CoronaBlog | Día veinticinco: un tiempo fuera del tiempo | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día veinticinco: un tiempo fuera del tiempo Iñustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día veinticinco: un tiempo fuera del tiempo

María del Mar Ramón - abril 10, 2020

Estamos como atrapados en un infernal documental del minuto a minuto: cuentas, muertos, países. Ojalá pase pronto y podamos volver a imaginar algún destino posible, aunque inverosímil, de futuro.

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

 

De todas las reflexiones sobre el tiempo, la que más me gusta es la que escribió Joyce Carol Oates en su ensayo ‘Del Boxeo’. Allí Oates dice que lo importante de un knock out en un combate pugilístico es que el boxeador cae a un tiempo fuera del tiempo. “El tiempo, al igual que la posibilidad de muerte, es el adversario invisible del cual los boxeadores —y el árbitro, los ayudantes, los espectadores— son profundamente conscientes. Cuando un boxeador es noqueado no significa, como suele pensarse, que haya quedado sin sentido, o incluso incapacitado; significa, más poéticamente, que ha sido sacado del tiempo. (La dramática cuenta hasta diez que entona el árbitro constituye una especie de paréntesis metafísico en el que el boxeador debe penetrar si pretende continuar en el tiempo). Hay, de alguna manera, dos dimensiones del tiempo que operan abruptamente: mientras el boxeador que permanece en pie está en el tiempo, el boxeador caído está fuera del tiempo.”

Entonces siento que estamos en un enorme y universal knock out; un tiempo fuera del tiempo. Llevo algo así como 20 días cuarentenada. Siempre que quiero poner las comillas sobre esa palabra, me sorprendo al descubrir que existe, que existía incluso antes de la obligación de cuarentenar. Los primeros días fueron difíciles y también durante esos días me interesó el rigor de la cuenta, incluso la disciplina de llevar un diario para consignar mis emociones y reflexiones del día y también para obligarme a una rutina con las palabras. Por supuesto, como al día 15 lo perdí. La razón principal es que me dejó de importar incluso a mí lo que tengo para decir sobre “esto”, porque creo que no tengo nada para opinar. Las teorías conspirativas me resultan insoportables e irresponsables, las pequeñas reflexiones sobre el medioambiente me parecen redundantes, egoístas y sonsas; y los tratados filosóficos que vinculan a Foucault y a los Estados me parecen en su mayoría ordinarios, ambiciosos, apresurados y oportunistas: es todo tan reciente que no me interesa lo que nuestras mejores mentes tengan para opinar. A las ideas hay que dejarlas decantar. Creo que solo me interesa leer a epidemiólogos y a poetas.

El diario también dejó de parecerme importante porque creo que me fui acostumbrando al encierro y a la cuarentena. Me sorprendió la velocidad a la que el cuerpo se puede habituar a una nueva realidad. Mi estándar de la felicidad se alteró por completo y ahora encuentro enorme alegría en cosas que antes ni siquiera notaba: salir al balcón a tomar unos minutos de sol, respirar por la ventana, caminar las tres cuadras hasta el supermercado y mirar cómo se mueven los árboles. Incluso esos momentos los administro con cuidado. Atrás quedó la alegría de las noches geniales, con drogas felices, besos, babas y amantes que dejaban orgasmos. Noches llenas de cuerpos y risas colectivas y abrazos. Atrás quedó la noche del espacio público; la calle y la oscuridad. O también la sensación de dicha al ver lugares nuevos del mundo, al viajar, al irse. Juntarse, celebrar, marchar, ser parte de una masa humana. Mis razones para estar feliz son, en cambio, cada vez más chiquitas, se han encogido a las dimensiones de mi casa, pero la alegría que me producen esos minúsculos gestos es igual de legítima (¿lo es?). Al principio me preocupaba la mediocridad de mi nueva felicidad, ahora no me interesa cuestionar nada que me traiga algo de bienestar.

Desde que el tiempo se detuvo, además de nuestra rutina, lo primero en cambiar fue nuestro lenguaje. La pandemia, el virus, la curva, los muertos de Italia, los muertos de España, Covid-19, Wuhan, Pangolín, epidemia, epidemiólogo, virólogo, tapabocas, barbijo, temperatura, cuarentena, cuarentenar, tos, enfermedad, pulmones, pacientes inmunocomprometidos, patologías previas: toda una galería de palabras y de universos que antes no nos interesaban. De repente estamos al tanto de las experiencias de China y Corea: y de los fracasos de Italia y España.

Celebramos como propio el fin de la cuarentena en Wuhan, una ciudad que antes de “esto” yo ni podía nombrar. Ya no podemos ir, porque todas las fronteras están cerradas, pero incorporamos palabras y vivencias de otros lados para nutrir el universo de posibilidades limitadas que tiene el nuestro. Sabemos cosas que no sabíamos, vemos estadísticas y gráficos y contamos muertos; casi como contar los segundos antes de las 12 de la noche del 31 de diciembre: una cuenta colectiva e insoportable hacia algo que todo el mundo desconoce. Hablamos de achatar una curva, contamos casos y especulamos con un léxico nuevo, con una nueva serie de palabras para describir al mundo, y también al temor. 

La conversación obsesiva sobre el virus, su especulación maniática y la manera en la que la hemos adoptado como nuestra, solo desemboca en un diálogo permanente sobre la muerte. La muerte y el cuerpo y la inevitable muerte de algunos cuerpos sobre otros. El terror de cuando esta muerte llegue a los lugares más vulnerables, la certeza de que a esta muerte no se la puede sobornar con plata, mansiones o cosas. Las historias de la selección de quiénes tenían más chances de vivir en la medicina de guerra de Italia, la reflexión sobre toda enfermedad, sobre todo síntoma; la preocupación de cada alteración de la materialidad. Si hoy respiro bien o respiro mal, si mañana tengo tos. El termómetro, la temperatura y la posibilidad de la muerte de todos los demás. Esperamos que la curva se dispare en nuestros países como en las películas de guerra esperan todos al combate final: los minutos previos son insoportables instantes de incertidumbre y ansiedad. Esa certeza de que “algo”, cuya potencia y fatalidad se desconoce con precisión, pero se puede adivinar, está por suceder. Cuando llegue —porque todos los de otros lugares nos dicen que va a llegar— a qué cuerpos se va a llevar primero. ¿El mío resistirá? ¿Si tengo una patología previa de antes y no lo sé? ¿Y el de mi mamá? ¿Y mi papá? ¿Habrá tecnología disponible, ventiladores, medicinas cuando llegue? ¿Esta muerte por este virus nos castigará a todos por igual? 

Siempre le tuve mucho miedo a la muerte, a la mía a la de los demás. Ahora, en el tiempo fuera del tiempo, al menos una vez al día me viene a la cabeza la imagen del duelo. Temo por la distancia y la idea de la muerte me cierra la garganta de miedo. No solo la muerte, el duelo de la muerte: puedo imaginarlo desde acá. El desgarro de no poder despedirme, la secuencia de llorar con la cara mojada, tener que tomar antidepresivos recetados por WhatsApp, la angustia de no poder viajar y escuchar audios del celular aferrándome a ese último recuerdo de la voz de los que podrían dejar de estar. Tengo tanto miedo de la muerte que soy capaz de construir duelos ajenos en mi mente con sumo detalle, como si fuera posible un simulacro de ese duelo. Una simulación emocional. Pensar en cómo serían los mensajes de las redes sociales, las caras de los velorios que tendría que ver a través de una pantalla, las lágrimas cayendo arriba del celular, ahogando gritos abrazando una almohada. El miedo que me genera el duelo hace que lo viva antes de que pase. Ahora le añado la cuarentena, la lejanía. No saber cuándo volver a ver y tocar a los afectos. Duelar en soledad. 

Desprecio la simpleza de la afirmación “el mundo no volverá a ser el mismo”. No sé, el mundo nunca es el mismo, no me interesa elucubrar sentencias de ese estilo si ni siquiera hay una ficción posible para acompañar. Algún imaginario que compense la falta de creatividad de señalar lo obvio. Alguna alternativa descabellada, pero al menos divertida, para pensar el futuro. La ficción es el recurso más noble que tenemos ahora y muchos no podemos salir de las historias de nuestras ventanas y nuestros baños y nuestros celulares. No podemos ni leer novelas ni ver series. Estamos como atrapados en un infernal documental del minuto a minuto: cuentas, muertos, países. Ojalá pase pronto y podamos volver a imaginar algún destino posible, aunque inverosímil, de futuro. 

Por ahora solo pienso en el tiempo fuera del tiempo. No sé bien qué hora es y ya no importa. Dormimos mal y tarde, nos levantamos con horarios corridos y dialogamos con los ojos estallados de pantallas. Es un alivio que ya ni siquiera nos preocupe la productividad y que celebremos la vagancia si al menos nos garantiza supervivencia y estabilidad. Es por la tarde, creo. En ese lapso de tiempo entre el almuerzo y la cena, entre el mediodía y la noche. 

Pude escribir esto. No soy una boxeadora, por desgracia, pero en las peleas que se quiebran por un knock out, en esas que muestran las caídas monumentales, poéticas e inevitables de boxeadores contra el ring, que dejan entrever el mundo detenido mientras se hace esa cuenta contra el tiempo y la muerte, esa existencia suspendida en la nada de la conciencia, aún en esas, los boxeadores se despiertan; las peleas pueden terminar o no, pero es cierto que nadie nunca es el mismo. Nunca terminamos de saber cómo cambia, aunque el tiempo retome su curso habitual.

 

María del Mar es escritora. La pueden seguir leyendo acá.