Los traumas psicológicos del conflicto son difíciles de medir. Mucho más cuando se trata de combatientes que no están dispuestos a reconocer que la guerra también se pierde.
El soldado Mena tomó una ametralladora convencido de que la guerrilla se había tomado el batallón. Decía que defendería a sus compañeros y le apuntaba a todo lo que se moviera. Las personas que estaban en ese lugar, militares y civiles, se cubrían con lo que encontraban a su paso.
Era una sala de sanidad improvisada en el Batallón Girardot, en el barrio Villa Hermosa, oriente de Medellín. La posibilidad de que una cuadrilla guerrillera se tomara el lugar estaba descartada. Para el soldado Mena no era así. Era un hombre fuerte que había llegado a esa guarnición militar para recibir atención por el estrés postraumático que le generó la muerte de casi todos los hombres de su unidad durante un combate en Chocó.
“Es que era un espacio en el que los heridos tenían que seguir enfrentándose al estrés de la guerra. Eran unas condiciones precarias, los hombres estaban cerca del armamento y veían a las tropas activas desembarcar”, dice Johan López Rojas, un psicólogo que empezó a trabajar en la Compañía de Sanidad del Ejército justo el día en que ese soldado amenazaba con disparar un arma en un espacio lleno de militares heridos en combate.
Johan es civil, tiene 31 años y desde hace seis trabaja para el Ejército. Es un hombre religioso, con escapularios en sus muñecas. Habla despacio y en voz baja, como si midiera cada palabra. Cuenta que llegó a esa institución por casualidad y sin ninguna recomendación.
“Yo me presenté en la guardia del Hospital Militar, iba de botas y de sombrero. Me preguntaron si me iba a entregar porque parecía un desmovilizado. Dije que no, que quería dejar una hoja de vida. Me preguntaron si podía esperar la primera entrevista que era ese mismo día. Entré a un sitio llenó de gente de corbata que iba con la recomendación de tal político o de tal general, cuando me tocó a mí el turno me preguntaron quién me recomendaba. Yo respondí que Dios y la Virgen. Todos soltaron la risa”.
Eran cerca de cuarenta aspirantes. Durante varias semanas descartaron a unos cuantos hasta que seleccionaron a dos. Johan era uno de ellos. Pero ganarse la confianza del Ejército no fue un proceso fácil. Johan soportó durante varios días los seguimientos de hombres de inteligencia que intervinieron sus teléfonos, caminaron por su barrio y averiguaron hasta el último detalle de su vida. No querían correr riesgos luego de que descubrieron que el otro psicólogo seleccionado en el mismo proceso era un infiltrado que pretendía comprar uniformes militares y venderlos a un grupo armados.
Aguantó el asedio en calma aunque no había prestado servicio militar y su único contacto con el Ejército hasta ese momento había sido Hombres de Honor, la serie de televisión de las Fuerzas Militares que se transmitía por un canal público en los años 90. Lo hizo porque, pese a la distancia que lo separaba de la vida militar, había algo de todo eso que lo atraía.
“Yo sí quería ser uno de esos héroes que veía en televisión. Estuve en el seminario y cuando terminé mis estudios le dije a mi mamá que me quería ir para el Ejército. Ella me dijo que no le iba a regalar mi vida al Estado, que mejor decidiera qué carrera quería estudiar. Por eso terminé estudiando Psicología”.
Fue justamente su formación la que lo puso en frente de cientos de soldados que se recuperan de sus heridas visibles mientras soportan, en silencio muchos de ellos, los traumas psicológicos que les ha dejado la guerra.
Quitarse el uniforme
Mena, todavía armado, llegó hasta la capilla del batallón. Johan se acercó pese a sus amenazas. Se sentó junto él y logró calmarlo, incluso logró que el mismo soldado le contara lo que había enfrentado en el campo de batalla en 12 años de servicio que llevaba en el Ejército para ese momento.
Durante cerca de un año y medio permaneció en terapia con el hombre que estuvo a punto de disparar un arma contra sus propios compañeros, contra los mismos que creía estar defendiendo de un enemigo que estaba a kilómetros de distancia.
Ese episodio sirvió para que Johan y el pequeño grupo que trabajaba junto a él en la tarea de acompañar a los soldados heridos les demostraran a las Fuerzas Militares que era necesario llevar a esa población a un espacio en que no tuviera que permanecer en contacto con elementos que revivieran los traumas del conflicto. También, que la atención debe ser especializada. “Alguna vez me tocó escuchar que una psicóloga de una clínica le preguntó a un soldado qué sintió al pisar una mina. Él le respondió: ‘Doctora, cuando usted pise una hijueputa mina, hablamos'”. Los terapeutas, explica, no tienen que haber pasado por el monte y por los embates de la guerra para tratar a los combatientes, pero sí deben entender cómo aproximarse al dolor que ellos enfrentan.
“Pero el Ejército es una institución que se preparaba para combatir, no para cuidar a los enfermos. Yo estaba seguro que si seguíamos en esas condiciones iba a haber una tragedia, entonces ahí fueron muy importantes las esposas de los oficiales. Ellas, que son la Acción Social del Ejército, empezaron a tocar puertas en las empresas, consiguieron recursos y el edificio lo inauguramos el 7 de agosto de 2013 para atender a soldados de Antioquia, Córdoba y Chocó, la mayoría heridos por artefactos explosivos improvisados”, explica el psicólogo. De esa forma, los militares se apartaban un poco de los batallones que les revivían a diario los recuerdos de la guerra y facilitaban episodios como el de Mena.
Casos como el estrés postraumático de ese soldado son, según Johan, uno de los trastornos más frecuentes que enfrentan los combatientes, no necesariamente heridos pero, en la mayoría de los casos, personas que han estado en situaciones en que han perdido compañeros, amigos o han visto en un riesgo inminente su propia vida.
También son frecuentes los cuadros de ansiedad generalizada, de depresión y, en el caso de los amputados, una de las mayores dificultades está relacionada con el riesgo por el consumo de alcohol y sustancias psicoactivas. Johan explica que ese fenómeno se debe a que los soldados que pierden sus brazos o sus piernas, casi siempre al pisar una mina, quieren llenar de esa forma el vacío que ese episodio genera. Según dice, la propensión al consumo puede aumentar hasta en un 90 por ciento en contraste con los militares activos.
Pero a los cuadros clínicos con que se encuentran los terapeutas se suma una dificultad adicional: el “honor militar”, el rechazo de los soldados a aceptar que sus heridas no son únicamente las superficiales. “Al militar no le gusta reconocer su debilidad. Ellos prefieren estar amputados. Prefieren tener 20 balas en su cuerpo que reconocer un trastorno. Conciben la discapacidad como una derrota, para ellos es perder la guerra, es muy diferente a como lo asume un civil”, dice Johan.
Su reto consiste en lograr que los soldados se quiten el uniforme, que luego de esos episodios traumáticos asuman que existen otras opciones de vida lejos de la guerra. “Su proyecto de vida está en la institución y dependen de la identidad y el reconocimiento que les da el camuflado. Tienen mucha resistencia a reconocerse, a pensar en su forma de ser sin el uniforme”.
En muchos casos, la discapacidad también resulta un punto de quiebre en las relaciones familiares de los soldados, algunos de ellos son abandonados porque sus parientes no están dispuestos a convertirse en cuidadores. “Cada vez que un hombre cae herido en combate cae su núcleo familiar”, dice Johan.
Otro aspecto complejo es la dificultad de que los soldados reconozcan algunos detalles de su condición. El odio por el enemigo y las ganas de vengarse por lo sucedido es uno de los factores que muchas veces permanecen ocultos. “Nos hemos dado cuenta que el nivel de afectación física es proporcional al deseo de venganza. Pero ellos no lo demuestran, a uno le dicen: ‘No, que ese man se entienda con mi señor’. Pero cuando hablan entre ellos la cosa es distinta, sí se percibe esa sed de venganza”.
Y ese no es un problema menor. Johan dice que es difícil de creer, pero que la experiencia de su grupo ha demostrado que los pacientes en quienes persiste el deseo de venganza hacia el enemigo enfrentan muchas más dificultades para recuperarse de sus heridas físicas. “Los muñones no sanan, su marcha con las prótesis no evoluciona. Los médicos se preguntan por qué pasa eso, pero luego, cuando en la terapia logran abrirse y contar lo que los afecta, empiezan a mejorar también en la parte física. El perdón es indispensable”, explica el psicólogo.
“¿Qué haría si se encuentra a un guerrillero que nos puso una mina?”
Elda Neyis Mosquera, alias “Karina”, antigua jefe del Frente 47 de las Farc, se desmovilizó en el 2008. Esa mujer, una de las integrantes más temidas de esa organización, estuvo recluida en Batallón Girardot y Johan la entrevistó. “Es una persona que defiende su ideología, el ser humano actúa por convicciones”.
Pero más allá de haber tenido frente a frente a uno de las figuras míticas de las Farc, ese episodio enfrentó al terapeuta con el rechazo de sus propios pacientes. “Los muchachos no me hablaron en ocho días, me decían vendido”. Uno de ellos le preguntó qué haría si en algún momento se encontraba con un guerrillero que instaló una mina. “Lo atendería tal cual te atiendo a ti”, le respondió.
Tuvo que reunir a los soldados, insistir en que bajo el uniforme militar, del Ejército o de la guerrilla, hay seres humanos. “Siempre les digo que no puedo entender cómo el ser humano se va a pelear una guerra que no casó. Para mí la guerra es el resultado de la impotencia del hombre que no es capaz de resolver sus diferencias con la inteligencia. Nuestra guerra no está en el monte sino en la falta de equidad, en la corrupción, en la falta de oportunidades”. Para él en los dos bandos hay convicciones, derrotas, dolor. Por eso repite que su papel consiste en escuchar, en ofrecer alternativas, no en clasificar a los buenos y a los malos.