¡Hoy lo pego! | ¡PACIFISTA!
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Colaborador ¡Pacifista! - septiembre 28, 2018

OPINIÓN | Yo, por ahora, lo pego, pese a una posible multa, para que luego no nos pegue, de frente, este fascismo renovado.  

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Por: Juan Sebastián Jiménez Herrera 

Hoy lo pego. Me voy a fumar un porro tan grande como sea posible, en protesta a la entrada en vigor de una medida retrógrada, populista e ineficiente. Una que le va a encantar a los tíos que creen que la universidad pública es un nido de ratas o a las tías que creen que el aborto legal es un homicidio. Mejor dicho: a quienes salieron a votar, muertos de miedo, porque Colombia se iba a convertir en Venezuela, sin saber que con medidas como esta, vamos directo a una dictadura.

Me refiero al decreto mediante el cual el presidente Iván Duque  le dio a la Policía el poder para incautar “cualquier dosis de droga” y multar a quien la porte con $208 mil pesos, o detenerlo si supera la dosis personal, sin tener en cuenta la dosis de aprovisionamiento. Y lo pego hoy a las 10 de la mañana porque Duque lo firmará a esa hora. 

Se trata de una medida negativa en todo sentido y que, en vez de solucionar problemas, los crea. Pero, de nuevo, es una medida para engañar incautos y para satisfacer a quienes creen que la Biblia debería ser nuestra Constitución; para quienes es peor un joven metiendo marihuana, que uno convertido en falso positivo.

Y es un engaño, incluso para quienes votaron por Duque, porque no va a solucionar nada y el mismo presidente lo sabe. Hace siete años, en una columna, criticaba el enfoque ‘criminalista’ que hoy promueve. Crítica que reiteró en 2011. Y, en 2016, fue el ponente de dos proyectos de ley en ese sentido. Pero sabemos que, como buen político, Duque cambió de parecer para convertirse en el elegido de Uribe.

Inconstitucionalidad 

Es cierto que el decreto se basa en el Código de Policía de 2016 y en el Acto Legislativo 2 de 2009, sin embargo, Duque le dio un alcance mayor al arremeter contra la dosis mínima, constitucionalmente amparada, y acabar de tajo con la dosis de aprovisionamiento. Ese es un primer argumento en contra: este decreto es, sencillamente, inconstitucional.

Mediante la sentencia C-221 de 1994, la Corte Constitucional despenalizó el consumo de drogas y declaró constitucional la dosis personal establecida por el Estatuto Nacional de Estupefacientes de 1986. Es decir: 20 gramos de marihuana, cinco gramos de hachís, dos gramos de metacualona, y 1 un gramo de cocaína “o cualquier sustancia a base de cocaína”. Con un agregado: no es dosis para uso personal, dice el Estatuto, “el estupefaciente que la persona lleve consigo, cuando tenga como fin su distribución o venta, cualquiera que sea su cantidad”.

Este segundo criterio le ha permitido a la Corte Suprema de Justicia establecer que no se debe condenar a quien se le halle una cantidad mayor a la dosis personal si se demuestra que esta es para su aprovisionamiento y no para traficar;  y que debe ser el Estado el que demuestre que el detenido es un traficante y no el consumidor quien demuestre su inocencia. Es decir, que lo que en derecho se conoce como la carga de la prueba, recae sobre el primero. 

El gobierno ha dicho que este decreto no va en contravía a la normatividad vigente “pues no contempla penalización alguna”. Y que lo que se busca es “proteger a nuestros niños y adolescentes”. El primero es un argumento falaz. El segundo, en cambio, es puro populismo.

Primero: puede que el decreto no penalice el consumo pero trata como un criminal al consumidor en desmedro de su derecho al libre desarrollo de la personalidad. Incluso, lo obliga a demostrar que es un adicto, mediante un certificado o una carta en la que sus padres o profesores digan que lo es. Y, si lleva una cantidad mayor a la permitida, lo detiene sin ton ni son.

Un proceso del que muchos se burlaron en redes, pero que es indignante, si se lo ve con más detalle. Y, en el caso de quien sea capturado con una “dosis prohibida implica inmediatamente tratarlo como traficante, sin derecho a otras consideraciones”, como lo expuso El Espectador en un editorial del 3 de septiembre.

Eso sin mencionar el poder que le da a la Policía para interpretar a su antojo la norma. Esta deja muchas preguntas sin responder y en este caso, en vez de in dubio pro reo, la duda es a favor de la arbitrariedad. Y ya sabemos que la Policía no es muy buena con el debido proceso.

“¿Acaso todo este tiempo no han decomisado dosis personales de distintas sustancias? ¿O no han retenido personas portadoras o aquellas sorprendidas consumiendo en espacios públicos? Aquí la cuestión es que, entonces, todas las veces que los policías decomisaron sustancias con anterioridad no tenían un amparo legal para hacerlo, igual que retener. Las sanciones efectivas y propias del terreno policial hacia el consumidor y portador de dosis personal e incluso de aprovisionamiento hasta el momento, estaban escritas en el imaginario policial y social, habían desarrollado un código policial paralelo que implicaba retención, decomiso, negociación de esa sanción en una mezcla de extorsión y cohecho”,  dijo Juan Pablo Gómez, profesor de la Universidad Nacional y autor de un reciente estudio respecto al consumo de estupefacientes en la capital y la consiguiente respuesta de la Policía.

En ese sentido: ¿acaso esta medida no promovería la extorsión a la que muchos consumidores se ven abocados para no ir a la UPJ o a la que se van a ver expuestos, ahora, para no tener que pagar una multa que muchos no pueden costear? ¿Acaso no hemos visto uniformados liderando bandas criminales como la que desarticularon, en 2016, en San Bernardo?

Para Julián Quintero, experto en el tema, este decreto “es un desafío directo al orden constitucional colombiano que ha sido claro en la defensa de las libertades individuales, es un desafío que además usa el populismo punitivo para desviar la atención de los temas verdaderamente importantes de este país”.

“Lo inconveniente de este decreto es que su eficacia refuerza una posición que no se corresponde con la interpretación constitucional delimitada por la sentencia C-221 de 1994, que posiciona el consumo de Sustancias Psico Activas (SPA) en un ámbito de derechos propios del estado social de derecho, y no en escenarios tejidos desde la criminalización o la medicalización; esta última, una decisión enteramente personal”, le dijo Gómez a ¡Pacifista!.

Seguramente este debate llegará a la Corte Constitucional, que muy probablemente lo tumbará, aunque, en una reciente entrevista, el presidente de ese alto tribunal, el magistrado Alejandro Linares, dijo que hay que revisar la sentencia de Carlos Gaviria, en referencia al fallo de 1994, porque las condiciones han cambiado.

Desafortunadas declaraciones que olvidan, descaradamente, que el panorama ese año era mucho peor al actual y que obligan a Linares a apartarse del debate. A lo que hay que agregar que la Corte Constitucional ya no es prenda de garantía de nada.

El panorama es desolador: si la Corte permite este exabrupto vamos a retroceder años en el tiempo, puede que incluso volvamos a lo que era Colombia antes de 1994, y si no lo hace, va a ser, según Quintero, “el pretexto para decir que la Corte está en contra de los niños y adolescentes y así avanzar con su estrategia de acabar las cortes y hacer una gran corte al tamaño de sus necesidades, esto es el distractor para algo mucho más grande”. Esto nos lleva de inmediato al segundo argumento del gobierno: que lo que se busca es proteger a los niños y adolescentes.

¿Alguien quiere pensar en los niños? 

Populismo puro y duro: eso es lo que hace el gobierno cuando invoca a los niños para justificar este decreto. Primero porque el gobierno sabe, de sobra, que el enfoque criminalista no ha funcionado. “La eficacia de este enfoque ‘criminalista’ queda en duda cuando se hace evidente que a pesar de los arrestos realizados por las autoridades se estima que existen en Estados Unidos más de 28 millones de consumidores, con tendencia a seguir aumentando”, decía Duque en 2009. Pero estamos en la tierra del olvido.

Y, segundo, porque en vez de ayudar a los menores, agrava su situación, por ejemplo, mediante la estigmatización a la que se van a ver abocados. “El porte de un documento que lo acredite como adicto o adicta lo expone a una estigmatización que vulnera sus derechos al buen nombre, a la honra, y termina afectando el desarrollo de su vida así como la de sus familias”, señaló la Asociación Colombiana de Salud Pública en un reciente comunicado.

Lo que los menores necesitan no es mayor persecución, sino políticas integrales que atiendan a los problemas que viven, en vez de señalarlos. Por ejemplo: lo que se hizo en Portugal, donde se despenalizaron todas las drogas, pero empezaron a tomarse medidas en salud que redujeron las muertes por sobredosis en un 80%. O seguir, por ejemplo, lo que hizo Islandia, donde para combatir el consumo, mejoraron ostensiblemente las condiciones de vida de sus menores.

En el caso colombiano, hay que facilitar el acceso de los adolescentes a la educación superior y a un trabajo digno, pero como eso requiere de presupuesto… mejor perseguir marihuaneros como si fueran narcotraficantes. Consumidores en su mayoría pobres, porque como lo han demostrado varios estudios, las autoridades se ensañan sobre todo con adolescentes de bajos recursos; en muy pocas ocasiones se detiene a menores de ‘clase alta’.  

Para la ACSP, los posibles efectos de esta medida sobre la salud pública “son incalculables”, ya que “el enfermo requiere de atención integral de carácter psicosocial orientada a reducir el daño, todo lo contrario a estar expuesto a la persecución, lo cual incrementa las prácticas de riesgo, asociadas a contagio de enfermedades como la hepatitis C y el VIH SIDA, un crecimiento de la criminalidad urbana y el aumento del valor de las sustancias de uso ilícito en las calles”.

Los estudios le dan la razón. En una investigación realizada por Camilo Melo, de la Universidad de Los Andes, se concluye que las intervenciones “diseñadas alrededor del respeto al núcleo de los derechos humanos de los consumidores y con un enfoque de protección de la salud pública resultan ser particularmente eficaces en mitigar algunos de los peores efectos del uso indebido de SPA. Los programas de reducción del daño, por ejemplo, han demostrado excelentes resultados en la disminución de comportamientos de inyección riesgosa, contagio de VIH o Hepatitis y aparición de síntomas de enfermedad física y mental derivados del consumo problemático”.

“De manera que no es por medio de la securitización del discurso y la agenda política que se logrará proteger a la sociedad colombiana del problema de las drogas, como parece pensar Duque, sino a partir del diseño de intervenciones pragmáticas, basadas en la evidencia y el respeto a la autonomía de los usuarios de SPA y enfocadas en el cuidado de su salud”, le dijo Melo a Pacifista.

La idea de Duque, sostuvo Melo, no solo ha demostrado ser ineficaz e incluso contraproducente en su objetivo de alcanzar una Colombia libre de drogas, “sino que retrasa la posibilidad de considerar alternativas de acción que han sido probadas exitosamente en otros espacios y desvía importantes recursos de financiación que deberían estar enfocados en la generación de evidencia rigurosa que permita pensar la política antidrogas más allá de los Estados Unidos”.

Pero ya sabemos que cuando un político no tiene propuestas, se pone a hablar de “los niños y las niñas”, como la esposa del reverendo Alegría. Puro populismo: proponer medidas respaldadas por el apoyo popular pero sin sustento. El decreto, en resumen, no ayuda a los menores consumidores en absoluto. Pareciera, en cambio, responder a los intereses de esas señoras encopetadas del Parque El Virrey que se molestan si ven facinerosos en su parque. Por poco y no hablan de “limpieza social”.

Y eso que, si hablamos de los consumidores y no solo de los adolescentes, el desfase es aún mayor ya que la mayoría de quienes consumimos estupefacientes no somos ese monstruo que los medios de comunicación han creado, difundiendo, como noticia, discursos como el del ya famoso Alka Seltzer de Juan Diego Alvira. Nada de eso: somos adultos competentes que cumplimos con nuestras obligaciones y, en nuestro tiempo libre, nos trabamos. (Y mi mamá lo sabe y ya escribió una carta por si el señor agente pregunta). Ya es tiempo de dejar de satanizarnos.

Alka Seltzer

Las cifras lo dicen. En un texto en el que se evalúa el papel de la prensa en este debate, Julián Quintero ha señalado que, “si nos basamos en la aproximación del DANE a 50.000.000 de Colombianos, 5.750.000 consumieron marihuana una vez en su vida, 1.650.000 en el último año y 1.100.000 en el último mes, dice el estudio que de estos consumidores, 440.000 personas aproximadamente tienen problemas de dependencia. Por tanto menos de un 10% de quienes probaron marihuana —de pronto un brownie— tiene problemas actuales con el consumo”. Pero para los medios y para el gobierno es mejor crear estereotipos.

Eso no quita que haya personas adictas y que merezcan ser tratadas por el consumo de estupefacientes. Eso mismo ocurre con otras sustancias como el alcohol y el cigarrillo. Como también hay adictos al juego.

Pero en nuestra muy colombiana doble moral, las drogas están afectando a la generación venidera, pero no el consumo de alcohol, muchas veces promovido por familias que critican la legalización de las drogas. Tamaña coherencia. Ahora, no se trata de prohibir el alcohol o el cigarrillo, sino de atender de forma integral  las consecuencias de su consumo para quienes esto se ha vuelto un problema y de hacerlo en concordancia con los estándares y prácticas internacionales.

Porque hay que decirlo: este debate es, en general anacrónico. Pareciera el de la mamá o el papá que descubre que cree que su hija o hijo es virgen y, en vez de educarlo, le habla de la cigüeña para lamentarse, luego, cuando tenga un embarazo no deseado. El gobierno, y los medios, valga decirlo una y mil veces, se quedaron en un debate de los años 80: las drogas se han sofisticado, al igual que la política antidrogas, pero el uribismo pareciera que no se hubiera dado cuenta. Y el narcotráfico, en ese sentido, tampoco es el mismo de los 80. Eso me lleva a mi tercer punto: este decreto no va a reducir, en absoluto, el narcotráfico.

El tráfico de estupefacientes se ha sofisticado y ya varias veces se ha dicho que, para combatirlo, hay que ir por los ‘peces gordos’, por los ‘narcos’ y no por los consumidores o los pequeños productores. Es de sentido común: más droga se incauta al detener un camión cargado de estupefacientes, que persiguiendo consumidores. Lo dijo la Comisión Asesora para la Política de Drogas en 2015:

“Las estrategias frente al narcomenudeo, el microtráfico y el tráfico transnacional de drogas ilícitas, deben enfocarse prioritariamente en aquellos eslabones que más violencia y daños colaterales generan”. Pero esas comisiones se crean para que, luego, nadie les pare bolas. ¿Por qué estamos hablando más de perseguir la dosis mínima que de capturar a Dairo Antonio Úsuga, alias Otoniel, jefe del Clan del Golfo? o ¿Por qué no seguir el ejemplo de países como Uruguay o Canadá que se han visto beneficiados, incluso económicamente, con la legalización?

Otra duda: teniendo en cuenta el déficit de pie de fuerza en las principales ciudades, ¿vamos a poner a los policías a perseguir marihuaneros, en vez de perseguir a ladrones y otros criminales, responsables de la inseguridad que se vive en muchas de ellas? Se está usando el pie de fuerza para lo que no es y eso tiene gravísimas consecuencias.

Y los narcotraficantes que han sabido adaptarse a la política antidrogas tradicional, seguirán enriqueciéndose con nuevas estrategias que escapen a este precario y mal enfocado plan del gobierno, y la gente en Tumaco o en el Catatumbo seguirá padeciendo esta guerra.

El chivo expiatorio 

Pero ¿por qué de esta miopía? Sencillo: se quiere convertir a los consumidores en el nuevo enemigo público. “Es una estrategia para militarizar la sociedad y buscar chivos expiatorios entre los más pobres y excluidos”, dice Julián Quintero.

Y como ya lo hemos visto en otras partes los chivos expiatorios terminan justificando, en una población ignorante y manipulable, abusos de toda índole. Como en Estados Unidos, donde la miopía del gobierno Trump le ha impedido enfrentar como se debe la crisis de los opiáceos en su país; o en Filipinas, donde su presidente Rodrigo Duterte ha prometido matar millones de consumidores y la gente lo respalda pese a los consabidos abusos que ha cometido. Y esto peor en una sociedad tan polarizada y emocional como la nuestra y donde los medios de comunicación, en vez de alimentar el debate, lo están corrompiendo, legitimando una visión equivocada y desinformada.

Este decreto puede ser la punta de lanza para algo peor: No olvidemos que, en paralelo a este decreto, el uribismo hace hasta lo imposible para llevarnos de vuelta a la Constitución de 1886 mediante la eliminación de la Corte Constitucional y la creación de una nueva.

Se trata de un salto abominable al pasado. O, como lo vaticinaron los mismo uribistas, nos vamos a terminar convirtiendo en Venezuela. O, peor, nos vamos a convertir en una mezcla horrible de Venezuela y Filipinas y, mientras tanto, el debate respecto a la política antidrogas avanza en países como México y Bolivia. Acá queremos llevar la contraria e ir en retroceso, sin importar la cantidad de muertos que eso traiga.

Hay que protestar, por supuesto, y hay que hacerlo con firmeza. No porque el consumo de estupefacientes sea un capricho de jóvenes descarriados, sino porque esta discusión en el fondo es sobre la libertad ante el autoritarismo. Se requieren manifestaciones y una sociedad civil activa para impedir el regreso de lo peor de nuestra política. Yo, por ahora, lo pego, pese a una posible multa, para que luego no nos pegue, de frente, este fascismo renovado.