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Atelopus farci: el sapito de la discordia
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Atelopus farci: el sapito de la discordia

Staff ¡Pacifista! - julio 1, 2015

La historia de un anfibio nombrado en alusión a las Farc nos obliga a hacernos una pregunta: ¿quién cuidará de los bosques cuando se firme la paz?

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Por: Lina Tono.

El municipio de Albán está marcado con una puntilla blanca en el desteñido mapa de Colombia que cuelga de una pared en la oficina del doctor Lynch. Ese punto señala las coordenadas por donde, a mediados de los 80, se paseaban la guerrilla y las autodefensas del narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha, disputándose violentamente el control de aquellos territorios. Fue justo allí, en una quebrada que corría por un pequeño bache de bosque de niebla de la vereda Tres Marías, donde el doctor Lynch, en octubre de 1985, encontró un sapito pequeño de piel verde oliva que decidió bautizar con el mismo nombre de quienes compartían su hábitat por esos días: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

Atelopus farci. Así llamó a la criatura el doctor John Douglas Lynch, biólogo experto en el estudio de anfibios, nacido en Iowa, Estados Unidos, el 30 de julio de 1942, y residente en Colombia desde 1997, cuando fue contratado como profesor asociado del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia.

“Estos atelopus viven en los bosques nublados. Si uno tumba el bosque, el sapo desaparece. Así que por esa época la guerra era como una especie de guardabosques. Mi impresión en estos años ha sido que donde hay actividad de los grupos armados, los campesinos salen y el bosque empieza a recuperarse porque nadie lo tumba para tener leña. Por eso yo decidí nombrar este sapo como las Farc”, cuenta el doctor en un español manchado de inglés, sentado en el remoto espacio vacío que deja el reguero de objetos en su oficina, en el segundo piso del instituto. El cuarto está lleno de archivos apilados, microscopios viejos, ranas de cerámica y fotos de científicos que se ven tan particulares como él: no le combinan los zapatos con el cinturón, ni el color de la camisa con el tono de las tirantas, y el poco pelo que tiene está ahí, abandonado a su suerte sobre la cabeza.

Aunque el doctor Lynch siempre tuvo claro por qué en 1985 bautizó al Atelopus farci haciendo referencia a las Farc, no fue sino hasta 2004 que este nombre llegó a causar polémica entre la comunidad científica.

Una fuerte enfermedad llamada chytridiomycosis había acabado con varias especies de ranitas y sapos en Colombia y en toda Latinoamérica. Así que varios herpetólogos (expertos en anfibios y reptiles) se reunieron en Bogotá para dar cuenta de cuántas especies habían desaparecido a causa de aquel hongo mortal y cuántas estaban seriamente amenazadas. Una de aquellas especies era elAtelopus farci y eso significaba que debían incluirlo en el Libro Rojo de los Anfibios de Colombia, un texto que publicarían ese año con el fin de alertar sobre las especies de anfibios en riesgo de extinción.

Hasta ahí todo iba bien. El revuelo llegó cuando entendieron que si el libro se iba a publicar, el nombre Atelopus farci impreso en sus páginas podía traerles problemas. El grupo de expertos decidió entonces que era mejor ocultar la relación entre la palabra “farci” y la sigla “Farc”. Por eso, cuando se busca el origen etimológico del nombre en el Libro Rojo de los Anfibios de Colombia, sólo se encuentra que Atelopus indica la pertenencia al género de sapos arlequines de la familia Bufonidae y dice que la palabra “farci” es sólo una “selección arbitraria de letras sin ningún significado especial”. El doctor Lynch, quien fue miembro de aquel comité, accedió a ocultar el verdadero significado del nombre.

“Lo que publicamos sobre el Atelopus farci en el Libro Rojo es una expresión escrita de la molestia que sentíamos en ese momento. Muchos colegas —y yo me incluyo— estábamos en desacuerdo en admitir que una especie de rana se hubiera nombrado en honor a las Farc”, explica Adolfo Amézquita, director del laboratorio de Ecofisiología del Comportamiento y Herpetología de la Universidad de Los Andes de Bogotá.

Según Amézquita, la omisión del verdadero origen del nombre fue también un acto de respeto por parte de la comunidad científica hacia las víctimas de las Farc. Así que la historia del verdadero origen del nombre del sapito quedó entre ellos como una de esas historias non gratas que las familias prefieren pasar por alto a menudo.

John Douglas Lynch nació en Iowa, Estados Unidos, el 30 de julio de 1942. Vive y trabaja en Colombia desde 1979. Fotografía por Daniella Benedetti.

Albán, el hogar del Atelopus farci, no es el único lugar señalado en el viejo mapa del doctor Lynch. Junto a la puntilla que lo pisa hay otras incrustadas que dan cuenta de todas las expediciones que ha emprendido este experto en anfibios desde que comenzó a trabajar en Colombia, hace alrededor de 18 años. Las rutas trazadas por esos taches demuestran que el doctor Lynch ha ido a buscar sapitos hasta en los rincones en los que ningún colombiano común y corriente ha sido capaz de meterse, como las zonas rojas de los Montes de María, en Bolívar, algunos enclaves perdidos en el Chocó y otros rincones muy alejados de las grandes ciudades. “Hasta hace un año pudimos ingresar a las selvas del Guaviare, que es un terreno donde nadie había podido ir a explorar antes”, cuenta él abriendo los ojos azules y mirando hacia arriba, como buscando los tubos de luz blanca que cuelgan del techo.

Uno de esos rincones prohibidos fue el departamento del Cauca, al occidente del país. “A principios de los años 90 estuvimos por los alrededores de El Tambo, un pueblo caucano, y recolectamos varias especies de sapos”, recuerda el doctor Lynch.

En aquella época, el terreno montañoso que rodeaba El Tambo era escenario de un conflicto armado y agrario tan complejo como violento: en él confluían los frentes 6, 8, 60 y 40 de las Farc, el frente José María Becerra del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y numerosas comunidades indígenas que desde entonces defienden la propiedad sobre muchos de esos territorios. Era un lugar sentenciado por la guerra, del que huyeron miles de campesinos desplazados, abandonando los bosques y las selvas que, al parecer, en ausencia de actividad ganadera y pecuaria, lograron recuperarse más rápido para ofrecerle al doctor Lynch y a su equipo un paraíso de especies por descubrir.

“A veces hasta contratábamos a los guerrilleros como guías, porque ellos eran los que conocían mejor los bosques y las selvas, así no corríamos el riesgo de perdernos”, dice el doctor sin preocupación, rodeado por frascos de vidrio que guardan culebras enroscadas con etiquetas amarradas al cuerpo y por cientos de ranas suspendidas en el tiempo muerto y amarillo del formol.

“En otra salida tuvimos un encuentro con las Farc en el Parque Las Orquídeas” dice, pasándose la mano por la cara como si quisiera borrársela, y sigue: “Fue en 1991. Andábamos buscando bichitos y tuvimos que pedir permiso a la guerrilla para poder trabajar”. Sólo así pudieron llegar él y sus colegas hasta el Parque Nacional Natural Las Orquídeas, al suroeste antioqueño, una extensión de 30.000 hectáreas de selvas húmedas tropicales, bosques subandinos, bosques andinos y páramos, hogar milenario de comunidades indígenas como los embera katío.

En el suroeste antioqueño las matanzas ocurrían casi a diario a manos de los paramilitares, la delincuencia común o los grupos guerrilleros. Según las bases de datos del portal de Memoria Histórica, entre 1991 y 1992 se perpetuaron 12 masacres en la zona que rodea al Parque Nacional Natural Las Orquídeas, como las de Mutatá, Marinilla y Yarumal, o la de Cañasgordas, a manos de un grupo guerrillero no identificado, en la que murieron cuatro civiles; la de Amagá, que también cobró la vida de cuatro personas, y la de Dabeiba, en la que la fuerza pública mató a cinco personas. Pero en medio de esa mortandad, el científico y su equipo se encontraron dentro de aquel parque nacional con todo lo contrario: un santuario de seres vivos. El doctor Lynch no puede recordarlo con precisión, pero calcula que aquella vez pudo haber recolectado más de 30 especies distintas de sapos, serpientes y ranas.

Mientras se toma un café bien oscuro en una taza que lleva impresa una culebra, el doctor recuerda —entre brotes inesperados de risa— el par de veces que fue secuestrado por estar explorando aquellas zonas. “En 1999 fui capturado por las Farc en San Miguel”, cuenta y deja salir una sonrisa a la vez traviesa y senil. San Miguel es una vereda pequeña que pertenece al municipio de Sonsón, en Antioquia. Ahí, el calor desconsiderado es sólo aliviado por el paso cercano del río La Miel, un caudal de aguas color verde esmeralda que refresca y da de comer a sus habitantes. La zona está rodeada por porciones de bosque en las que el doctor Lynch y su equipo, en aquel año de 1999, alcanzaron a encontrar algunas especies nuevas de anfibios, mientras en los alrededores las Farc, el ELN y las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio (Aucmm) se enfrentaban por el control territorial.

El doctor Lynch recuerda bien el final de la historia: “Tuvimos suerte de ser liberados a los pocos días, porque les dijimos que no estábamos buscando oro y que solo éramos profesores de la Universidad Nacional”.

La oficina 211 del Instituto de Ciencias Naturales es el lugar donde el doctor Lynch y su equipo de herpetólogos organizan y estudian las especies de anfibios que recolectan en sus salidas de campo. Fotografía por Daniella Benedetti.

Tras un par de minutos de silencio, el doctor de repente vuelve a aterrizar con otra convulsión risueña y recuerda que también estuvo secuestrado en el año 2000. Aquella vez sus captores fueron los elenos (miembros del ELN) y luego, siguiendo con el recuento de sucesos desafortunados que le causan risa, cuenta que en otra ocasión fue amenazado por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) durante alguna de sus múltiples salidas de campo por las calientes sabanas de Lorica, Montería y Pueblo Nuevo, en el departamento de Córdoba, al norte del país.

“Uno no puede aplicar lógica a ninguno de estos grupos”, concluye el doctor encogiendo los hombros, como quien no entiende por qué lo retuvieron tantas veces si, como él mismo trató de explicarles a esos “muerganitos”, él sólo estaba visitando esas zonas rojas para recolectar algunos “bichitos” como la Eleutherodactylus jorgevelosai, y la Eleutherodactylus carranguerorum, especies que bautizó en honor de uno de sus géneros musicales favoritos, la carranga, y de uno de sus intérpretes más famosos: Jorge Velosa.

La historia de John Lynch y su Atelopus farci no es la única que habla de este relativo y polémico papel de guardabosques que ha jugado el conflicto armado en ciertas zonas de alto valor ecológico para el país. Luis Enrique Acero, ingeniero forestal, experto en el estudio de las plantas útiles de Colombia, tiene la misma impresión. Acero es el dueño de un sendero ecológico llamado Mogambo, de 32 fanegadas sembradas de plantas nativas útiles en Viotá, Cundinamarca, municipio cercano a Albán que fue bastión de las guerrillas liberales campesinas a mediados del siglo XX, así como del Partido Comunista Colombiano.

Hacia el año 2000, las Farc hacían una fuerte presencia en todo el departamento de Cundinamarca. Según Luis Enrique, en Viotá y sus alrededores el frente 42 secuestraba, extorsionaba y reclutaba a jóvenes de familias campesinas para que les prestaran servicios de vigilancia y mensajería.Con la presencia de la guerrilla y los paramilitares, recuerda el ingeniero, los cazadores de animales desaparecieron de repente. “No había cazadores porque, al que sacara el rifle y anduviera armado por el bosque, podían confundirlo con guerrillero o paramilitar, y matarlo. Entonces por esa época disminuyó la caza de animales y se volvieron a ver por ahí caminando armadillos y hasta jaguarundíes, que son unos felinos hermosos”. Además, Acero explica que los paramilitares les tenían prohibido a los lugareños talar el bosque, pues este servía a sus tropas como escondite permanente. Luego, con la desmovilización de las AUC y el regreso de la calma a Viotá, Acero fue testigo de cómo los campesinos se sintieron libres para cazar de nuevo. Nunca se volvieron a ver con tanta facilidad los jaguarundíes, ni otras criaturas como los ñeques, una especie de roedor de gran tamaño.

Así como Lynch y Acero, Juan Pablo Ruiz, representante de los ambientalistas ante el Consejo Nacional de Planeación, pone el ejemplo del santuario de fauna y flora del nevado del Tolima. “Si uno va al nevado del Huila, por ejemplo, es quizá el que tiene en su entorno el bosque alto andino y la zona de páramo mejor conservada de Colombia, y esto tiene que ver con el hecho de que ha sido tradicionalmente un lugar de alto nivel del conflicto. Incluso se dice que puede haber zonas minadas de camino hacia el Huila y por eso la gente no va allá. Uno desde ahí podría decir: bueno, el conflicto armado ha generado unas condiciones que hacen que la gente no haya transformado esos ecosistemas en territorios de ganadería”.

El doctor Lynch se encarama en un pequeño taburete y con su generosa altura de norteamericano alcanza uno de los cientos de frascos guardados en las gavetas de los contenedores del Instituto. El envase de vidrio está marcado con un pedazo de papel blanco que indica, en tipografía de vieja máquina de escribir, que el Atelopus farci fue encontrado a 2.090 metros sobre el nivel del mar. Mientras lo destapa, comenta: “creo que la paz va a producir otras cuatro o cinco o seis nuevas bandas criminales y van a seguir con sus actos de minería ilegal, que son un gran destructor del medio ambiente”.

El doctor Lynch sostiene en su mano un par de ejemplares del Atelopus Farci, que permanecen almacenados en la colección del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional. Fotografía por Daniella Benedetti.

El doctor Lynch saca un par de ejemplares del Atelopus farci del frasco en el que flotan. Los sostiene sobre su palma grande y se ven tan pequeños, que entre los dos no alcanzan a ocupar la mitad de la mano. En efecto, son de un color que los ayuda a perderse entre el follaje de los bosques de niebla andinos con el mismo truco visual que usan los guerrilleros: el camuflaje. En sus notas de campo, escritas a lápiz en un viejo cuaderno rayado, rescatado de los cerros de papeles que hay en su oficina, el doctor describe los ojos de estos sapitos en inglés, indicando que tienen el iris verde oscuro, excepto alrededor de la pupila, donde son de un “verde luminiscente y brillante”.

Aunque el doctor Lynch, Juan Pablo Ruiz y Luis Enrique Acero aseguran que el conflicto armado ha jugado ciertas veces el rol de guardabosques en algunas zonas de alto valor ecológico del país, los tres coinciden en advertir que la guerra ha sido un animal de dos caras: así como ha colaborado accidentalmente con la protección del medio ambiente, también se ha encargado de destruirlo en muchas ocasiones. Los grupos al margen de la ley llevan más de 30 años contaminando los ríos y las fuentes de agua y explotando minerales de forma ilegal. Para el 2011 habían arrasado con cerca de 800.000 hectáreas de bosques para cultivar matas de coca y amapola. Es un daño cuyas dimensiones son mucho más significativas que aquel nivel de “protección” que el conflicto pueda haberles ofrecido a algunos bosques y selvas del país. Pero no se puede negar que esta historia de “protección” ha sido real.

Así que ante la posible llegada de la paz cabe preguntarse: si los grupos ilegales se retiran de las selvas y los bosques, ¿quién será el próximo en ocuparlos? ¿Será un cazador, un minero o un guardabosques?

La preocupación del doctor Lynch por los efectos que pueda tener un acuerdo de paz para sus “bichitos” no es un capricho. De hecho, es un temor que también comparte el propio Juan Pablo Ruiz, quien actualmente está escribiendo los artículos relacionados con el manejo de la tierra para el plan Nacional de Desarrollo 2014-2018. Según Ruiz, la Reforma Rural Integral y su propuesta de repartir la tierra de forma más equitativa entre las víctimas del conflicto y de legalizar la propiedad de predios rurales a beneficio de sus dueños legítimos es válida, pero hay que evitar que esto se convierta en una catástrofe ambiental: “Nosotros decimos: muy bueno que se esté haciendo la regularización de los predios rurales, pero al tiempo que se hace esto, se les debe pedir y exigir a los propietarios que se cumpla con la función ecológica de la propiedad privada. Según la constitución, todos los predios tienen una función ecológica que hay que respetar”.

Si se firma la paz, lo que se le viene encima a Colombia en materia de medio ambiente es complicado. Joaquín Caraballo, director de la maestría en Gerencia Ambiental de la Universidad de los Andes, en Bogotá, advierte que falta músculo institucional para impulsar la responsabilidad ecológica durante el posconflicto: “Yo creo que no estamos preparados para asumir el cambio en el manejo de la tierra. Yo siento que los desmovilizados van a terminar en el sector agrícola, porque es la manera más sensata de generar espacios de reinserción, pero no hay institucionalidad para que lo hagan bien. Estamos muy crudos en el tema y me preocupa mucho lo que pase después de que se firme la paz”.

En septiembre de 2014, la ONU publicó un documento dirigido al gobierno nacional, llamadoConsideraciones ambientales para la construcción de una paz territorial estable, duradera y sostenible en Colombia. El documentoadvierte sobre los grandes problemas que la paz puede traer al país en materia de medio ambiente de ponerse en marcha la reforma rural integral que pactaron ambas partes en La Habana el 26 de mayo de 2013. “La implementación de la reforma impone muchos retos frente al manejo de las zonas de reserva forestal en las cuales se debe evitar promover actividades productivas distintas a las que su vocación permite”.

Por encontrarse en las áreas más pobladas del país, algunas de estas zonas de reserva forestal han desaparecido en gran medida, como es el caso del bosque altoandino de Albán, hogar del Atelopus farci. Según los resultados de La Iniciativa Atelopus, una serie de expediciones por estos bosques, realizadas entre 1995 y 2000, en cinco años sólo se encontraron vivos cuatro ejemplares del sapito de la discordia.

Todo parece indicar que la única forma de conocer al Atelopus farci y a otras especies de estos sapitos hoy en día tal vez sea visitando los museos de anfibios que hay en varias universidades, o abriendo la puerta de la oficina 211 del Instituto de Ciencias Naturales donde, así como otros herpetólogos colombianos, el doctor Lynch, a sus 73 años, sigue dedicándole su vida, metiendo los dedos en formol todos los días, organizando datos, tomando café recalentado de la greca y preguntándose qué pasará con el resto de sus bichitos cuando llegue la paz.