Segunda parte de una pequeña historia del más grande escándalo de droga y política en Colombia. Por Jorge Cardona, Editor General de 'El Espectador.
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Este contenido es producto de la alianza entre ¡Pacifista! y el diario El Espectador.
Lea aquí la primera parte de esta historia.
Por Jorge Cardona*
El problema para el Gobierno es que la crisis del proceso 8.000 no daba tregua, y en cuarenta y ocho horas su victoria tenía contrapeso. Esta vez, por la revelación de un nuevo narcocasete con una conversación entre Samper y Elizabeth Montoya de Sarria, esposa del narcotraficante Jesús Amado Sarria.
Del diálogo se podía deducir que la mujer orquestó una colecta para contribuir a la campaña. En medio de la conversación y ante la reticencia de la interlocutora para reunirse con el candidato en Bogotá, salió a flote la expresión con que se conoció al enigmático personaje. “No sea tan retrechera monita, no sea así de remilgada”, expresó Samper, y “La monita retrechera”, como se le identificó desde entonces, se volvió acertijo para descifrar secretos ocultos en una campaña electoral que careció de filtros y, en cambio, dejó un reguero de sospechas.
Al tiempo que el ministro del Interior Horacio Serpa encaraba a la oposición en el Congreso y la Fiscalía y la Corte Suprema sumaban procesados al 8.000, el 15 de agosto se produjo la captura del exministro de Defensa, Fernando Botero. Fue conducido a la Escuela de Caballería del Ejército, en el sector de Usaquén, pero rechazó cualquier responsabilidad en la presencia de dineros del narcotráfico en la campaña presidencial.
En las calles de Bogotá, espontáneos manifestantes comenzaron a exigir la renuncia de Samper para superar la crisis, y su respuesta, enmarcada en su habilidad política para eludir aguijones, fue convocar a la Casa de Nariño a los dignatarios de los tres poderes públicos del país para plantearles una Cruzada Nacional contra la Violencia con un puntal de fondo: la declaratoria del estado de excepción de la Conmoción Interior.
Por esos mismos días, el cartel del Norte del Valle, una poderosa organización que pasaba de agache desde los tiempos de la persecución a Escobar y de la cacería al Cartel de Cali, empezó a estructurar su propia senda para guarecerse.
Aunque traficaba desde finales de los años setenta, mantenía bajo perfil, se concentraba en su poder regional y contaba con una ventaja operacional: la mayoría de sus miembros habían sido agentes o suboficiales de la Policía. Eso les permitía moverse con holgura en la delgada línea entre lo permitido y lo ilegal y cooptar otros miembros de la institución para sus planes. Cuando sus capos entendieron que la persecución era implacable y que, después de los Rodríguez y Santacruz, iban ellos, empezaron a darle forma a su estrategia de salvamento: entregarse a las autoridades en el contexto de la ley ochenta y uno de 1993.
En las calles de Bogotá, espontáneos manifestantes comenzaron a exigir la renuncia de Samper. Su respuesta fue declarar la Conmoción Interior
Por el contexto de intensa acción judicial que se vivía en Colombia, para capos de la índole de Víctor Patiño, Henry Loaiza o Juan Carlos Ramírez era mejor negocio ir a prisión y eludir las redadas de la Policía o las vendettas de los carteles. Con su reclusión voluntaria en las cárceles podían sentirse a salvo y, desde la clandestinidad, sus aliados y traquetos libres para impulsar rutas de distribución de droga, nóminas de funcionarios untados o ajustes de cuentas.
Además, por la misma época, la entrega a la DEA del contador principal del Cartel de Cali, el chileno Guillermo Alejandro Pallomari, y su inmediata inserción en el Programa de Protección de Testigos de Estados Unidos encendieron un ventilador judicial y pusieron en desbandada a la extensa red de beneficiarios de los dineros ilícitos de la organización, que continuaron sumando encumbrados nombres al organigrama.
El excongresista Eduardo Mestre, útil consejero de los Rodríguez. El procurador delegado para la Policía Judicial, Guillermo Villa Alzate, funcionario encubierto y asesor jurídico de alto vuelo. El abogado penalista Armando Holguín Sarria, exconstituyente y excongresista atento a pulir decretos y leyes para afilar los intereses de los capos. El empresario deportivo César Villegas, ávido testaferro y artífice de enriquecimiento ilícito. El exalcalde de Cali, Mauricio Guzmán Cuevas, con estrechos vínculos con el lavado de activos del narcotráfico. El testaferro y súbito benefactor Julián Murcillo o el congresista Jorge Ramón Elías, receptor de dineros del Cartel de Cali e impulsor de sagaces acciones legislativas para darle golpe de gracia a la extradición. Algunos puntos de enlace en el sofisticado sistema empresarial de fachada del malogrado Cartel de Cali.
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Políticos, periodistas, futbolistas… y violencia
En los siguientes meses, la mayoría de los señalados por el confeso Guillermo Pallomari terminaron enredados. Y no sólo siguió creciendo el número de políticos o funcionarios comprometidos en el 8.000, sino también el de periodistas, directivos del fútbol, jugadores profesionales o personajes de la farándula o la cultura.
Pallomari descifró uno a uno sus balances y, en la oleada de filtraciones de piezas procesales a los medios de comunicación, a todos alcanzó para reportar nuevos nombres y circunstancias anómalas. En ese momento, la defensa de Ernesto Samper, eje de la discusión y la polarización política, fue insistir en que la única verdad del problema era que él enfrentaba a “una completa y artificial armazón, fríamente calculada y elaborada, llena de falsedades conjeturas en infundios, que fueron infiltrándose en la opinión pública para desacreditar al gobierno”.
Hasta que la violencia llegó para aumentar la confusión.
El 27 de septiembre, en Bogotá, cerca a la universidad Externado de Colombia donde era catedrático, fue blanco de un atentado Antonio Cancino, abogado del presidente Samper. Dos escoltas perdieron la vida y un tercero quedó herido. El presidente denunció que la acción era parte de una alianza entre intereses nacionales e internacionales empeñados en alterar el curso libre de la indagación y que además seguían decididos a que él no pudiera probar su inocencia. Más directo, a una sugerencia de los periodistas de que la DEA pudiera estar comprometida en los sucesos, el ministro Horacio Serpa contestó: “A mí me suena bastante”.
Luego el gobierno insistió que había un complot en marcha y acusó al vicefiscal Adolfo Salamanca de mover los hilos de la desestabilización del país, vía proceso 8.000.
En la práctica judicial, las presiones por el impacto del 8.000 ya eran enormes y la justicia no daba abasto con los miles de cheques de las empresas de los Rodríguez Orejuela.
Se sabía que en el pasado habían tenido banco propio y corporación financiera, amén de muchos otros negocios, pero la pesquisa quedó circunscrita a los tiempos recientes. Si con esa sola vertiente el país temblaba, no había suficientes sitios de reclusión o salas de juzgamiento en Colombia para acusar a los miles de beneficiarios de los demás carteles o cartelitos durante tantos años de narcotráfico sostenido, sistemático e impune. El 8.000 representaba un expediente sin fin, con muchas ramificaciones. Una crisis que en la agonía de 1995 terminó parcialmente con una trasnochada decisión en la Comisión de Acusación del Congreso.
No había suficientes sitios de reclusión en Colombia para los miles de beneficiarios de los carteles o cartelitos durante tantos años de narcotráfico sostenido, sistemático e impune
Antes de concluir la primera hora del 14 de diciembre de 1995, con ambiente prenavideño en el entorno del Congreso, el representante investigador Heyne Mogollón anunció públicamente a los medios de comunicación que, por falta de pruebas, la célula legislativa había proferido auto inhibitorio en favor de Ernesto Samper.
Era el certificado que necesitaba para aferrarse a su silla. Con ese aval transitorio, madrugó a pedirle al país un esfuerzo por superar la crisis y firmar un pacto social. Luego renovó su gabinete, con la concertada salida de su escudero mayor, el ministro Horacio Serpa, de una vez perfilado como su sucesor. En su sentir, la tempestad amainaba, y en el tránsito hacia 1996, todo apuntaba a que iba a recobrar el rumbo de su mandato con una buena dosis de capos presos.
Pero los hechos se encargaron de alterar rápidamente su optimismo.
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Cortinas de humo para el país de los abogados
El primer suceso se presentó el 11 de enero, cuando se evadió de la cárcel de La Picota el capo del Cartel de Cali, José Santacruz Londoño. Apenas duró 192 días preso. El subsecretario de Estado para asuntos de narcóticos, Robert Gelbard, se declaró atónito. “Estamos aún más escandalizados ante el hecho de que las autoridades colombianas no han querido asimilar las lecciones del pasado”.
Contra Santacruz existía un largo prontuario en Estados Unidos, pero la causa principal en su contra era su responsabilidad en el asesinato del periodista cubano Manuel de Dios Unanue en un restaurante del barrio Queens en Nueva York en marzo de 1992. Frechette aprovechó la confusión para anunciar el objetivo prioritario de Washington: revivir la extradición como fórmula para recomponer las relaciones.
Hasta que sobrevino el límite de la crisis con tres entrevistas que el exministro de Defensa Fernando Botero concedió, el 22 de enero de 1996 desde su sitio de reclusión en la Escuela de Caballería del Ejército, a la cadena Univisión, al diario Washington Post y el noticiero de televisión CM&.
Botero afirmó que el presidente Samper sí sabía de la filtración de dineros del narcotráfico a su campaña presidencial y fueron horas de tensión política y de silencios largos que conjeturaban golpe de Estado o renuncia. Pero más hábil que todos, Samper replicó diciendo que Botero mentía para salvarse y luego sacó su repertorio de mago en cortinas de humo: sesiones extraordinarias para ser juzgado sin reserva sumarial, consulta popular para votar su presencia o su salida y tribunal de cuentas a instancias del Consejo Nacional Electoral para examinar la contabilidad de su campaña.
Botero afirmó que Samper sí sabía de la filtración. Fueron horas de tensión política que conjeturaban golpe de Estado o renuncia
Ninguno de esos anuncios se concretó, pero el día de la confesión pública de Fernando Botero le ayudó a solventar la gravedad de los señalamientos.
En la calle, estudiantes y ciudadanos salieron a reclamar su dimisión. En los círculos políticos el grito era que asumiera De La Calle. Varios ministros renunciaron. El comandante de la Segunda División del Ejército, Ricardo Cifuentes, criticó deliberante a Samper y argumentó que no merecía su respaldo. Los empresarios se dividieron entre el rechazo y la solidaridad. También hubo manifestaciones para respaldar al Gobierno. En un ambiente social caldeado y más capturas —María Izquierdo, Alberto Santofimio, Gustavo Espinosa, Álvaro Benedetti—, solo faltaba otro crimen que acrecentara el caos.
Y este se dio el 2 de febrero, cuando fue asesinada La Monita Retrechera, Elizabeth Montoya de Sarria.
El homicidio se perpetró en un apartamento del noroccidente de Bogotá, a donde Elizabeth Montoya había acudido para consultar a dos santeros cubanos sus malos presentimientos. Un mes atrás su esposo, el exsuboficial de la Policía Jesús Amado Sarria, había sido capturado por enriquecimiento ilícito y narcotráfico.
Desde septiembre de 1995 estaba citada a declarar por la Fiscalía en la pesquisa por los dineros del Cartel de Cali en la campaña Samper, luego de conocerse la grabación en que hablaba con el candidato sobre extraños que esperaban reunirse con él y hasta de un anillo de diamante de regalo. Resultó lógico que el crimen fuera atribuido a la urgencia de silenciarla, aunque la investigación derivó en un narcotraficante mediano que aprovechó la alarma de la mafia para quitársela de encima porque le debía una gruesa suma de dinero.
Igual, el asesinato multiplicó las conjeturas y subió la efervescencia de la crisis, hasta el 22 de febrero que se hizo calentura cuando el fiscal Alfonso Valdivieso denunció al presidente Samper ante el Congreso por un rosario de delitos en su campaña política. Fraude procesal, estafa, prevaricato, peculado, enriquecimiento ilícito y encubrimiento. Una noticia bomba, seguida dos semanas después con la apertura de investigación contra los ministros Rodrigo Pardo, Horacio Serpa y Juan Manuel Turbay. Como si fuera poco, el gobierno de Estados Unidos descertificó a Colombia por su baja contribución en la lucha antidrogas argumentando corrupción en altos niveles del poder ejecutivo. La renuncia de Samper se volvió tema ineludible, y él ofreció una reforma constitucional para adelantar las elecciones en una nueva cortina de humo adecuada para el país de los abogados.
En el del narcotráfico, las fichas se movieron para que cayera uno de los reyes. El capo del Cartel de Cali, José Santacruz Londoño, muerto a tiros en Medellín el 5 de marzo de 1996, cincuenta y cinco días después de su fuga de la penitenciaria de La Picota.
La Policía salió a cobrar la acción e incluso manifestó que ni siquiera había intervenido la DEA. Pero declaraciones posteriores de traficantes permitieron establecer que, después de su evasión, Santacruz se ocultó en Medellín, donde fue ejecutado en desarrollo de una maquinación entre el jefe de las autodefensas Carlos Castaño, que fingió acogerlo, y el coronel de la Policía Danilo González, que había cumplido un rol parecido en la ofensiva final contra Pablo Escobar. Reajustes del narcotráfico en un momento decisivo, puesto que el Cobierno tambaleaba y cada paso resultaba esencial para sobrevivir a las réplicas de un país en estado de escándalo.
Cada día un enredo más.
El 2 de abril fue secuestrado el arquitecto Juan Carlos Gaviria, hermano del expresidente César Gaviria, y el movimiento Dignidad por Colombia, que reivindicó la acción, condicionó su libertad a que Samper dejara el Gobierno. El plagio del grupo Jorge Eliécer Gaitán (Jega) y la sofisticada operación para liberar al cautivo dos meses después ocuparon la atención junto a los peldaños del juicio político a Samper en el Congreso, con una penúltima estación que dio una estocada a los cargos judiciales derivados de la violación de los topes legales de la campaña presidencial. Las resoluciones que los reglamentaron no fueron publicadas oportunamente en el Diario Oficial y las imputaciones derivadas de la falsedad, el fraude procesal o la estafa, se cayeron en el Consejo de Estado y rebotaron al expediente Samper en la Cámara de Representantes.
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‘Ni chicha, ni limoná’
El 28 de mayo se inició el juicio político a Samper en el Congreso.
La Comisión de Acusación respaldó el proyecto del representante Heyne Mogollón que propuso no acusar al primer mandatario ante el Senado y la Plenaria debía ratificarlo o revocarlo. El movimiento Dignidad por Colombia hizo saber que para liberar al arquitecto Juan Carlos Gaviria, la Cámara debía acusar por indignidad a Samper. Fueron quince días de cuenta regresiva a una decisión anunciada. Samper fue absuelto por mayoría de 111 votos a favor contra 46.
Al otro día las portadas de los periódicos del 12 de junio titularon con la victoria del Gobierno, pero la foto del día corrió por cuenta del liberado Juan Carlos Gaviria en brazos de dos hombres de la Policía. Ciertamente fue un canje entre familiares de los secuestradores y el director de la Policía, general Rosso José Serrano. Una vuelta que consumó Danilo González, que ya iba y venía del Estado a la mafia y viceversa.
Con absolución a bordo, Samper respiró tranquilo y tuvo tiempo de incomodar a Washington. El embajador Frechette respondió con un memorando para proponer que fuera invisibilizado y desconocido. El Departamento de Estado de Estados Unidos anunció que cancelaba su visa de ingreso. “La gente que intencionalmente ayuda a los narcotraficantes no es bienvenida”, expresó el vocero Nicholas Burns. “Mientras yo sea el presidente de Colombia, el embajador Frechette no volverá a pisar la Casa de Nariño”, fue la réplica de Samper, de gira por el país, manifestando que en los pueblos no necesitaba visa para entrar y salir. Al otro lado de la acera, el exministro Serpa, se fue lanza en ristre contra el vicepresidente De la Calle que se mantenía indeciso. “Usted, no es ná, ni chicha ni limoná”. De La Calle dejó el gobierno con Samper absuelto y la certeza de que todo se iba a poner peor.
Estados Unidos hundió su acelerador a fondo y el mecanismo más usado fue la certificación antidrogas. Un control creado por el Congreso para congelar toda ayuda no humanitaria y votar negativamente la concesión de cualquier préstamo financiero a países productores o de tránsito de droga con acciones insuficientes contra el tráfico de estupefacientes. En 1995 se le otorgó a Colombia por seguridad nacional, pero en 1996 y 1997 el país fue descertificado. Además, el gobierno norteamericano impulsó en 1995 la denominada Ley Clinton y su lista negra para prohibir toda asociación económica con aquellas empresas o personas naturales implicadas con dineros del narcotráfico. Era lógico que los primeros en el registro fueran los capos colombianos y sus principales socios. Washington tenía claro que más temprano que tarde regresaría la extradición.
En cuanto a Samper, la desconfianza iba más allá de los narcocasetes y los líos de la campaña presidencial. Sus principales detractores recordaban que ya estaba en el periscopio de Washington desde sus días como presidente de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras (Anif), a comienzos de los años ochenta, cuando se hizo célebre por su propuesta en favor de la legalización de la marihuana.
O desde su paso por la dirección de la campaña López Michelsen en 1982, cuando dejó comentarios sobre dineros de capos filtrados entre las donaciones. El 20 de septiembre, horas antes de viajar a Nueva York para intervenir en la Asamblea General de las Naciones Unidas, fueron hallados tres kilos de heroína en el avión presidencial. “Es un complot contra el Jefe de Estado”, aclaró Samper. “Nosotros no fuimos”, replicó sin preguntárselo el embajador Frechette.
Al final no pasó nada con el hallazgo de catorce bolsas de heroína en la nariz del avión presidencial, pero dejó evidencia de que cualquier cosa se podía esperar en Colombia o Estados Unidos tras la ruptura entre el gobierno demócrata de Bill Clinton y la administración Samper.
En los territorios del narcotráfico, con la debacle del Cartel de Cali y los estratégicos movimientos de la organización del Norte del Valle entre la calle y la prisión, se configuró una nueva violencia con mutación de capos y traquetos. Ante la ausencia de Estado y con supervisión de las Farc, las zonas cocaleras siguieron creciendo y las comunidades volvieron a marchar en protesta contra las fumigaciones con glifosato. En las entrañas del paramilitarismo, en el proceso de creación de las Autodefensas Unidas de Colombia en 1996, a la sombra se mimetizó su principal combustible: los dineros de la droga.
* Jorge Cardona es Editor General del diario El Espectador.
Bibliografía
- Aranguren Molina, Mauricio: Mi confesión. Editorial La Oveja Negra. Bogotá, 2001
- Baquero, Petrit: El ABC de la mafia. Editorial Planeta Colombiana S.A. Bogotá, 2012
- El Tiempo: ‘Los motivos del asesinato: política, dinero y venganza’. Edición del 30 de agosto de 1996, Bogotá
- Guillén, Gonzalo: Un país de cafres. Planeta Colombia Editorial S.A. Bogotá, 1995