Desde rap hasta tamboras, así retumba la resistencia a orillas del Magdalena Medio | ¡PACIFISTA!
Desde rap hasta tamboras, así retumba la resistencia a orillas del Magdalena Medio Ilustración: Juan Ruiz
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Desde rap hasta tamboras, así retumba la resistencia a orillas del Magdalena Medio

Santiago Vega - enero 15, 2020

En San Pablo, Sur del Bolivar, el rap fue la salida de unos pelados al encierro de la guerra; y las tamboras, el orgullo de un pueblito rodeado de cienagas.

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Entrar en San Pablo, sur del Bolívar, es una experiencia que empieza en Barrancabermeja, la ciudad de la refinería y la palma, de temperaturas superiores a 35 grados y edificios mohosos que parecen traídos de Vietnam, incrustados a orillas del Magdalena. Un antiguo bastión de indígenas yariguíes, sindicalistas y atardeceres deslumbrantes.

Llegué allí porque Barranca es la puerta de entrada a la región del Magdalena Medio. Desde que uno llega a Barranca se percibe no solo la desconexión entre el centro urbano y la periferia, sino miedo real a los pueblos vecinos que sobreviven río arriba y río abajo. Muchos barramejos ni siquiera los conocen.

La refinería de Barranca desde una chalupa

En un modesto hotel del centro de Barranca pregunto por una chalupa que me deje en San Pablo a primera hora del día siguiente. Son los primeros días de diciembre, pero las únicas luces que adornan la noche son las que iluminan la inmensidad de la refinería: todo en Barranca parece tener que ver con este monstruo industrial que chupa el petróleo de la tierra.

La dueña del hotel, doña Virginia, una señora religiosa y amable, apenas me abre los ojos cuando escucha San Pablo, y me pregunta:

—¿qué va a hacer por allá? Por allá no hay nada…

No doy muchas explicaciones, digo que tengo conocidos. Pero insiste:

—no es seguro. Por allá nadie va, no hay mucho que hacer.

No me sorprende ni la culpo. Las últimas tres noticias que escuché de San Pablo tratan de amenazas de muerte a una profesora del pueblo, de amenazas de muerte a candidatos por la alcaldía, y de guerras recicladas entre el ELN y las Autodefensas Gaitanistas. 

Las luces de la refinería en Barrancabermeja. Foto: cortesía

Lo cierto es que doña Virginia me dijo lo mismo sobre Puerto Wilches, Cantagallo y todos los pueblos que bordean el Magdalena. Pero con la conversación voy entendiendo cómo piensa. Me cuenta que es víctima del conflicto armado, su esposo alguna vez fue un comunista convencido y, para la época en que mataban a miembros de la Unión Patriótica en Barranca, tuvo que desplazarse a Medellín. Luego él murió de un infarto. En todo caso, su tragedia por la violencia ya había comenzado muchos años atrás cuando vivía en San Antonio, Tolima, de donde también huyó amenazada por la guerrilla.

—Yo aprendí desde pequeña a hablarles a esos guerrilleros— me dice, con los mismos ojos abiertos.

Hoy, doña Virginia es una uribista convencida. Me insiste en que el comunismo, las Farc y la izquierda (sobre todo Petro) son una desgracia. De hecho mientras conversamos me pregunta, casi a manera de condición para continuar la charla, si soy petrista. Permanezco neutral. Sigue su discurso pero intento evadirlo. Al final, me confiesa que no conoce San Pablo. 

—no hay nada que hacer allá— insiste. 

La mañana siguiente, se despide de mí y de su sobrino (quien me acompaña en el viaje) con una bendición. Agradecemos su hospitalidad y partimos. 

De aquí (puerto de Barranca) parten todas las chalupas hacia los municipios del Magdalena. Foto: cortesía

Como muchos otros territorios en Colombia, los que comprenden la subregión del Magdalena Medio son tierras estratégicas que hoy los grupos armados se disputan por el control de las rentas ilegales del narcotráfico, la minería y extorsión. Además, se podría decir que el Magdalena Medio es un gran puente geográfico entre la costa atlántica (incluida la frontera venezolana), y la costa Pacífica y el sur del país; un tesoro para quienes trasladan y exportan cocaína.

El Magdalena Medio comprende fundamentalmente cuatro departamentos (Bolívar, Cesar, Santander y Antioquia) Y, en un sentido amplio, algunos municipios de Cundinamarca, Boyacá, Caldas y Tolima. Entre las cabeceras que más sufrieron el conflicto, la población de San Pablo resalta como una de las víctimas más notorias.

Zona rural de San Pablo. Al fondo el Magdalena. Foto: cortesía

En investigaciones del Centro Nacional de Memoria Histórica, por ejemplo, sobre los crímenes del paramilitarismo, San Pablo y Santa Rosa del Sur son unos de los municipios donde más alianzas perversas se tejieron entre policías y paramilitares.

También, incursionaron paramilitares en casi todos los pueblos de la región; pobladores que fui conociendo me contaban el patrón: llegaban, sacaban a algunos de sus casas; a quienes mataban frente al resto del pueblo. Generalmente en la plaza y de forma atroz, Luego, les decían a todos “váyanse”. Todos llegaban a San Pablo, a Puerto Wilches, a Cantagallo sin nada entre las manos. Canaletal, un bellísimo pueblo de dos calles y una iglesia de piedra blanca fue desplazado en su totalidad durante dos días, pues la gente decidió que no se dejaría asustar y volvió. Ahí continúan. 

En 1991, el ELN se tomó violentamente a San Pablo y marcó la historia de este municipio. Hoy varias alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo y de la Fundación Pares advierten que han vuelto los combates en algunas zonas y que incluso ha habido intentos de reclutamiento de las disidencias de las Farc. 

Lugareños cuentan que durante la época más dura del conflicto (1990), veían cuerpos bajar por el Magdalena

En San Pablo, la guerra ha llegado y ha permanecido de todas las formas posibles. Se ha visto la guerra de las guerrillas contra el Estado. La guerra de las guerrillas contra otras guerrillas. La guerra de paramilitares contra guerrilleros. Y, por supuesto, la guerra de todos contra todos: detrás de la minería y la coca.

***

Al primero que conocí cuando pisé San Pablo fue a Nilson, el encargado del Programa de Desarrollo y Paz (PDP) del Magdalena Medio. Es, quizá, una de las personas que mejor conoce esta parte del país. 

Al bajar de la chalupa, se siente cierta atmósfera de desconfianza. En ese mismo puerto estratégico, los grupos armados acostumbraban a tener ‘campaneros’ que les anunciaban la entrada de cualquier persona al pueblo. Los pescadores nos observaban con suficiente cautela. 

Las calles estaban vacías, eran las 11 de la mañana. Las paredes, desde el puerto hasta el PDP, estaban repletas de publicidad política de viejas campañas como la de Aida Merlano, que algún día dejó promesas en estas tierras y hoy es prófuga de la justicia. 

Una pared cualquiera de San Pablo

Nilson es negro, nació en Bolívar y estudió en Atlántico. Es poco expresivo pero cuando habla deja en evidencia su amplio bagaje intelectual. Conoce de memoria la historia de Colombia y es un científico social que ha viajado por el mundo. Ahora, vive en San Pablo y se encarga de todos los programas de desarrollo para la paz del PDP del Magdalena Medio. 

El PDP es una corporación que nació en los días duros del conflicto, en 1995. Fue una iniciativa de la Unión Sindical Obrera (USO) junto con el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) y la Diócesis de Barrancabermeja. La idea era -y sigue siendo- construir paz desde los territorios con especial énfasis en las víctimas del conflicto, apoyar sus proyectos y formas de vida, investigar las causas y consecuencias del conflicto armado. 

A eso se dedica Nilson, con quien pude hablar esa tarde. Dice que uno de los males históricos de San Pablo es la clase política: “En San Pablo la corrupción es persistente y muy peligrosa”. Recientemente fue aceptada una demanda contra el alcalde electo, Omar Bohórquez Rojas, porque su esposa, Jessica Abello Villegas, es la gerente del ESE Hospital Local del municipio de Simití, y habría apoyado desde su administración la elección de Bohórquez. 

Nilson sabe que el Sur del Bolívar es una zona en constante disputa. “Hay mucho oro y también coca. En San Pablo y Cantagallo no tanto, pero en el resto de la zona rural, sí”. No obstante, me advierte que “existe una suerte de  “paz mafiosa” entre el ELN y el Clan del Golfo, quienes acordaron no disputarse sus territorios ya divididos”. 

Nilson también está muy enterado de las dinámicas de resistencia que han consolidado algunos de los sanpablenses. Uno de ellos es Aldair. 

La resistencia rapera

Aldair es un hombre joven, de estatura baja y brazos fuertes. No solo rapea y le gusta el hip hop como a muchos muchachos de Barranca, también hace breakdance, malabares y teatro. La regla en la región es ser atlético, pues la mayoría de jóvenes afrontan tempranamente los rigores del trabajo en el campo o en las ciénagas. Es una bendición pero también una maldición. Su condición física los hace atractivos para reclutadores que los buscan como raspachines. Se van una temporada de 3 meses o más y luego vuelven con algo de dinero. 

Aldair haciendo malabares en una comparsa durante las fiestas patronales

Aldair es un líder social, juvenil y ahora político de su pueblo. Los líderes sociales de los lugares donde la violencia se ha asentado tienen un carisma radiante y una valentía a toda prueba. “Mi única formación ha sido mis ganas de ver bien a San Pablo”, reconoce. La cotidianidad de Aldair cambió el 27 de octubre del 2019, cuando resultó electo concejal de San Pablo. Eso lo tiene emocionado y ocupado. Todo para él comenzó en Líneas Subterranéas.

—Así empezó para nosotros el liderazgo social —me dice.

Era una cosa de amigos, una vaina de gustos, y a nosotros nos gustaba sobre todo el hiphop.

“Nosotros no nos movíamos tanto por el fútbol o por el baloncesto, nos gustaba más practicar lo que era el hip hop”.

Una jornada de breakdance en San Pablo

En Barranca (otra vez Barranca), el rap y la cultura del hip hop se han potenciado desde hace años. La cultura rapera, desde sus orígenes en Estados Unidos, tiene una correlación muy fuerte con los procesos de industrialización de las ciudades. Son los hijos del proletariado que viven contextos difíciles de la periferia. La música resulta ser, en Nueva York o en Barranca, una respuesta social a esas condiciones de vida y un vehículo que reivindica sus orígenes, su condición de clase, su raza, etc. 

Desde hace un tiempo, los raperos de Barranca fueron llevando su música por el Magdalena hasta los demás pueblos. A San Pablo llegó, según me contó Aldo (así le dicen). 

“Éramos como 30 o 40 jóvenes, hasta que llegó un programa del Estado llamado la Legión del Afecto. Ellos trabajaban con jóvenes que querían un cambio en el municipio por medio del arte. Ahí había muchas propuestas y encontramos algo así como un refugio en ese programa, que era lo único que nos ofrecía el Estado, en medio de tantas necesidades. 

Aldair grafiteando las paredes de San Pablo con el nombre de su grupo “Línea Subterránea”

Un día el programa se terminó, se fue, y todos los muchachos que estábamos ahí, que ya no solo tenían que ver con el rap o el grafiti, armaron sus propios grupos. Nosotros, con el hip hop hicimos eso mismo”.

El parche de Aldo, que ya existía, empezó a tener nombre desde ese momento: Líneas Subterráneas. Ahí despegó todo realmente. “Nunca lo habíamos visionado desde lo político, hasta el año pasado -asegura Aldo. Se nos presentó la oportunidad, pero siempre supimos que queríamos cambiar el pueblo desde el arte”. 

***

“Yo soy el vocero actual de líneas subterráneas, soy beatbox, soy rapero, soy pintor, soy albañil, soy constructor, soy padre de familia soltero de una niña de dos años de quien me encargo por completo. Soy una persona que se ha formado desde su personalidad, no desde estudios, sino desde la necesidad y la preocupación por el municipio”. 

Desde niño, Aldair entendió que el abandono del Estado era una injusticia. “La verdad, haber aspirado a un cargo público fue algo que no esperaba. Critique siempre, y critico a los políticos. A los politiqueros. Porque la política tiene que ser un portal amplio y real para manifestar la democracia, no puede ser que los politiqueros destruyan la democracia con sus mentiras y su corrupción”. 

Irónicamente, Aldair (de blanco) quedó concejal por el Partido Conservador.

 

“Hay muchas personas que no les gusta que uno piense así, y que intente revolcar la forma de hacer política. Eso también es peligroso, pero es una responsabilidad a la que hay que ponerle el pecho. Mi idea es seguir siendo lo que soy, seguir siendo malabarista, rapero, beatbox, a pesar de estar en la política. La idea es no perder la esencia y seguir transformando San Pablo”. 

La resistencia antigua

Canaletal es un corregimiento de San Pablo. Un pequeño y hermoso pueblo de dos calles, una iglesia de piedra blanca y músicos octogenarios que pasan el día recordando sus grandes hazañas de canto y baile por los pueblos del Magdalena. Si es real aquello de que “la única verdad es la música” pues aquí se encuentra toda la verdad del Magdalena y el conflicto, toda la verdad que se narra con los cantos de muchachos y de viejos.

Uno de ellos es Cachoto. Tiene más de noventa años y es proclamado como el mejor tamborilero de Canaletal.

Los canaletaleros dicen que Cachoto es un patrimonio vivo de su pueblo, cada año, en las fiestas patronales toca la tambora.

 

Omaida, la profesora, madre y lideresa de Canaletal, fue quien primero me habló de Cachoto. Me contó que era uno de los hombres más viejos de este pueblo y que había ganado fama por el tambor. También es famoso porque dicen que es abuelo de la mitad del pueblo.

—”Es que Cachoto tuvo muchos hijos con varias señoras del pueblo, y sus hijos tuvieron más hijos…”.

Cachoto podría ser el Buendía de Macondo, y los destinos de sus descendientes tan trágicos como en la novela de García Márquez. Uno de sus hijos fue asesinado a balazos mientras se bajaba de una canoa en el puerto de Canaletal, frente a niñas, muchachos y señoras. Cayó al río, como otros cientos de miles de cuerpos que se tragó el Magdalena. 

En una pared, esta escrito el himno de Canaletal. Habla de la tambora, el pescado, y la hoja de coca que alguna vez les dio para vivir. Foto: Cortesía

Cachoto tocó la tambora siempre y viajó con ella por el Magdalena. Pescaba para vivir. Iba y venía entre parrandas y competencias, en las que ganaba fama como un aedo del Caribe: con tambores y cantos de historias remotas. Entre eso, también supo de la guerra, pero no siempre cruzaron caminos; lo suyo era ir y venir con tamboras. Pero sí recuerda algunas cosas:

—Desde aquí, yo escuchaba los estruendos de las bombas que tiraban esos unos aviones que ni se veían —dice Cachoto —antes se escuchaba eso, pero hasta acá nunca llegaban.

—Por ahí venían guerrilleros, pero esos no le hacían nada a nadie —asegura Rember, el vecino con quien conversamos, que además lo secundaba con su guitarra.

—Pero luego vinieron los otros. Esos amenazaron con quemar el pueblo, pero yo no me fui, ahí me quedé—dice Cachoto.

***

 

Una de las calles de Canaletal

 

La Ciénaga de Cimilito

 

Canaletal visto desde la iglesia.

Omaida me acompaña de regreso a San Pablo, donde tendrá una reunión porque se pensionará y deberá dejar el cargo de profesora de prescolar del colegio por donde han pasado todos los canaletaleros. Allá mismo, en San Pablo, me despido de Aldair y regreso a Barranca, donde muchos siguen abriendo los ojos cuando oyen hablar de San Pablo. Algún día los abrirán con asombro para reocnocer la fuerza de un pueblo que resiste.