Hablamos con Densho Quintero, maestro de la escuela soto zen en Colombia, sobre lo que el budismo le puede aportar a la paz.
Hace más de treinta años, a principios de los ochenta, Densho Quintero tuvo una crisis emocional que lo revolcó. No entra en detalles. Tampoco hace falta. El sentido de su anécdota —se nota en su mirada, en su sonrisa— es poner sobre la mesa una relación de causa y consecuencia entre la crisis y su solución. A raíz del duro golpe, cuenta Densho, conoció el zen.
Empezó a leer con ahínco todo lo que encontraba sobre el zen, la práctica budista con más acogida en Occidente, pero pasados un par de años se dio cuenta de que a punta de literatura traducida, que era casi la única oferta para aprender la práctica en Colombia, no iba a llegar donde quería. En el 85, con plena convicción, pronunció para sí mismo las palabras más gruesas: “este es el sentido de mi vida”.
Se fue a Francia porque sabía que en París había una asociación zen internacional. Recién llegado, asistió a una charla de introducción a la práctica formal del zen. La imponencia del maestro que hablaba le caló los huesos. Densho quería ser ese maestro. Años más tarde, después de devorar experiencia con avidez, llegó a Japón, donde se ordenó como maestro soto zen en 2009.
Cuando volvió al país, su destino no era otro que enseñar todo lo que había aprendido. En 2013 fue nombrado por la escuela soto japonesa como maestro misionero encargado de difundir las enseñanzas en Colombia. En un pequeño espacio en el barrio El Polo, en Bogotá, tiene su escuela. Camina descalzo y atiende llamadas en su celular, que no deja de timbrar. Del 7 al 9 de marzo fue el anfitrión del tercer encuentro zen latinoamericano. Llevaba planeándolo un año. Trajo maestros a hablar de lo que puede aportar el zen a las necesidades de un país que quiere la paz.
Hablamos con él sobre la tradición oriental y la urgencia de que los colombianos dejemos de destruir al otro porque sus ideas no coinciden con las nuestras.
¿A quién va dirigida la enseñanza del zen en Colombia?
Todas las personas lo pueden practicar, sin siquiera hacerse budistas. Uno no tiene que cambiar una creencia por otra. Aquí en el zen decimos que cambiar una creencia por otra es como saltar de la sartén para caer en el fuego, porque eso no sirve de nada. Nosotros a través de la práctica lo que buscamos es encontrar nuestra propia naturaleza, íntimamente, y el objetivo en últimas es vivir una vida plena y dar lo mejor de uno mismo. Se trata únicamente de tener la posibilidad de relacionarse con los demás.
Una cosa es practicar el zen por cuenta de uno, como una actividad más, y otra es irse a vivir a un templo en Japón. ¿Cómo fue ese encuentro directo con la tradición oriental?
La primera vez que estuve en Japón tuve que llegar, coger aviones, buses, trenes, más buses y llegar luego a un paradero donde hay una flechita. Ahí tiene que subir uno como una hora por la carretera de montaña, con el equipaje al hombro, y llegar al templo. Allá nadie va a recogerlo. Fue muy impactante porque ese sitio era duro, era un trabajo físico intenso en una granja autosuficiente. Había mucha práctica de meditación y mucho trabajo. Eso fue en el 2000.
Usted volvió luego a Japón y se encontró con un desastre. ¿Qué aprendió de los japoneses en esa visita?
Estaba recibiendo entrenamiento formal en un templo en Fukuoka. Iba para el templo y tuve que tomar un avión en Arita, cuando arrancó el terremoto de 2011. Me estaba subiendo al avión y empezó a moverse como si fuera gelatina. Pararon el abordaje, sacaron a todo el mundo del aeropuerto y nosotros, que éramos como quince o veinte personas, nos quedamos en el avión durante horas.
Lo interesante de ver toda esa catástrofe es la actitud de la gente. Eso no solo tiene que ver con el zen, sino con una actitud de unión entre los japoneses. El respeto hacia los demás. A diferencia de estos países donde hay una tragedia y todo el mundo está viendo a ver qué se roba, allá la gente es distinta. Incluso hay una expresión en japonés que es sumimasen y significa “discúlpeme por importunarlo”. Utilizaban mucho esa expresión después del terremoto y era como “yo sé que usted está pasando por un mal momento, discúlpeme por importunarlo, por incomodarlo”. La gente se ofrecía de voluntaria para ayudar y todo el mundo estaba pendiente de los otros. Había una solidaridad impresionante que yo nunca había visto.
¿Por dónde empezar para transmitir esa actitud a los colombianos?
Parte de lo que yo le quiero transmitir a Colombia es que tenemos que cambiar la forma como nos tratamos. Aquí no hay respeto por la palabra. Nos irrespetamos desde lo más básico: desde el tráfico, desde las filas para entrar a un lugar. Mientras no cambiemos esa actitud no vamos a construir una mejor sociedad. Eso es parte de lo que quiere proponer el zen. Es la existencia del otro. Que todo lo que hacemos tiene consecuencias.
A raíz de los diálogos entre el Gobierno y las Farc, el país está reconociendo que hay que cambiar la forma en que se mira al otro, la forma en que se juzga. ¿Cuál es su aporte para ese proceso?
Yo creo que la paz no es una cuestión de firmar un documento. Si se firma y los colombianos no cambiamos de actitud, pues no va a haber paz. Parte de la dificultad que hay es la incapacidad para perdonar y para reconciliarse.
Nosotros partimos de la base de que la personalidad es una construcción a partir de las ideas. A partir de ahí, hay una serie de comportamientos para rechazar lo que le parece malo: las personas que piensan distinto, las ideologías distintas, las religiones, las razas, las preferencias sexuales. Esas son ideas que han sido construidas a partir del ámbito social en el que crecemos. Construimos un personaje a partir de ideas y nos relacionamos con el mundo a partir de ellas. Incluso muchas veces esas ideas no son propias sino prestadas.
¿Cuáles son esas ideas que primero habría que soltar?
En la medida en que vamos practicando más el zen, vamos deconstruyendo el ego y ampliando las barreras de nuestro ser, incluyendo a las otras personas. Eso nos permite modificar la manera de relacionarnos con la vida porque en la medida que nosotros soltamos esa identidad, comprendemos que esas ideas no tienen sustancia propia. No son la realidad sino el mapa que hemos construido de ella. Lo primero que hay que comprender es que el sufrimiento es inherente a la existencia: todos los seres sufren. No soy yo el único que sufre, que es lo que uno tiende a pensar cada vez que le pasa algo.
Ese es un imaginario que tenemos que enfrentar. Pensar que solo debe cambiar el otro y, de paso, ignorar la responsabilidad propia…
El cambio debe ser de todo el mundo, claro. Pero, por ejemplo, no es lo mismo una persona que ha sido víctima directa de la violencia. Esa persona tiene que trabajar con mucha más intensidad porque tiene que hacer un proceso de sanación para poder aceptar lo que viene. Desde esa perspectiva, si la gente no cambia, pues no vamos a poder aceptar a los reinsertados.
Ese campo, el del perdón y la reconciliación, es de doble vía. Si esa es la tarea en que se tienen que poner las víctimas, ¿cuál es la de los victimarios?
Si los que pretenden reintegrarse no asumen una responsabilidad frente a lo que hicieron, no reconocen el daño, va a ser muy difícil. Cuando a uno no le importa lo que hizo, sencillamente no hay cambio. El problema es que ese cambio no se puede obligar, sino que tiene que ser una responsabilidad del ser humano.
¿Y cómo creen ustedes que se debe promover esa responsabilidad sin obligarla?
Para eso debemos tomar conciencia de que todo está interconectado. Ese es uno de los planteamientos del budismo. Entonces, desde esa perspectiva, todo lo que hacemos tiene consecuencias. En la medida en que uno despierte y vea esa realidad de interconexión y entienda que lo que hace tiene consecuencias, todo se empieza a modificar. Pero ese cambio solo puede surgir de la voluntad sincera del corazón de las personas que quieran cambiar para construir una sociedad diferente. Una sociedad desde el respeto.
¿Cuál podría ser, desde el zen, el gran error que nos tiene metidos en un conflicto de más de medio siglo?
El gran problema es el mismo: las ideas, las ideologías. La gente tiene una idea y considera que los que no piensen igual están equivocados y hay que agredirlos porque piensan distinto. Pero son ideas. La gente se mata por ellas y es por darles valores fundamentales. Por creer que uno tiene la razón y eso automáticamente hace que el otro esté equivocado. Un maestro budista decía: “todo lo que tú crees, lo que piensas que es verdad, en algún lugar del mundo alguien piensa exactamente lo contrario y también tiene la razón”.
Es verdad que todos debemos poner de nuestra parte. Pero hay actores más grandes que los individuos de a pie, que tienen ideas pesadas a las que no parece que vayan a renunciar. ¿Hasta qué punto se podría negociar ese desapego de las ideas?
No hay que abandonar todas las ideas, no se trata de quedarse en blanco, sino reconocer que las ideas de uno tienen cierto contenido de valor pero también hay otras personas que desde el lugar que ocupan también tienen razón. Si uno reconoce la existencia del otro como algo individual, pues modifica la relación que tiene desde el respeto, la tolerancia, la inclusión. Tenemos que empezar por reconocer el derecho que tiene el otro. Cada persona es un universo único. Si uno entiende eso, entonces también puede empezar a valorar las ideas de los otros. Y eso debe ser igual para todos, tanto para el ciudadano como para el Presidente.
¿Qué elementos del zen cree usted que, sin saberlo, ya se vienen poniendo en práctica en el país?
Curiosamente el zen está mucho más cercano a las tradiciones indígenas que a las religiones convencionales. Porque cuando uno parte de la interconexión, no solo con las personas sino con la naturaleza, uno empieza a ser más respetuoso con la manera en que se relaciona con el mundo. La postura zen es de respeto hacia todo, de inclusión, de tolerancia, de compasión por el sufrimiento de los demás.
Usted habla de principios muy básicos. ¿Cómo mostrarle a la gente que las enseñanzas orientales no son de otro mundo y le pueden servir para cambiar su entorno?
La propuesta que nosotros hacemos no es para una transformación masiva inmediata. Obviamente no es fácil. La gente tiene muchas resistencias a lo que le suene raro. Pero el zen se va regando porque a lo que le apuntamos es que si alguien cambia su actitud, su mundo alrededor también empieza a cambiar. Hay que hacer un cambio individual para que se produzca un cambio colectivo.