OPINIÓN La historia de una republiquita tropical, azotada por la peste, que sigue esperando una vacuna que sí sirva.
Columnista: Daniel Moreno Soto*
Imagínense una republiquita tropical, llena de pobreza e ignorancia, aunque inquebrantablemente religiosa y democrática. En la que sus habitantes ignoran que la democracia que han practicado por décadas se puede reducir a elegir el color del látigo con el que los van a azotar, escuchan un eco lejano de que la voz del pueblo es la voz de Dios; y en la que todo lo que tenga la palabra “Dios” reverbera con intensidad en los oídos de estos conspicuos ciudadanos.
Imagínense también que, camuflado en las mucosas de uno de los pocos ciudadanos que puede salir el exterior, llega a esa republiquita un virus subsahariano de naturaleza extremadamente violenta, de rápida dispersión y altísima mortalidad, que no discrimina entre hombres, mujeres, niños, ancianos, buenos ni malos. Algo así como el primo paramilitar del ébola.
Como podrán imaginarse, si saben al menos un poco de cómo funcionan las epidemias, en un país con estas características este virus no demoró en hacer estragos. Se esparció por todo su extenso territorio, dejando sólo muerte a su paso, y las autoridades poco pudieron hacer al respecto. Por la falta de prevención, mala infraestructura y pobre atención médica, una vez el virus llegó a las zonas rurales, el destino de la epidemia estuvo sellado. Allí, en las vastas selvas, el virus se ocultó, creció y mutó, alimentándose de la población más vulnerable y desprotegida, logrando siempre resistir los intentos del Gobierno por erradicarlo definitivamente.
Con el tiempo la actitud del Gobierno fue cambiando respecto a la epidemia, especialmente cuando las muertes dejaron de provenir de las grandes ciudades —lugares con las mejores atenciones y donde, obviamente, habitaban los políticos y sus familias— y se concentraron en las zonas aisladas y pobres, en la tierra que sería siempre de nadie. Las muertes seguían ocurriendo en los mismos números y nefastas presentaciones, pero los electores citadinos, que representaban la abrumadora mayoría, se desensibilizaron a tal punto que el asunto del virus se convirtió en un ítem de rigor más en las agendas de los gobiernos de turno; así como la educación, la reducción de la pobreza y el castigo a la corrupción; asuntos que, por supuesto, rigurosamente se incumplían siempre.
Pasaron más de cincuenta años y el virus enfermó a casi 8 millones de personas y mató a unas 220.000
De vez en cuando había brotes y muertes en alguna ciudad importante, pero esto sólo servía para que el Gobierno invirtiera ingentemente en traer expertos del exterior para entrenar a su personal médico, comprara las medicinas más sofisticadas que le vendían las farmacéuticas del primer mundo y mantuviera el servicio médico obligatorio. El ciudadano de a pie llegó incluso a jactarse, por cuenta del virus, de tener el más grande y mejor entrenado personal médico de la región. Su mayor orgullo era una jeringa de diseño israelita que se había modificado en el país, pudiendo ahora inyectar prácticamente sin dolor y sin formar jamás burbujas.
Pasaron más de cincuenta años y el virus enfermó a casi a 8 millones de personas y mató a unas 220.000. Finalmente, un presidente a quien el pueblo quería tanto como la Unión Europea a Grecia, tuvo la idea —un poco obvia, dicho sea de paso—, de que si en medio siglo de agresivas terapias con los mejores fármacos extranjeros no habían logrado erradicar el virus, quizá no fuera descabellado intentar algo diferente, como prevenirlo con una vacuna. Así pues, reunió a los mejores científicos de la nación, distinguidos inmunólogos, virólogos y epidemiólogos —que por cierto ganaban menos en un año que un congresista narcoléptico en un mes— y les encomendó esa crucial tarea. Para su sorpresa se dio cuenta de que los académicos ya habían presentado, en varias ocasiones, propuestas al respecto, aunque sus proyectos fueron siempre rechazados con el fin de financiar otros como el ataúd que se cargaba solo y las máquinas de dispensación automática de analgésicos.
Los científicos se pusieron entonces en la difícil tarea de desarrollar la vacuna, sorteando un maremágnum de dificultades. Primero había que internarse en las selvas por las muestras del virus y luego tenían que aislarlo, atenuarlo y ensayar, una y otra vez, sin contagiarse ellos mismos. La gente, sin embargo, poco valoró el esfuerzo que hacía este equipo y llegó a pedirle al Gobierno que el proceso de investigación terminara para que esos recursos se dispusieran para las drogas de tratamiento, porque, decían, ahora más que nunca el virus estaba debilitado y si seguían con la ofensiva farmacológica, como siempre, lo derrotarían sin duda.
Hay que decir que el panorama político del presidente era complejo, especialmente porque su gobierno no lo había hecho muy bien en prácticamente nada que no fuera la vacuna. Su situación de negligencia no llegaba tampoco a lo anormal, comparado con otros gobiernos previos, pero tenía además una irreconciliable enemistad con un expresidente, aliado político suyo en el pasado, quien sí gozaba de una gran popularidad, pues durante su gobierno se implementó una estrategia de tratamiento con fármacos sumamente potentes, los cuales mataban el virus con eficacia, pero también a la mitad de las personas a las que se les administraba.
El asunto entre estos dos personajes se había tornado más personal que cualquier cosa, y por ello el expresidente, ahora senador, se negó a participar en cualquier cosa durante el desarrollo de la vacuna arguyendo falta de garantías, pero temiendo, de fondo, que el éxito de esta estrategia desnudara los malos manejos de la epidemia durante su gobierno. Él y su partido se dedicaron entonces a desprestigiar la vacuna como método de control del virus por todos los medios que tuvieron a mano. Desprestigiaron la vacuna a la vez que preconizaban los efectos inobjetablemente bondadosos de los fármacos de tratamiento. Decían que la vacuna tenía efectos secundarios que llegaban a causar homosexualidad y problemas cognitivos, y que terminaría transformando a la población en algo similar a un país vecino de convulsa situación política, el cual, curiosamente, nunca había sufrido una epidemia de estas dimensiones.
Se llegaron a inventar fabulaciones como que el presidente mismo estaba enfermo.
Los grupos religiosos homofóbicos y anti-aborto, aliados del expresidente, rechazaron la vacuna sosteniendo que la muerte por enfermedad es un castigo divino y como tal había que aceptarla con resignación. Se llegaron a inventar fabulaciones como que el presidente mismo estaba enfermo y toda esta estrategia no era más que un plan gestado desde su cerebro virulento para infectar a todo el país. Hay que decir que el expresidente era hábil, pero también que la tuvo muy fácil a la hora de sembrar el miedo en las mentes frágiles, perezosas y poco informadas de sus connacionales.
A pesar de toda la oposición, después de casi un lustro, la vacuna se terminó y se probó en humanos exitosamente, lo que implicaba que si toda la población del país se vacunaba por ley, el virus indefectiblemente desaparecería en poco tiempo; lo cual, por supuesto, no implicaba que no se volverían a infectar de algún otro virus o a enfermar de cualquier otra cosa. El Gobierno emprendió una campaña de concientización para popularizar la vacunación de la población, esgrimiendo razones científicas para contrarrestar la campaña de desprestigio. Se llegó a revelar al pueblo la información detallada de la vacuna y su funcionamiento molecular, para que la analizaran y calmaran sus dudas, pero, en realidad, trescientas páginas de inmunología poco ayudaron a neutralizar la campaña de la oposición. Así, mucha gente ni leyó la documentación y siguió creyendo en las falacias de quienes, astutamente, sí les hablaban en su idioma y aseguraban haber leído en su totalidad la ficha técnica de la vacuna y no haber encontrado más que confirmaciones del malvado plan de su presidente.
El presidente, aun en este panorama tan incierto, y desoyendo las recomendaciones de los científicos y otros asesores, quienes le sugerían no someter a consulta popular la vacunación, optó por realizar una votación para que la gente decidiera si finalmente se quería vacunar o no. Sólo con esta legitimación, consideraba él, su triunfo sería impecable y su reconocimiento internacional completo por haber acabado con una peste que en cincuenta años nadie más pudo. Sólo así la humillación de su rival sería magistral. En vano le recomendaron no dejar una decisión tan importante, con tantos años de investigación de por medio y tantos muertos encima, dependiendo de gente que ni siquiera leería el documento de la vacuna y que creería ciegamente que proteínas hervidas de un virus podían volver marica a alguien. Le rogaron que no dejara el futuro de la gente en sus propias manos, pero él no oyó. Se confió, subestimando el poder de manipulación de su enemigo y sobreestimando el poder de decisión sensata de multitudes indignadas y mal informadas. No creyó que nadie en sus cabales querría seguir inmerso en la pestilencia por voluntad propia; no creyó que nadie preferiría las fiebres alucinantes y los vómitos hemorrágicos sobre un piquete de aguja.
En realidad, trescientas páginas de inmunología poco ayudaron a neutralizar la campaña de la oposición.
La votación se realizó y, para sorpresa del presidente y de la comunidad internacional —que ya celebraba la desaparición del último reducto del virus en el continente—, el pueblo votó a favor de no aplicarse la vacuna y volver a usar los venenos de siempre. Y los votantes, especialmente quienes nunca habían sufrido la epidemia, salieron a las calles a celebrar, con pitos y pólvora, como si de un partido de fútbol se tratase, que habían derrotado con justa democracia el intento de subyugación bioquímica de su presidente. Pensaban, sin duda, que eran tan astutos que sabían más de virus y epidemias que cien doctorcitos. Mientras tanto, en cadenas de televisión y redes sociales, el expresidente, visiblemente sorprendido con el resultado, comenzó a insinuar que el problema realmente no era la vacuna, sino el color del plástico de la jeringa lo que causaría los efectos perniciosos en la salud de los ciudadanos.
Y así seguirá la historia de esta republiquita tropical, azotada por la peste, hasta que, dentro de otro medio siglo, alguien vuelva a hacer una vacuna que sí sirva.
*Biólogo. Investigador en la Universidad de Antioquia. Apasionado por la literatura y los lenguajes. Defensor del medio ambiente y partidario inamovible de la paz.