Julio Daniel Chaparro y Jorge Torres fueron asesinados el 24 de abril de 1991 en Segovia (Antioquia). El caso ajusta tres décadas en la impunidad. El Festival de Literatura de Bogotá, que empieza este sábado, se centra en la figura de Chaparro. Somos medio aliado de ese gran evento cultural.
Después de tomarse unas cervezas en una tienda de Segovia (Antioquia), Julio Daniel Chaparro y Jorge Torres iban rumbo al hotel en el que se hospedaban, pero en el camino les dispararon por la espalda y cayeron muertos. Eso fue el 24 de abril de 1991. Tras 30 años, el Estado no ha proferido ni una condena por ese caso.
Los dos llegaron a ese municipio del nordeste antioqueño para hacer una crónica sobre la masacre que ocurrió en noviembre de 1988. Chaparro estaba publicando una serie de crónicas llamada ‘Lo que la violencia se llevó’ en El Espectador. Torres, por su parte, era fotorreportero.
La primera acción de la justicia se demoró dos años: el 23 de agosto de 1993 la Fiscalía acusó a tres personas señalándolas de ser responsables del doble homicidio. Sin embargo, el 14 de enero de 1994, la misma entidad revocó la decisión argumentando que no podía probar su responsabilidad.
El caso estuvo 10 años sin avances, hasta que el 12 de abril de 2011 la Fiscalía expidió un auto inhibitorio en el que exponía que las tres personas que fueron señaladas en 1993 sí pudieron tener responsabilidad en el homicidio, pero que ya habían muerto. A lo anterior se sumó que el ente investigativo negó que a Chaparro y Torres los hubieran asesinado en razón de su oficio periodístico.
Ante la falta de justicia, en 2011 la Sociedad Interamericana de Prensa presentó el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Tras siete años sin avances, la Fiscalía declaró el doble asesinato como un crimen de guerra en 2018 y el 1 de febrero de 2019 acusó a tres integrantes del Comando Central del Ejército de Liberación Nacional (Eln) de ser responsables, por línea de mando, de los homicidios. Esa guerrilla nunca se ha pronunciado sobre el hecho, lo que ha mantenido en incertidumbre a las familias.
Tras 30 años de impunidad, las familias de Chaparro y Torres tienen muy pocas esperanzas de justicia. “Para mí lo importante es el esclarecimiento y el reconocimiento de las circunstancias más profundas de cómo y por qué se dio este caso. Es lo que siempre he esperado, el tema de castigo a los responsables, de prisión, no es algo que busque”, enfatizó Daniel Chaparro, hijo del reportero.
Por su parte, Diana Torres, hija del fotorreportero aseguró: “Desafortunadamente después de tantos años los hechos, los testigos se van perdiendo, entonces considero que va a hacer una labor que no van a lograr cumplir”. Ambos le recriminaron al Estado el hecho de que no hayan adelantado investigaciones suficientes para esclarecer la verdad de lo sucedido.
Parte de la poca esperanza que conservan Diana y Daniel está puesta en la CIDH. Ante esa instancia los acompaña la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip). En entrevista con este medio, Ángela Caro, abogada de esa organización civil, contó que pedirán una reunión de trabajo con la CIDH para hacerle entender la importancia del caso. “Las demoras de la comisión son un retraso a esa esperanza de las familias”, puntualizó.
El festival de Literatura de Bogotá este año rinde un homenaje a la vida y la obra de Chaparro, quien también fue poeta. El lanzamiento será este 24 de abril con un conversatorio sobre el trabajo de este periodista y habrá eventos, todos de libre acceso y en su gran mayoría virtuales, hasta el próximo 22 de mayo.
PACIFISTA! es medio aliado del Festival de Literatura de Bogotá, por lo que retransmitirá por sus redes varios de los eventos. El lanzamiento, que será el sábado a las 3 p.m., lo puede seguir acá. La programación completa la encuentra en este enlace.
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Reproducimos un capítulo del libro Inquieta Certidumbre, publicado por la Fundación Fahrenheit 451, una antología poética y periodística de lo que nos dejó Julio Daniel Chaparro.
La alborada de Julio Daniel Chaparro
“Tuve una juventud que luchó por otra vida por merecer al menos esta que yo tuve (…)”
Julio Daniel Chaparro.
Desde que era un niño, Julio Daniel Chaparro empezó a rechazar las injusticias. A sus 3 años, en 1965, no entendía por qué los niños no podían participar en las conversaciones de los adultos. Cuando su abuelo le dijo que el burro joven inclina sus orejas ante el burro viejo, él le respondió: “Por qué si yo tengo la boca es para hablar ¿por qué? Dígame, abuelito, por qué”. Hijo mayor de Héctor Julio y María Inés Hurtado; él, periodista y ella, docente, siempre fue un niño inquieto. “Era muy ágil y sabía liderar”, recuerda ella.
Un día los profesores de kínder de su colegio tuvieron que dictar una clase para padres de familia, en compañía de los niños, sobre cómo hablarles de sexo a sus hijos. La decisión se dio luego de que una niña llamada María del Pilar les preguntó a sus padres por las razones de los dolores posteriores a una cesárea que le habían practicado a su mamá, le dijeron que quedó embarazada porque su papá le había dado un beso. Días después, la niña empezó a esconderse y a decir que le dolía la cabeza. Sus padres y los profesores intentaron averiguar la causa de los comportamientos extraños, un día ella contó que estaba embarazada porque Julio Daniel le había dado un beso.
Cuando él tenía entre 12 y 13 años llegó al colegio una profesora que les preguntó a los alumnos qué querían aprender en clase de religión. Escogieron como tema la sexualidad, pero ella se negó por el miedo que le daba hablarles a los niños sobre estos temas. Entonces él se ofreció, “le dictó clases de sexo a los muchachos como se la habían dictado en kínder”, recuerda María Inés.
Ella ha sido una mujer de posiciones firmes. En sus primeros años peleaba con su papá porque no les hallaba sentido a las intestinas luchas entre los conservadores y los liberales. Más tarde enarboló la bandera de la cédula femenina en tiempos en que solo los hombres eran ciudadanos. Luego de tener a Julio, no ocultaba sus simpatías por el Partido Comunista.
Héctor Julio, ocasionalmente, viajaba a Cuba. En el barrio El Caney de Villavicencio era conocido por traer reliquias salseras. De vez en cuando se reunían los vecinos a escuchar las nuevas adquisiciones de ese género que por esos años estaba en furor. En 1978 Héctor hizo un viaje a Cuba, para la fecha en que llegó a la isla se estaba celebrando el Onceno festival mundial de la juventud y los estudiantes. En esa ocasión descubrió la música de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y la nueva trova cubana. “Me precio de haber traído la primera música de Cuba a Villavicencio”, exalta con orgullo. La revolución llegó a los oídos de su hijo y sería determinante. “Eso influyó demasiado, canciones políticas de contenido social”, puntualiza.
“Siempre fue un muchacho de izquierda, de avanzada. No se iba un borrego detrás de las cosas sin pensar”, rememora María Inés. Cuando Julio Daniel estaba en octavo, empezó a oponerse al Estatuto docente promulgado por el gobierno de Misael Pastrana. Hizo pedagogía entre sus compañeros de la Escuela Normal Superior de Villavicencio. María Inés cuenta que él decía: “Si no les conviene a los profesores, tampoco nos conviene a nosotros”.
La censura no tardó en llegar. Julio Daniel fue premiado como el mejor estudiante de la Normal en los 23 años de historia que para esa época cumplía la institución. A pesar de esto, María Inés cuenta que cuando fue a matricularlo para el siguiente curso: “El profesor Alejandro Hinestrosa no me lo recibió, me dijo que no tenía cupo allá que porque era un comunista”. Entonces lo matriculó en una institución educativa de Restrepo (Meta). “En todos los colegios donde él estudió fue un líder natural”, cuenta su papá. Una vez intentaron expulsar a uno de sus amigos, Jaime Fernández, y él promovió un paro que obligó a que lo reintegraran.
Dice Mauricio Álvarez, quien fue su amigo desde la infancia, que la llegada a ese nuevo colegio hizo que Julio Daniel se metiera de lleno en la política. Se unió a la Juventud Comunista (Juco) y fue tal el compromiso con la organización que vendía puerta por puerta el periódico VOZ Proletaria, fundaba centros de estudios y participaba en vigilias por causas internacionales como la defensa de la revolución sandinista en Nicaragua. También fue delegado para estar al frente de 333, una emisora comunista que fundaría junto a José Vicente Casadiego, a quien conocían como ‘Cheo’ y que llegó a ser un entrañable amigo del poeta periodista al interior de la Federación de Estudiantes de Secundaria del Meta (Fesme).
Un dilema en medio de la guerra
El día del grado de Julio Daniel, a finales de noviembre de 1982, hubo una fiesta grande en la casa de los Álvarez. Mauricio también se graduó ese día. A la reunión concurrieron las dos familias y varios amigos en común. “Esa noche hicimos la rumba del siglo, nos tomamos todo el trago que nos pudimos tomar”, recuerda Mauricio.
Al otro día tenían que presentarse a la Brigada del Ejército para las incorporaciones de bachilleres. Ninguno de los dos se mostraba preocupado porque veían remota la posibilidad de que a ellos les tocara sumarse a las filas. Era tal su confianza que antes de llegar pararon en una tienda y empezaron a tomar cerveza “como para desenguayabar”, dice Mauricio.
Momentos después de entrar a la Brigada, un bolero sería una premonición. Un soldado, a quien su acento lo delató como vallecaucano, vio pasar al grupo de bachilleres entre el cual iban Julio Daniel y Mauricio; con buen tono y afinación empezó a cantar, como algún día lo hiciera el puertorriqueño Daniel Santos: “Vengo a decirle adiós a los muchachos/ porque pronto me voy para la guerra”.
Unos minutos después se encontraban frente a un capitán del Ejército que les preguntó quiénes estaban enfermos o tenían alguna incapacidad para prestar el servicio militar. Todos dijeron estar incapacitados. El militar llamó a un médico y empezó uno por uno a preguntarles qué tenían. Julio Daniel mintió, dijo que tenía pie plano:
-“Todos los que tengan el pie plano pasen para acá”, exclamó el militar.
Eran como unos 20. El capitán dijo: “Denle 10 vueltas a la cancha de fútbol”.
Álvarez no dijo que tenía el pie plano por lo que, mientras el grupo le daba vueltas a la cancha, escuchó que el capitán dijo:
—“¡Eso es lo glorioso del Ejército, aquí la gente se cura rápidamente. Miren, esos que estaban enfermos ya se curaron!”.
Ninguno de los impedimentos fue aceptado por el capitán que dirigía el reclutamiento. El médico fue un invitado de piedra. A las 3 de la mañana Julio Daniel y Mauricio estaban en un bus rumbo a Bogotá. Ahí se dieron cuenta de que no había nada que hacer; habían sido incorporados. En Villavicencio las familias se preocuparon. Las mamás de ambos salieron a buscarlos. Durante 10 días el Ejército no les dio razón de sus hijos, hasta que un día se pusieron bravas ante un coronel que, tras hacer una búsqueda en un computador, les dijo que habían sido trasladados a Yopal (Casanare).
Los dos jóvenes recibieron entrenamiento militar en el batallón de esa ciudad hasta que les ordenaron ir a Tame (Arauca), zona con fuerte presencia del ELN. Antes de iniciar el viaje les dieron morteros, lanzagranadas, ametralladoras. Como lo había advertido el bolero, se iban a la guerra.
En Tame, a Julio Daniel le asignaron la función de llevar el inventario en una tienda y distribuir los enseres a los soldados. Por eso no le tocaba hacer guardia ni desarrollar las labores más riesgosas. Él se inventó un concurso entre los reclutas con la intención de que no olvidaran lo que habían aprendido en sus colegios (todos eran bachilleres). Esperaba que eso les ayudara a ingresar a la universidad luego de que terminaran de prestar el servicio militar.
Un día les ordenaron hacer un patrullaje por Puerto Rondón (Arauca), donde la presencia guerrillera era muy fuerte. Al ver cómo se planeaba meticulosamente el procedimiento y lo peligrosa que era la misión, Julio Daniel les pidió a sus superiores que lo dejaran ir con el resto del escuadrón. No encontraba justo que sus compañeros se arriesgaran mientras los esperaba en la base. El patrullaje se llevó a cabo sin ningún sobresalto.
Para él, sin embargo, la guerra fue una experiencia amarga. Cuenta María Inés que luego de un atentado contra el Ejército en Caquetá, hacia marzo de 1983, algún compañero les informó a sus superiores que Julio Daniel pertenecía a la Juco, por lo que fue estigmatizado. Él les escribía cartas a sus papás en las cuales expresaba su confusión en medio del conflicto armado: “Mamá, ¿qué hago yo si me encuentro con un guerrillero? ¿Qué cree que debo hacer yo? Es mi hermano ideológico, pero mi enemigo de bando”. “Lo comenzaron a acosar y a tratar mal”, relata ella.
A los Chaparro Hurtado les tocó ver morir a varios de sus amigos, como el excongresista de la Unión Patriótica Pedro Nel Jiménez, a consecuencia del odio que escupían armas que acallaron a miles con filiaciones de izquierda. La zozobra y los velorios eran compañeros frecuentes. Los afiches de Fidel Castro y Salvador Allende, que estaban instalados en la sala familiar, fueron descolgados y el miedo ante tan aterradora violencia los condenó a la hoguera. La misma hoguera convirtió en cenizas esas cartas en las que Julio Daniel plasmó las inquietudes que tuvo en el Ejército. “Él y yo estuvimos reseñados por la Brigada porque éramos militantes”, recuerda Héctor Julio.
Julio Daniel se quedó dos meses más en Arauca. Lo que pasó luego quedó marcado para siempre en la memoria de quienes lo quisieron. “Una tarde llegó un telegrama en el que informaban que lo trasladaban para Villavicencio. Nos dijeron que le iban a dar licencia permanente. Todo el mundo se preguntaba por qué”, cuenta Mauricio. María Inés se enteró que a Julio Daniel lo habían mandado para Villavicencio. En ese momento ella se fue a la Brigada a preguntar por su hijo, pero le dijeron que no estaba ahí. Cuando caminaba hacia su casa, sin una respuesta, alguien le dijo que a él lo habían devuelto porque se enteraron de que hacía parte de la Juco. Se devolvió.
Entre lágrimas María Inés reconstruye el momento en el que volvió a ver a su hijo, a inicios de julio de 1983: “Yo estaba esperándolo en un quiosquito. Lo vi cojeando a lo lejos y venía hacia donde yo estaba. Cuando él me ve se paró derecho y comenzó a caminar bien, entonces yo le pregunté que qué le pasaba, que por qué caminaba así. Él me dijo y me repitió que no le pasaba nada. De tanto insistirle él se subió la camiseta y me mostró. Lo habían puesto como un lázaro, estaba todo negro, le debieron dar pata; le dieron, pero terrible”.
Por miedo a represalias, ni la familia ni Julio Daniel denunciaron los maltratos. Solo quedan las versiones que él mismo contó a sus amigos sobre su abrupta salida del Ejército:
“Me contó cómo le dieron la libreta militar –recuerda Cheo– Llegó un teniente y le puso una pistola en la cabeza y le gritó:
—Quiero que me hable como soldado de la patria.
—Como diga, mi teniente —contestó Julio Daniel.
—¿Usted está de acuerdo con el Ejército Nacional?
—Como soldado: señor, sí, señor.
—Bueno ahora hable como ser humano.
—No estoy de acuerdo, por mis principios, y mis convicciones políticas.
Entonces accionó el arma, pero no estaba cargada. Le dijo: “¿Sabe qué? Váyase que usted aquí no sirvió. Usted no nos sirve para nada”. Tanto su alborada como el paso obligado por el Ejército habían terminado para Julio Daniel Chaparro, no sin dejar a sus 19 años huellas de la violencia que él luego se dedicaría a narrar.
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