Hanne Andersen hace parte del mecanismo tripartito que verificará la implementación de los acuerdos.
“Tuve que rescatar niños de 2 y 3 días de nacidos, gente sin ropa que lo único que quería era sobrevivir”, dice Hanne Markhus Andersen sentada en la silla de una cafetería. Es policía, tiene 34 años y cara de europea. Tiene el pelo rubio, agarrado con una coleta. Mete las manos entre su chaqueta azul claro para protegerse del frío y habla despacio, pues apenas está practicando el español que aprendió cuando pequeña, en una escuela de su natal Oslo.
Hace parte de los 208 observadores internacionales que, desde hace varios meses, llegaron al país para ayudar al proceso de implementación del acuerdo de paz. Está feliz, se nota. Sin embargo, cuando pronuncia esa frase su mirada y su mente se devuelven a 2015, viajan hasta el Mediterráneo, entre las costas de Libia e Italia.
Hanne se embarcó en el primer grupo de profesionales que la agencia europea de control de las fronteras exteriores, Frontex, envió al mar cuando apenas despuntaba la crisis de refugiados, un problema que se le salió de las manos a ese continente. “Estuve casi tres meses metida entre un barco, en una misión con guarda costas y médicos noruegos. Rescatamos gente de Siria, de Libia, de muchos países africanos y de varios lugares de Asia. Gente que quería una mejor vida”, recuerda.
En principio, la función era proteger la frontera. Pero, poco a poco, el equipo se fue convirtiendo en un actor humanitario determinante. Cuenta que alcanzaron a encontrar pateras (pequeñas embarcaciones en las que los migrantes buscan alcanzar las costas europeas desde África) hasta con 900 personas.
“Esos barcos eran como una sociedad completa. Había, por ejemplo, musulmanes y cristianos en el mismo lugar. Unas veces, los musulmanes hacían sus rituales, terminaban y le daban paso a los cristianos. Todo con mucho respeto”, dice. También cuenta que lo que más le sorprendió fue la capacidad de aferrarse a la vida y de adaptarse a vivir con el otro, en una comunidad flotante que lucha por sobrevivir.
—¿Qué reflexión le dejó ese trabajo?— le pregunto.
—Que el mundo es muy injusto— contesta.
Para. Espera un momento antes de seguir contestando. Mira para otro lado y ve llegar a dos escoltas que, con el desayuno en la mano, se sientan en la mesa de atrás. Se nota que quiere decir muchas cosas de lo que aprendió en el Mediterráneo, quiere describir a las víctimas, descubrir los errores e identificar los culpables. La frustra no poder hablar más, no poder hablar mejor. Hanne está nerviosa.
Se agarra las manos, de nuevo, y su cara se pone roja. Atropella palabras como pasaporte, dinero, viajes, presidentes, refugiados, migrantes, papeles, oportunidades. Víctimas. “Fui allí a tratar de ayudar, no puedo hacer nada para cambiar la política”, concluye.
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Hanne Andersen era policía en Oslo hasta 2012. Vivía entre patrullas custodiando una de las ciudades más seguras del mundo. Sus padres estaban tranquilos, pero ella estaba incómoda. “Me gusta estar en situaciones peligrosas”, dice con una sonrisita nerviosa. Por eso aplicó a un trabajo en las Naciones Unidas. Por eso apenas la llamaron dijo que sí, empacó maletas y se fue dos semanas a Kenia, en ese mismo 2012, para capacitarse.
Volvió a Noruega, con ganas de regresar a África. Tuvo que esperar meses antes de una nueva llamada de la ONU: luego de 10 años del fin de la Segunda Guerra Civil Liberiana, las Naciones Unidas decidieron involucrar a Hanne en una misión de mantenimiento de paz. Su trabajo era capacitar policías, sobretodo, en generar una nueva relación con la población civil.
“La primera vez que me fui, no le gustó mucho a mis papás. Ellos prefieren que yo trabaje en Noruega pero entienden que esta es mi vida”, dice. Estuvo un año en Liberia y solo pudo volver a su país en dos ocasiones. Sin embargo, Hanne afirma que vivió uno de los mejores años de su vida.
“La misión era evitar que Liberia volviera a la guerra”, dice confundida. A pesar de que, según ella, la gente de ese país tiene una buena percepción de los hombres y mujeres de Naciones Unidas, parece evidente que se necesita más que una misión internacional para salvar a una nación de un conflicto armado.
Conoció, sin embargo, gente de muchos países. “Fue difícil al principio. Por ejemplo, yo le decía algo a un policía de Liberia y venía alguien de India y le decía otra cosa. Las cosas se hace de forma muy diferente en el mundo”, asegura. Hizo muchos amigos, dice, y no duda en señalar que va a volver para visitarlos.
El próximo año habrá elecciones presidenciales en ese país, y ella confía en que se mantenga la calma. “Se lo merecen”, concluye.
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Con la experiencia más significativa de su vida en la cabeza, Hanne volvió a Noruega en enero de este año. Volvió para estudiar. Volvió para trabajar. Volvió para partir. Comenzó a especializarse en Derechos Humanos y en Derecho Internacional Humanitario, pero no alcanzó. Tampoco alcanzó a retomar sus estudios de español. Otra llamada le cambió el rumbo: al otro lado del teléfono la ONU, otra vez. El destino: Colombia. La misión: implementar el proceso de paz.
“De Colombia conocía cuatro cosas: los niños que mucha gente de mi país fue a buscar en los 70 y 80 para adoptar, el narcotráfico de Pablo Escobar, la guerra de las Farc y un amigo que hice en Liberia”. Con esa idea, más un par de documentos que le entregó el Gobierno de su país, agarró un avión y aterrizó en Bogotá el 25 de septiembre.
Llegó el día antes de la primera firma de los acuerdos de paz. Desde un hotel de la capital vio el evento que montó el Gobierno —presidentes y secretario de la ONU a bordo— para ratificar seis años de trabajo y encaminar al país hacia la histórica votación de una semana después: el plebiscito del 2 de octubre.
También estuvo presente cuando, contra los pronósticos del mundo entero, los votantes rechazaron los acuerdos de paz. Vivió la incertidumbre y, finalmente, presenció la firma del 12 de noviembre, la refrendación del nuevo texto en el Congreso y la instalación del día D.
Todavía no se atreve a hablar de política, ni del proceso de paz. No dice quiénes son sus pares en el Gobierno ni en las Farc —ella lidera el contingente noruego en el Mecanismo de Monitoreo y Verificación— aunque le encanta trabajar directamente con las partes en conflicto. “Este país no es mío, es de ustedes. Por eso las soluciones deben salir de los que han combatido”, señala.
Por ahora sueña con viajar a la costa, conocer la selva, hablar español perfectamente y hacer algunos amigos. No conoce, todavía, a nadie de su país pues las otras dos policías que conforman el contingente están en Florencia y Quibdó. Ya fue a Medellín y a Bucaramanga, ya salió a escalar en Suesca y los observadores que se encuentra durante la entrevista la saludan con afecto. “Va a ser un buen año”, termina.