombres”, donde la discriminación generada por los otros presos no deja vivir a las mujeres trans. Por esa razón, muchas de ellas están ubicadas en el patio 4, desde donde se han organizado para exigir sus derechos y cobrar por labores tradicionalmente realizadas por las mujeres, como manicura, lavado de ropa y masajes.
Además de apuntar a los presos, las trans señalan a un sector del Inpec como foco de discriminación. Mariangel, una de las internas que hay en La Picota, cuenta que un día de agosto un guardia le ordenó quitarse su falda y ponerse un pantalón, por “respeto a las mujeres”. Ana María, que cambió su nombre y sexo en la cédula, dice que “los guardias no conocen la diferencia entre transgénero y travestido. Nos dicen ‘señor’, como si fuéramos hombres, o nos llaman ‘alias’, pero no reconocen nuestro nombre ‘identitario’”.
El pasado 22 de julio, la Red Comunitaria Trans denunció que en la estructura de mediana seguridad fue agredida Yurani Muñoz, una reclusa que milita en las Farc y que representa los derechos de la población trans, gay y bisexual en La Picota. De acuerdo con la denuncia, Yurani le estaba dictando una conferencia a estudiantes de colegio en el marco de un programa social del Inpec cuando un dragoneante de apellido Castillo le gritó: “¿Este señor de dónde es?, ¡eche pa’l patio!”.
- En el nuevo reglamento, el INPEC estableció protocolos diferenciados para el procedimiento de ingreso. Foto: Guillermo Camacho.
Yurani le dijo que no era ningún señor, pero el guardia seguía gritando: “¡usted para mí es un señor, eche para su patio!”. Ella denunció que, como no hizo caso, “el dragoneante Castillo me tomó por detrás de los hombros haciéndome una llave, me hizo girar el cuerpo y me lanzó contra el piso, donde junto a dos dragoneantes bachilleres que lo acompañaban me golpearon en los genitales con puntapiés”.
También es difícil para los presos gays. Jonathan Martínez es uno de ellos y asegura que en las áreas de atención médica, conocidas como de sanidad, “generalmente hay guardias que no se la llevan bien con la comunidad LGBTI. Nos dicen que nos vayamos, que nos salgamos, y eso hace que los internos heterosexuales se burlen de nosotros”. Según Jonathan, el matoneo es abierto y público: “Nos gritan ‘locas perdidas’, ‘maricas’, ‘pirobitas’”.
Aparte de ese trato discriminatorio, que no es muy distinto al que podrían recibir en la calle, las trans y los gays de La Picota enfrentan dificultades adicionales a las que experimentan el resto de los presos cuando necesitan recibir atención en salud. Dicen que, a menudo, las terapias de reemplazamiento hormonal son suspendidas o no siguen una ruta adecuada, que debería incluir citas con médico general y endocrinólogo.
Otra queja frecuente es que, por su orientación sexual y de género, los otros presos los señalan como portadores de VIH. Además, aseguran que los funcionarios de sanidad y los guardias comparten su historia clínica con otros reclusos. Quizá por eso el nuevo reglamento el Inpec estipuló que los presos con VIH “serán especialmente protegidos por la dirección del establecimiento en el que se encuentren, con el fin de evitar su discriminación y cumplir con los protocolos médicos”.
La cárcel es un contexto súper interesante para comprender muchas cosas del conflicto social y armado.
En La Picota, como en el resto de cárceles “para hombres”, tampoco hay baños ni duchas para mujeres, por lo que las trans se las arreglan como pueden para mantener su intimidad en esos espacios. Esos y otros tratos discriminatorios hacen que algunas reclusas, como Ana María, consideren necesario que la guardia y el resto de internos hagan parte de campañas de sensibilización que generen escenarios más respetuosos para las personas con identidad de género y orientación sexual diversas.
Resistir en prisión
De acuerdo con cifras del Ministerio de Justicia, en las cárceles de Colombia hay 232 mujeres que se reconocen como lesbianas, 209 hombres que se reconocen como gays, 154 personas que se reconocen como bisexuales, 89 personas que se reconocen como transgeneristas y tres personas que se reconocen como intersexuales. Son, en total, 687 personas con orientación sexual e identidad de género diversas, que hacen parte de los más de 120 mil seres humanos que están tras las rejas bajo la vigilancia del Inpec. Organizaciones como la Red Comunitaria Trans aseguran que son muchas más.
Al menos en La Picota, los gays, bisexuales y trans decidieron tejer redes de apoyo para combatir la adversidad durante su tránsito por la prisión. Fue así como en 2013 varios de ellos se aglutinaron en el proyecto Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción, liderado por la Red Comunitaria Trans e impulsado por Katalina Ángel, que estuvo presa en el penal. A través de esa apuesta, que hoy tiene una relación dinámica con el Inpec, han emprendido varias acciones para defender su derecho a la identidad y a una vida digna.
Daniela Maldonado es la directora de la Red. Según ella, la idea del proyecto “no es crear un grupo asistencialista, sino que la gente se empodere. Nos basamos en el derecho a ser y a estar sin ser vulnerado ni violentado por tener una opción diferente”. Guillermo Camacho, gestor cultural y encargado de las comunicaciones de Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción, cuenta que en La Picota también han usado “la danza como escenario de encuentro y de lucha política para apropiarse de los derechos y conocer el cuerpo”.
El proyecto, además, elaboró una cartilla para promover la defensa de los gays y las trans, con un tiraje de 500 ejemplares, que se repartieron en varios penales del país. Estefanía Méndez, coordinadora y psicóloga de Cuerpos, dice que “como la cárcel es un contexto súper interesante para comprender muchas cosas del conflicto social y armado, también hemos organizado unos talleres para dialogar sobre cómo cada una y cada uno de nosotros ha sido afectado por el conflicto, pero también como ha participado en él y cómo puede construir paz”.
Se trata de romper las tensiones de la convivencia y la discriminación que experimentan los reclusos –en la estructura de máxima seguridad viven cuatro por celda y 250 por patio, encerrados de 6 p. m. a 6 a. m–. Pero también, el objetivos es cortar el círculo vicioso que, a veces, convierte a las trans y a los gais en víctimas y victimarios. Daniela opina que, “sistemáticamente, estas personas llegan a puntos donde hay que delinquir o hacer cosas que no tenían en su expectativa de vida para garantizar su supervivencia. Las trans, por ejemplo, debemos afrontar una larga cadena de barreras que nos empujan a contextos de extrema pobreza, alta vulnerabilidad y delincuencia”.
Ha sido en la cárcel donde Ana María y Laura decidieron estudiar Licenciatura en Filosofía y donde se han ganado el respeto del resto a punta de documentos y exigencias. Wilson, uno de los internos gays, también consiguió a fuerza de gestiones informales que dos de las celdas del patio 6 fueran designadas exclusivamente para parejas homosexuales.
Los reclusos con los que hablamos dicen que los espacios de interlocución entre ellos y el Inpec, y los lazos que han ido fortaleciendo con el tiempo, les han permitido disminuir los consumos problemáticos de drogas, el estrés, los altos niveles de conflictividad y el desconocimiento sobre las leyes y las normas que los protegen. Es su forma de construir paz en un “ambiente hostil” y de pensarse otras formas de ser en una sociedad que, casi siempre, les cierra las puertas.