Mientras la guerra se intensifica en el Sur de Bolívar, comunidades del municipio de Simití libran una lucha con el Estado por su reparación colectiva. Llevan más de una década en el proceso y ni siquiera han superado la fase de formulación. Líderes y lideresas se declaran desilusionados. Ramón Rodríguez, director de la Unidad de Víctimas, responde a los cuestionamientos.
En la página Agronet, del Ministerio de Agricultura, se encuentra una nota oficial que refiere la visita del entonces presidente Juan Manuel Santos y el exministro de Agricultura, Juan Camilo Restrepo, a Barrancabemeja (Bolívar): “Se inició el proceso para la reparación colectiva de las víctimas”, afirmó la entidad. La noticia es del 15 de septiembre de 2010, pero 11 años después las comunidades no han sido reparadas.
El sentimiento que aqueja a los líderes y las lideresas de cinco corregimientos de Simití (Bolívar), a quienes se les pregunta por la reparación colectiva es la desilusión. También están agotados porque todavía no le pueden mostrar hechos concretos a las comunidades. “Cada que van a una reunión de eso yo digo jumm”, explicó con escepticismo una mujer en el corregimiento de Santa Lucía.
“Es muy triste y pues la verdad, lo estamos haciendo por el desgaste que hemos tenido como líderes y por las expectativas que le hemos creado a la comunidad”, recalcó César González, líder comunitario del corregimiento de Monterrey. “El tema de la reparación colectiva fue una ilusión buena para nosotros, estábamos ilusionados, pero ya ahorita no, ya me da es pereza ir a las reuniones”, complementó Avelino Hernández, del corregimiento de San Blas.
La reparación es un derecho que tienen las comunidades luego de haber sido víctimas del conflicto armado. Y durante varios años, las 1.800 familias que habitan cinco corregimientos de Simití, al sur de Bolívar, padecieron la confrontación armada de manera cruel. Aunque entre los 70 y los 80 llegaron las insurgencias del Eln y las Farc, los recuerdos más amargos se remontan a la llegada de los paramilitares a la región en 1998.
En 1997, Hernández fue desplazado de su finca por integrantes del Eln, quienes lo acusaron de ser simpatizante de los paramilitares, de los cuales ya se rumoraba que incursionarían en la zona. Se fue con su esposa e hijos al corregimiento de San Blas, a trabajar una tierra de su papá.
Hacia finales de 1998 los combatientes del Bloque Central Bolívar, de los paramilitares, llegaron al corregimiento. Algunos de ellos fueron a la finca donde se encontraba Hernández y lo señalaron de ser cercano a la guerrilla. “Nos torturaron a mí y a la mujer, como desde las seis de la tarde hasta las once de la noche. Nos metían el fusil en la boca, nos ponían en el piso y nos pisaban la nuca, nos metían en la cabeza entre una bolsa, cosas así, para que uno dijera cosas (sobre la guerrilla), pero uno qué iba a decir si uno no tenía conocimiento de nada”, relató.
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, en el Sur de Bolívar se cometieron 26 masacres entre 1996 y 1998, siendo este último el año que más casos registró. En cuanto a presuntos responsables: 20 las habrían perpetrado los paramilitares, 3 no tienen registro, 2 la Fuerza Pública y una las Farc.
La base principal del Bloque Central Bolívar fue instalada en San Blas. El máximo comandante de esa estructura era Rodrigo Pérez Álzate, conocido en la guerra como “Julián Bolívar”, quien impuso el terror como forma de control social en la región. Por ejemplo, un grupo de paramilitares obligó a Ana Teresa Daza a que les cocinara, quemaron su casa, la decapitaron y luego expusieron su cabeza públicamente.
La guerrilla había dicho que no iba a dejar entrar a los paramilitares a la región, pero la ofensiva los hizo replegarse, entre otras cosas, porque el Bloque Central Bolívar contó con el apoyo de unidades del Ejército para hacerse al control regional, como lo documentó el Centro Nacional de Memoria Histórica.
La desmovilización y la autorreparación
El 31 de enero de 2006 se desmovilizó el Bloque Central Bolívar, por lo que la comunidad empezó a organizarse pensando en ser reparada. En 2011, un grupo de líderes fue a una audiencia en la que estaba Rodrigo Pérez y un abogado de Carlos Mario Jiménez, narcotraficante y paramilitar conocido como “Macaco”.
Ese día, los líderes le plantearon a Pérez y al abogado que les entregaran Coproagrosur, una cooperativa controlada por los paramilitares con 2.125 hectáreas de palma aceitera. “Era una cosa muy bacana para mostrarle al mundo y al país”, resaltó González sobre la idea de que la misma comunidad se podría reparar con los bienes que les diera el grupo armado ilegal.
Para apoyar ese proceso, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) financió la elaboración de un diagnóstico de daños comunitarios que había dejado el conflicto armado. Ese documento fue entregado a Paula Gaviria, en ese entonces directora de la Unidad para las Víctimas, el 8 de septiembre de 2012. Como producto de ese ejercicio, la comunidad planteó 109 medidas de reparación.
El proceso con Coproagrosur se empantanó. Las personas que habían sido despojadas por los paramilitares reclamaron predios que estaban a nombre de la cooperativa. A eso se sumó que algunos socios de Corpoagrosur empezaron a reclamar derechos sobre la organización. La autorreparación nunca se dio.
En 30 de abril de 2014, la Unidad para las Víctimas expidió una resolución en la cual incluyó en el Registro Único de Víctimas a la comunidad Cinco Corregimientos de Simití, conformada por las comunidades de San Blas, Monterrey, El Paraíso, Santa Lucía y San Joaquín.
En cada uno de esos lugares, las historias con respecto a la violencia paramilitar siguen reviviendo el dolor. Durante una entrevista con una profesora de Monterrey tocó detenerla tres veces, ella sudaba y tuvo que ir a vomitar. “Es algo que no tiene sanación, parece que se tiene una vida tranquila, pero cuando se abordan estos temas uno sufre”, dijo después de volver a sentarse en la mesa.
“Querían a las más lindas para violarlas y a otras para cogerlas de sirvientas”, contó otra mujer en la comunidad de Santa Lucía, quien también se quejó de “no haber visto nada” de la reparación colectiva.
Edgar Alfonso Marín, presidente de la junta de acción comunal de Santa Lucía, recuerda que los paramilitares asesinaron y decapitaron a Isaías Muñoz, un hombre que tenía una discapacidad mental. “No se metía con nadie, decían que tenía una hermana o un hermano en la guerrilla, ellos se pegaron de ahí hasta que lo cogieron y lo mataron”, detalló.
La comunidad cede
Pero la resolución de la Unidad para las Víctimas no vino acompañada de avances en el proceso de reparación. Por el contrario, según relata González, le impusieron a la comunidad que el diagnóstico de daños debía ser hecho por la Fundación Galán, a lo cual no le hallaban sentido porque ya tenían uno hecho por la OIM.
La Fundación Galán tomó como insumo el documento que había financiado la OIM y, tras varios diálogos con la Unidad para la Víctimas, las medidas empezaron a ser 64. “Ellos nos han culpado a nosotros de no querer aprobar un plan de reparación, pero nosotros siempre hemos venido cediendo desde el principio”, aclaró González.
Después empezaron a reunirse con funcionarios de la Unidad para las Víctimas y el número de medidas siguió reduciéndose: para 2015 ya eran 34. La comunidad planeó una visita a la Gobernación de Bolívar, situada en Cartagena, pero no salió bien: “Fuimos y ese día había un partido de la Selección Colombia, en Barranquilla, y el Gobernador y los funcionarios fueron a ver el partido y a nosotros nos dejaron allá colgando jeta y no nos atendió ninguno”, relató González.
Llegó el 2018 y el Estado todavía no había concertado con las comunidades el plan de reparación colectiva; habían pasado ocho años desde la promesa del gobierno Santos. La situación iba a empeorar con la promulgación de una resolución que pone techos presupuestales a los planes de reparación colectiva, lo que empantanó más el proceso.
La comunidad tenía una línea roja que era un banco de maquinaria que les permitiera arreglar las vías veredales, pues no quieren depender de la Alcaldía para esa labor y es una actividad que tiene una historia importante para los habitantes de los cinco corregimientos.
Antes de la llegada de los paramilitares, acostumbraban poner una especie de peajes en los que los conductores pagaban, de manera voluntaria, entre $2.000 y $5.000. Ese dinero lo administraban las juntas de acción comunal y cuando la vía necesitaba algún tipo de arreglo lo invertían. Además, tenían una volqueta.
La llegada de los paramilitares acabó con esa dinámica de trabajo comunitario. Primero, se tomaron los peajes y el dinero que recolectaban iba directamente al grupo armado. “Ponían a una señora a atender allá y alguien le decía: ‘yo no le pago el peaje’, entonces ella respondía, ‘Ah no sé, a mí me puso Jota Jota. Usted verá si me paga o no me paga’. Jota Jota era un comandante de los paracos “, recordó González.
Un día, los paramilitares pidieron la volqueta que tenía la comunidad para construir una pista de aterrizaje de aviones, para el tráfico de cocaína. El vehículo quedó totalmente inservible después de que ellos lo utilizaran. Además, había una empresa para el mantenimiento de las vías en el Sur de Bolívar, llamada Empresa Vial del Sur, que también se acabó luego de la llegada del grupo armado.
“Lo más importante, diría yo, es poder tener una maquinaria apta para las vías, porque lo que necesitamos es mejorar las vías para poder sacar los productos”, insitió Marín, quien también contó que los paramilitares hacían trabajar forzosamente a la comunidad para que mantuvieran los caminos, de tal manera que las camionetas en las que se movilizaban pudieran hacerlo a altas velocidades. Además, los obligaban a despejar 25 metros a cada lado de la trocha para evitar emboscadas de la guerrilla.
“Uno prácticamente salía a hacer el trabajo obligado y con miedo. Hubo mucha gente que no asistió a alguna jornada, no le decía nada, pero cuando se daba uno cuenta, la cogían por el camino y la desaparecían”, relató Marín. Las vías se volvieron lugares de la muerte porque los paramilitares y la guerrilla tenían censados a los habitantes de las veredas que controlaban, pero había personas que buscaban trabajar en los cultivos de coca de la zona. Los grupos armados verificaban si estaban en el censo o si tenían un conocido que los recibiera; si ambas cosas eran negativas, la mataban.
En 2019 hubo un hecho que le dio la esperanza a la comunidad de, por fin, concertar el plan de reparación colectiva. González contó que hubo una reunión entre líderes de los cinco corregimientos con la regional de la Unidad de Víctimas y llegaron a unos acuerdos. Los líderes hicieron una socialización en las comunidades, pero la oficina central de la entidad no aprobó el banco de maquinaria y los acuerdos se deshicieron. “Los líderes vamos perdiendo credibilidad”, se lamentó González.
Este medio conoció un acta de una reunión del 21 de junio de ese año entre los líderes y la Unidad de Víctimas. En el documento se lee que la entidad propuso “revisar el alcance, qué maquinaria realmente tenían, nexo causal y a quién pertenecía”. Tras esa revisión no hubo acuerdo.
“Había planes de reparación colectiva que tenían más de 70 medidas y el presupuesto sobrepasaba los 500.000 millones de pesos. Cuando llegamos (el gobierno de Iván Duque) nos tocó hacer un ajuste de todos esos planes de reparación colectiva para algo que se pudiera lograr. Como la reparación colectiva es nueva, no hay experiencias a nivel mundial y se cometieron ese tipo de errores. La gente creía que era solucionar la vida a través casi que de un programa de desarrollo del departamento”, explicó Ramón Rodríguez, director de la Unidad para las Víctimas, en entrevista con PACIFISTA!.
¿Esta vez sí?
PACIFISTA! tuvo acceso a dos actas de reuniones que sostuvieron delegados de las comunidades y funcionarios de la Subdirección de Reparación Colectiva del Magdalena Medio de la Unidad para las Víctimas. En los documentos quedaron consignados algunos compromisos que asumieron varias entidades estatales para la materialización de la reparación.
En el acta de una reunión, del 27 de agosto de 2021, quedaron compromisos como maquinarias para la transformación de alimentos y el banco de maquinaría para el arreglo de las vías. Sobre este último punto la Unidad para las Víctimas debe comprar tres máquinas y la Alcaldía y la Gobernación deben garantizar que estas lleguen a su destino.
También quedaron incluidos actos de resignificación de los lugares que fueron escenarios de violaciones a los derechos humanos, fortalecimiento de las organizaciones comunitarias y unos microhatos ganaderos. Este último punto también era importante para la comunidad, debido a que los líderes coincidieron en que el paramilitarismo empobreció a la región.
Por ejemplo, hubo momentos en los que no había dinero efectivo en los corregimientos debido a que los paramilitares pagaban con vales (recibos en los que decían que la organización le debía una suma específica a una persona). Eso llevó a la quiebra a los establecimientos de los comerciantes y el Bloque Central Bolívar aprovechó para monopolizar la economía. “Ellos montaron sus propias tiendas y no le pagaban al campesino, pero sí le daban efectivo al de la tienda de ellos para que fuera y comprara productos y trajera para vendernos más caro”, explicó González.
En un acta del 6 y 7 de septiembre se establecen otros compromisos como dotaciones para infraestructuras comunitarias, unas cartillas que rescaten la memoria histórica de lo que sucedió en esa región y la entrega de instrumentos para bandas marciales.
Pero los líderes temen que algo vuelva a pasar en el nivel central y los avances en la construcción del plan de reparación se vuelvan a perder. Le preguntamos a Rodríguez sobre la posibilidad de que eso pase y respondió: “llevamos todo el proceso de seguimiento de las actas y los compromisos que se asumen allí, son compromisos que hacen parte del ejercicio con ellos y del proceso de construcción de la reparación colectiva. Son compromisos que se tienen que cumplir. De pronto hay que revisar de quién dependen”.
A lo que se refiere el director de la Unidad de Víctimas, es a que algunos de los puntos acordados deben ser implementados por otras instituciones del Estado. “Para la reparación colectiva se requiere de una institución que sea capaz de articular y comprometer a las instituciones que hacen parte del sistema de reparación colectiva. La Unidad no lo ha hecho y no lo va a hacer, de acuerdo a lo que nos han dicho últimamente”, enfatizó Nilsón Dávila, del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, organización que ha acompañado a las comunidades de los cinco corregimientos.
Rodríguez reconoce que ese es un problema de los planes de reparación colectiva: “Si todas las medidas dependieran de la entidad sería mucho más fácil, pero en muchos nos toca volvernos jalonadores: acompañar, molestar. A veces me ha tocado pedirle el favor al Ministerio Público para que hagan requerimientos a otras entidades”.
El funcionario reconoció que el plan de reparación de los cinco corregimientos no está entre los que se tienen proyectados terminar su implementación en el gobierno de Iván Duque, que termina el 7 de agosto del año próximo, pero dijo que su meta es que en 2021 termine la fase de diseño y formulación para que en 2022 empiece su materialización.
Los líderes de la zona rural de Simití esperan que esta vez las expectativas que les han creado a las comunidades no se vuelvan a diluir en los desacuerdos con el Estado y así, que lo que ya hablaron se empiece a implementar. La población que vivió esos vejámenes sigue envejeciendo sin ver el daño reparado. La nota publicada en la página del Ministerio puede empezar a ser realidad 11 años después.
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