Divergentes| Colombia es uno de los 49 países que se abstuvieron de votar a favor del decreto que reconoce al campesino como sujeto de derechos.
Luego de cinco años de una lucha ardua encabezada por diversas organizaciones sociales y movimientos internacionales, como Vía Campesina, el pasado 28 de septiembre el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas (ONU) aprobó la Declaración de Derechos de los Campesinos y otras Personas que Trabajan en Zonas Rurales. En la Comisión Tercera de la Asamblea General de la ONU se aprobó el documento que protege a la población campesina con 119 votos a favor, 49 abstenciones y 7 en contra.
Colombia estuvo en la lista de países que se abstuvieron a pesar de que en días anteriores la FIAN, Vía Campesina y la Red Nacional de Agricultura Familiar (Renaf), entre otras organizaciones, le enviaron una carta al presidente Iván Duque manifestándole la necesidad de tomar medidas para proteger a las comunidades campesinas en Colombia. Según el último censo del DANE, el 25% de los habitantes viven en zonas rurales.
El silencio de Colombia ha sido absoluto pese a que la declaración es un instrumento vinculante para salvaguardar a la población campesina, históricamente discriminada y desprotegida (los índices de pobreza monetaria están entre 34 y 37%, según el DANE). Con el decreto de Naciones Unidas, el país debería comprometerse, por lo menos, a garantizar la soberanía alimentaria, el acceso a las semillas, a la tierra y en general a todos los recursos naturales.
Que Colombia sea un país predominantemente urbano —según cifras del DANE, un 75% de los habitantes residen en las ciudades — tiene que ver con la situación precaria que ha vivido el campesinado. Es allí, en el campo, donde se ha concentrado el conflicto armado, donde el Estado ha sido ineficiente y no ha logrado garantizar lo mínimo: salud y educación. Según cifras del Ministerio de Educación, el 20% de los campesinos no saben leer ni escribir.
Si se tiene presente el marco de la economía mundial, la noción que predomina es la de una agricultura extractiva frente a una economía de la subsistencia. Esta última es aquella que le permite a los habitantes comer, vestirse y cultivar de nuevo; no genera mayores ganancias. No obstante, en la agricultura extractiva —que va de la mano de la política nacional actual— el monocultivo es el modelo predilecto. Este modelo le deja pocas alternativas al campesino, quien se queda con una sola opción: ser un empleado de la industria extractiva.
Según la OXFAM International, “los pequeños productores constituyen la mayoría de los productores agropecuarios del país (87%) y producen alrededor del 40% de los productos de la canasta básica alimentaria del país. Sin embargo, las familias campesinas sobreviven en promedio con ingresos de 400 mil pesos mensuales”. La brecha entre campo y ciudad es abismal, pues las poblaciones rurales en Colombia tienen menos acceso a recursos y servicios por parte del Estado. De las cerca de 11 millones de personas que viven en el campo colombiano, alrededor de 7 millones son pobres. Y mientras que el 30% de la población urbana es pobre (medido desde el índice de pobreza multidimensional), en el campo la cifra asciende al 65%.
En el decreto, de 28 artículos, se le reconoce al campesinado el carácter de grupo social determinado. Según la filósofa estadounidense Nancy Fraser, la ausencia de reconocimiento de un grupo social tiende a reforzar sus carencias en justicia distributiva, es decir, en la asignación justa de bienes. Por su lado, Ramón Muñoz, director de la Red Internacional de Derechos Humanos, afirma que esta declaración de derechos es “una herramienta que permitirá que los campesinos en Colombia y el mundo defiendan sus derechos. Ahora tienen un instrumento aprobado por la comunidad internacional”. Ana María Suárez de la FIAN International, asegura que este documento “reafirma que los campesinos son sujetos jurídicos y políticos”.
Los artículos que abarca dicho documento giran en torno al derecho de los campesinos a la tierra, la soberanía alimentaria, a las semillas nativas, a la alimentación sana y saludable, a la agricultura y al desarrollo sostenible. Es crucial el tema de la soberanía alimentaria en el marco de la población rural,sumida en condiciones de desigualdad y pobreza. Según Vía Campesina, la organización detrás de este logro, este es “el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica y a decidir sobre su propio sistema alimentario productivo”.
Es penoso el silencio negligente de Colombia frente a la abstención hacia a una declaración que pretende proteger a quienes dan de comer a diario al país, soportan los desmanes de la guerra y son continuamente desterrados de sus hogares. Ante el silencio, las conjeturas posibles radican en que la decisión es política —amigable con los intereses de las multinacionales extranjeras— e indolente con el campo colombiano. Un documento vinculante de esta índole podría ayudarnos a impulsar, por ejemplo, la Reforma Rural Integral. Pero no, parece que esa ahora no es la prioridad del gobierno de Iván Duque.