Colombia parece un yoyo con el siempre presente tema de la fumigación aérea de coca: que sí, que no, que de pronto otra vez.
El tema de la fumigación aérea de coca está volviendo a aparecer en el debate electoral, a pesar de que su utilidad ha sido seriamente puesta en duda y de que la aspersión aérea del herbicida llamado glifosato fue prohibida por la Corte Constitucional en 2017. Una vez más –como en el pasado– está siendo vendida por el Fiscal General y algunos políticos como la receta que nos ayudará a resolver el viejo problema del narcotráfico y a erradicar la cifra histórica de cultivos de coca (144.000 el año pasado, según el censo de Naciones Unidas) que tenemos.
Las preguntas del millón, entonces, son: ¿Cómo nos ha ido fumigando la coca con glifosato? Teniendo en cuenta lo que ya sabemos, ¿tiene sentido continuar con esa estrategia? ¿Qué nos están prometiendo los candidatos presidenciales y qué tanto han pensado en si la solución sirve.
¿Cómo nos ha ido fumigando?
La respuesta corta es ni muy mal, ni muy bien. Decir que no sirve para nada o decir que ha servido muchísimo son simplificaciones que no explican el cuento.
En un país donde poco estamos conectados con lo que sucede en zonas rurales, la fumigación suena como una fórmula útil y sensata: al final de cuentas, son cultivos que están declarados como ilícitos y alimentan las cadenas del narcotráfico. Pero la realidad es mucho más compleja que eso: ha sido una estrategia supremamente costosa que tiene resultados muy agridulces.
Ha sido históricamente la principal herramienta del país contra los cultivos de coca, que bajaron mucho durante el segundo gobierno de Álvaro Uribe y el primero de Juan Manuel Santos, pero nunca desaparecieron del todo. De hecho, nunca bajaron de 42.000 hectáreas (una tercera parte de lo que hay hoy), que sigue siendo una cifra alta comparada con Perú y Bolivia, los otros dos países productores.
No hay evidencia de que fumigar haya sido la principal razón por la que bajaron cuando bajaron, ni de que no fumigar haya causado que subieran. Por ejemplo, 2013 –el año en que tuvimos la cifra históricamente más baja de coca– también fue hasta ese momento aquel en que menos se fumigó.
Al mismo tiempo, el descenso en los cultivos de coca que arrancó fuertemente en 2007 coincide con el momento en que Colombia empezó a cambiar –o al menos combinar– estrategias: no solo se concentró en los cultivos, sino que reforzó las incautaciones de cargamentos de cocaína saliendo del país y la destrucción de laboratorios donde se procesaba. Es decir, menos coca es el resultado de una serie de acciones y no de una sola.
A eso se suma uno de los grandes problemas: tras el paso de los aviones fumigando, hay un porcentaje muy alto de resiembra. Por ejemplo, entre 2011 y 2012 Naciones Unidas estimó que el 50 por ciento de la coca asperjada se había vuelto a cultivar en la siguiente temporada de lluvia. ¿Por qué? Por razones que van desde la falta de alternativas económicas para los campesinos en esas regiones alejadas de los mercados, hasta el hecho de que –con las fumigaciones– pierden toda confianza en el Estado.
Pero sí es una realidad que la fumigación sirve para disuadir a los campesinos de sembrarla, como le cuentan a uno en zonas cocaleras. La realidad de que en los últimos años la coca se fue concentrando en los parques nacionales, resguardos indígenas y consejos comunitarios afro –el 32 por ciento de la coca hoy– tiene que ver con que ahí no se puede legalmente fumigar, por el impacto ambiental y social.
Al final, el problema no es que no sirve, sino que cuesta muchísimo –imaginen el costo de los operativos aéreos– pero logra relativamente poco. Y ni siquiera es posible entender qué tan efectiva es porque la mayor parte de la información sobre el programa de aspersión –presupuesto, metas– no ha sido pública nunca.
Sin embargo, hay estudios serios que han intentado calcular el costo real, teniendo en cuenta los índices tan altos de resiembra. El economista Daniel Mejía –actual secretario de seguridad de Bogotá– calculó que erradicar una hectárea de coca de manera definitiva implica fumigar 30 hectáreas. Dicho en otras palabras, si fumigar una sola hectárea cuesta aproximadamente 2.600 dólares, eliminarla para siempre no bajaría de 72.000 dólares.
¿Qué otros efectos ha tenido la fumigación?
Uno de los problemas grandes de la fumigación –que se hace con el herbicida llamado glifosato– es que ha dejado efectos secundarios por donde ha pasado.
El debate más duro se abrió en 2015, cuando la Organización Mundial de la Salud –la agencia de Naciones Unidas para temas de salud– decidió reclasificar el glifosato como una sustancia “probablemente cancerígena”. Lo hizo después de una investigación de la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC), que es su brazo científico.
Fue justamente en ese contexto que el ministro de Salud Alejandro Gaviria pidió al Gobierno reconsiderar su uso –por su potencial riesgo– y que, finalmente, el gobierno Santos resolvió suspenderlo unos meses después. En 2017, la Corte Constitucional prohibió su uso en un fallo para proteger a una comunidad indígena del Guaviare, explicando que debería primar el principio de precaución en temas de salud y ambiente.
Esa, sin embargo, es apenas una parte de los efectos del glifosato, que varios académicos colombianos ya venían estudiando.
Hay indicios, por ejemplo, de que afecta la salud de las comunidades locales. Los economistas Daniel Mejía y Adriana Camacho, tras cruzar los datos de aspersiones y citas en el sistema de salud, probaron que aumentan las consultas médicas en épocas de fumigación y que hay evidencia de un alza en los trastornos de la piel y en los abortos.
También caen los indicadores de calidad de vida. Otra economista, Sandra Rozo, comprobó que en municipios fuertemente asperjados aumentan las tasas de trabajo infantil y de mortalidad infantil. La causa no sería el glifosato mismo, sino el aumento de los niveles de pobreza en las comunidades fumigadas y el hecho de que, ante la pérdida de cosechas, las familias empujan a sus hijos menores de edad a trabajar.
A eso se suma que en las regiones fumigadas aumenta –según ha medido el politólogo Miguel García– la desconfianza de las comunidades hacia la Fuerza Pública y hacia todo el Estado, haciendo mucho más difícil una intervención duradera en esos territorios.
¿Hay mejores maneras de hacerle frente al problema?
Desde hace 20 años, en Colombia medimos el éxito de la lucha contra las drogas por el número de hectáreas de coca que tenemos sembradas y el número que son fumigadas.
Esos dos números, sin embargo, no son buenos indicadores de si se está reduciendo la droga que sale del país o si está mejorando la salud de quienes la consumen, que son –en últimas– las grandes metas. De hecho, la mayoría de las veces, simplemente afecta a los campesinos que la cultivan, que ganan muy poco y que son el eslabón más vulnerable de la cadena del narcotráfico. Es decir, donde no está la plata y tampoco la violencia.
Por eso, en el mejor de los casos, la fumigación no es sino un pañito de agua tibia que no resuelve los problemas reales que tienen los campesinos, como la falta de asistencia técnica –como veterinarios y agrónomos– para cambiarse a otros productos, la falta de vías para sacarlos de sus fincas o la falta de redes comerciales para venderlos.
Y también por eso la solución al problema de los cultivos pasa necesariamente –como plantea el Acuerdo de paz– por ayudar a esos eslabones más débiles de la cadena a pasarse a otras actividades productivas que sí representen una oportunidad viable y mejoren sus condiciones de vida.
Eso implica, sin embargo, trabajar mano a mano con las comunidades, en vez de enfrentarse a ellas a la fuerza. Implica acompañarlos en todo el proceso, apoyándolos en acceso a mercados, asistencia técnica y bienes y servicios públicos. E implica hacerlo a lo largo de un tiempo, porque la sustitución y su sostenibilidad no ocurren de la noche a la mañana. (Algo similar aplica para el otro eslabón débil, los consumidores, que necesitan un enfoque de salud pública).
¿Qué ventaja tiene eso? Que la Fuerza Pública puede concentrar su capacidad operativa en los eslabones de la cadena del narcotráfico donde sí están la plata y el crimen.
Y, hablando de otras estrategias, ¿está funcionando la del Acuerdo de paz?
Más o menos. En 2017, Colombia estrenó el Acuerdo de paz con un récord histórico de áreas cultivadas con hoja de coca en 15 años. A la vez, comenzó a trabajar el Programa Nacional Integral de Sustitución de cultivos (PNIS), el proyecto quizá más ambicioso que ha diseñado un Gobierno colombiano para cambiar la coca por economías legales (que, por añadidura, por primera vez vincula a las Farc en la solución del problema).
Su balance hasta ahora es agridulce. En primer lugar, porque todavía hay una dislexia profunda en el Gobierno en el tema de droga. Hay dos estrategias trabajando simultáneamente y chocando entre sí: una de sustitución voluntaria de la mano de las comunidades y otra de erradicación manual forzosa con Policía (que tiene el mismo problema de resiembra que la fumigación). Aunque el Gobierno dice que no, las dos estrategias –que deberían funcionar como una zanahoria y, cuando no funciona, un garrote– se vienen pisando los zapatos y operan en completa desconexión.
A eso se suma que, aunque un número grande de campesinos ya han erradicado su coca (unas 25.000 familias), todavía están muy atrasados los programas que deben ayudarles a cambiar de cultivos, no han llegado los agrónomos que los asesoran y, mucho menos, la inversión del Estado en vías, servicios públicos y acceso a mercados que debe apuntalar esa transición. Es decir, todo el capítulo rural del Acuerdo de paz está cojo.
Además –como ha probado el investigador Juan Carlos Garzón– la violencia se ha disparado en zonas cocaleras. Mientras en los municipios con coca los homicidios se dispararon 12 por ciento este año, en el resto del país bajaron 8 por ciento, mostrando que es ahí donde está parte del problema. Y, más específicamente, en los municipios con coca donde coinciden actores armados aún, como el ELN, las bandas criminales o las disidencias de las Farc.
En todo caso, habrá que esperar el próximo censo de cultivos de Naciones Unidas –que suele salir en junio– para entender cómo está la foto de la coca y, en últimas, si lo que se ha hecho distinto en el último año está funcionando o no.
¿Se puede fumigar sin glifosato?
Sí. Desde que se suspendió el uso del glifosato para fumigar la coca, la Policía Nacional comenzó a investigar qué otros herbicidas y qué moléculas podrían reemplazarlo. Es decir, todavía hay sectores del Gobierno –liderados por el Ministerio de Defensa– que no descartan regresar a la aspersión. La información pública sobre esas moléculas es, sin embargo, casi inexistente. (Al mismo tiempo, viene aumentando en el mundo la presión por dejar de usar el glifosato, que sigue siendo el herbicida más común entre los agricultores colombianos. Francia, que lo quiere prohibir, por poco logra este año que la Unión Europea lo bloqueara).
¿Qué dicen los candidatos?
Hasta ahora, los candidatos presidenciales no han hablado mucho de fumigación –ni, en general, de política de drogas– y, cuando lo han hecho, ha sido usualmente para quejarse del incremento en los cultivos de coca.
Iván Duque y el Centro Democrático han sido los más vocales en el tema, prometiendo regresar a la fumigación aérea y acusando –sin pruebas– al Gobierno de haberla prohibido no por razones de salud sino por exigencia de las Farc. (Duque también ha dicho que continuaría con los programas de sustitución de coca pero volviéndolos “obligatorios” en vez de “voluntarios”, una frase que esconde una enorme falacia, pues en ningún momento la sustitución de coca ha sido opcional para los campesinos que la tienen sembrada, sino que se privilegia la concertada con las comunidades y, en caso de que la rechacen, les aplica la forzada).
Germán Vargas Lleras también habló el año pasado de retomar la aspersión, pero lleva más de seis meses en casi total silencio sobre el tema. Pero, en general se ha preocupado más por desmarcarse del aumento de cifras de coca, argumentando –con números erróneos– que las cifras eran bajas cuando él era Ministro del Interior y Justicia y subieron después.
Humberto de la Calle –que lideró la negociación del capítulo de drogas en La Habana– se ha quejado de la simplificación del debate sobre drogas, ha insistido en que el problema “no es quitarle coca a la gente, sino gente a la coca” y no ha descartado el uso de la aspersión como último recurso cuando lo demás no funcione (como, en efecto, lo dice el Acuerdo).
Gustavo Petro –que cuando era congresista se opuso a la fumigación con glifosato– prácticamente no ha abordado el tema en la campaña. En general ha planteado que se necesitan estrategias distintas para cultivadores y consumidores y se ha concentrado en su propuesta de que el Estado compre la cosecha de hoja de coca a los campesinos. Algo que resolvería realmente el problema de fondo.
Finalmente, Sergio Fajardo ha hablado muy poco del problema de la coca, pero se ha mostrado partidario de implementar el Acuerdo de paz como está, incluyendo ese capítulo.
¿Por qué seguimos hablando de fumigar?
Al final, el retorno de la fumigación aérea es más que nada una fórmula populista que promete soluciones de raíz y que recoge la indignación de los colombianos por el aumento –real– de los cultivos de coca en años recientes, pero que no explica cómo resolvería los problemas, de sobra documentados, de ineficacia, pérdida de legitimidad del Estado, falta de soluciones para los campesinos afectados o impacto ambiental del pasado.
Es una especie de ‘Retroceder nunca, rendirse jamás’, como el título de la famosa franquicia ochentera de películas de acción.