El miedo no nació en El Mango | ¡PACIFISTA!
El miedo no nació en El Mango
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El miedo no nació en El Mango

Juan David Ortíz Franco - julio 1, 2015

Los habitantes de un corregimiento de Cauca sacaron a la Policía de su territorio por el riesgo de un ataque guerrillero. El miedo que ellos sienten lo comparten otras comunidades.

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El reclamo lleva casi cinco años. Un grupo de habitantes de Ituango, en el norte de Antioquia, ha echado mano de todos los mecanismos para que la base de la Brigada Móvil 18 del Ejército sea trasladada a un lugar diferente al que ocupa hoy: el local de un colegio a pocos metros del parque principal. Un fallo del Tribunal Administrativo de Antioquia les dio la razón, pero en marzo pasado el Consejo de Estado revocó esa sentencia. La base seguirá donde está.

“Lo que les pedimos no es que se vayan del municipio, sino que desocupen el sitio donde están, que debería utilizarse para una sede de la Universidad de Antioquia. Si permanecen ahí, el peligro es para la comunidad. Queremos que sigan rodeando el municipio porque eso es seguridad, pero que no vivan dentro del pueblo”, dice Ananías Manuel Vega, presidente de la Asociación de Campesinos de Ituango, una de las organizaciones que ha liderado la oposición a la presencia de la base en el municipio.

Muchos detalles de ese caso distan de lo que ocurrió hace una semana en el corregimiento de El Mango, en Argelia, Cauca. En ese lugar los pobladores decidieron sacar a los policías que permanecían en el pueblo con el argumento de que su presencia podría motivar, como ya ha sucedido, un ataque guerrillero que afecte a la población civil. Sin embargo, aun con sus diferencias, la esencia del problema es la misma: en algunos lugares del país la presencia de la Fuerza Pública, más que una garantía de seguridad, constituye una amenaza.

La Policía ocupaba una manzana que fue desocupada por los pobladores de El Mango ante los constantes ataques de las Farc. Foto Policía Nacional.

La afirmación es fuerte, pero como dice Andrés Meneses, un joven de 23 años que nació y ha vivido toda su vida en El Mango, solo quienes viven en medio de la guerra pueden dimensionar el miedo que, en algunos casos, representa tener en el vecindario a uno de los actores del conflicto.

“Lo que queríamos era que la Fuerza Pública hiciera presencia, pero no dentro del pueblo. Eso era lo que nos afectaba a nosotros los civiles. No es ni la policía ni la guerrilla en sí, es la población civil la que queda en medio”, explica Andrés.

Las imágenes que circularon por televisión indignaron al director de la Policía, al ministro de Defensa recién posesionado, al propio presidente Santos y a un sector amplio de la opinión. Mostraron una retroexcavadora, una volqueta y decenas de personas echando al suelo las barricadas instaladas en una casa que funcionaba como subestación de Policía improvisada. No hay golpes ni piedras. Simplemente, ante la presión de la comunidad, los agentes que permanecían en El Mango se trasladaron a la cabecera municipal de Argelia. Luego vino la solidaridad y, después, la lluvia de críticas.

El debate sigue sobre la mesa. La posición del ministro Luis Carlos Villegas fue clara: “No hay lugar en Colombia vedado para la Fuerza Pública”, lo dijo con tono enérgico en una ceremonia de ascensos en la Escuela de Policía general Francisco de Paula Santander, en Bogotá. Sus palabras parecen calcadas de las que pronunció el ahora exministro del Interior, Federico Renjifo, cuando en 2012 la Guardia Indígena sacó por la fuerza a un grupo de militares que custodiaba el cerro Berlín en el municipio de Toribío, también en Cauca. En esa oportunidad los indígenas pedían que ni el Ejército ni la guerrilla ocuparan sus territorios sagrados.

“Las Fuerzas Militares no tienen ningún territorio vedado”, dijo entonces Renjifo. Más allá de la coincidencia en el discurso, la imagen del soldado envuelto en llanto que salió cargado por los indígenas se quedó en la memoria de muchos y sirve como ejemplo para explicar por qué lo de El Mango no es un caso excepcional.

El derecho internacional y la disputa por el territorio

Un artículo del Protocolo Adicional I a los convenios de Ginebra de 1949, el 58, señala que las partes en conflicto “hasta donde sea factible” se esforzarán por “alejar de la proximidad de objetivos militares a la población civil, las personas civiles y los bienes de carácter civil que se encuentren bajo su control” y “evitarán situar objetivos militares en el interior o en las proximidades de zonas densamente pobladas”.

En esa norma se basa Isabel Zuleta, socióloga e integrante de la organización Ríos Vivos, otro de los colectivos que se opone a la permanencia de la base militar en la cabecera municipal de Ituango, para cuestionar la presencia de instalaciones de la Fuerza Pública en los centros poblados de la zona de influencia del proyecto Hidroituango.

Zuleta señala los casos de municipios como Toledo y Briceño que cuentan, como la mayoría de los pueblos del país, con presencia de estaciones de Policía en sus centros poblados. Para ella, la dificultad se enfoca en poblaciones que, como esas, son blanco frecuente de las acciones de diferentes actores armados. Además, destaca el caso del corregimiento de Santa Rita, en Ituango, donde la base policial se encuentra justo a un costado del centro de salud del caserío.

Otro aspecto que preocupa a esa organización está relacionado con la posibilidad de que esas comunidades puedan plantear sus cuestionamientos ante los macroproyectos que avanzan en sus territorios. “La presencia militar en zonas de megaproyectos impide la protesta social. Todos los actos sociales y culturales se dan en medio del Ejército. La vida comunitaria se ve a afectada”, dice Zuleta.

¿Usted sería capaz de sacar a la Policía de su barrio?

Después de la cuestionada Operación Orión, en 2002, la comuna 13 de Medellín se transformó en uno de los sectores más densamente ocupados por instalaciones militares y de Policía en la capital antioqueña. Según cálculos de habitantes de la zona, en cerca de 20 puntos se ubicaron bases permanentes con la idea de preservar el control de ese territorio luego de la incursión armada que pretendía desterrar a las milicias guerrilleras de la zona.

Albeiro Sánchez es líder barrial y edil de la comuna. Según dice, la Junta Administradora Local ha contabilizado 14 bases militares con presencia permanente en 21 barrios. Las instalaciones restantes corresponden a estaciones, subestaciones o centros de atención inmediata de la Policía.

Aunque reconoce que algún sector de la población se ha opuesto a la presencia de esas bases dentro de los barrios, asegura que, a diferencia de lo sucedido en El Mango, las comunidades protestarían en caso de que las autoridades decidieran retirar alguna de ellas.

“Hoy la presencia de la Policía entre la población civil es una garantía enorme de que la comuna no va a volver a caer en manos de bandidos. Esto era vetado para la Fuerza Pública, un lado era controlado por los paramilitares y el otro por los guerrilleros. Si las quitan, los perjudicados seríamos nosotros mismos”, dice Sánchez.

Entonces, ¿por qué protestan comunidades rurales como las de Ituango, Toribío o El Mango? La respuesta puede estar en las palabras de Andrés Meneses. Él insiste en que solo los habitantes de su pueblo entienden el riesgo al que se ven expuestos con la presencia de la Policía dentro de esa pequeña localidad que el gobernador de Cauca definió como un pequeño Beirut.

“La Policía estaba ubicada a una cuadra del parque y todos los que vivían en esa manzana desocuparon por los atentados. Los afectados eran los vecinos. Se iban, entonces la Policía se apoderó de todas las casas. Eso hizo que los ataques fueran más continuos. La gente iba saliendo poco a poco y el pueblo iba quedando destruido”, cuenta Andrés.

Según explica, la decisión de presionar la salida de la Policía surgió de la comunidad y no hubo ninguna influencia del frente 60 de las Farc, la estructura que hace presencia permanente en los alrededores de corregimiento. La tensión, además, no es reciente. Según su relato, el periodo de mayor tranquilidad se extendió durante los cinco meses de cese al fuego unilateral declarado por la guerrilla a finales del año anterior y hasta el pasado mes de mayo.

“Eso se cayó y empezaron otra vez los atentados –dice Andrés-. Se rumoró que se iban a tomar otra vez el pueblo que ya nos lo tenían prácticamente acabado.  Por la incertidumbre que genera eso, se optó por sacarlos. No es que se vayan sino que se reubiquen en las afueras. Es que ocupaban toda la manzana, ¿qué hacía la gente?, le tocaba irse a pagar arriendo, nadie en este mundo hace eso, pero acá tocaba por el miedo a una bomba o a un proyectil”, dice Meneses.

Pero hubo quienes no alcanzaron a escapar. La profesora de la escuela rural de El Mango, Ana Hilda Gaviria, murió junto a sus padres cuando un cilindro bomba lanzado por las Farc cayó en su vivienda, ubicada a 60 metros de la subestación de Policía, el verdadero blanco del explosivo. Ocurrió el 8 de junio de 2013.

Desde entonces el rechazo a la presencia de los agentes en El Mango tomó más fuerza, lo mismo ocurrió con las amenazas de las Farc contra quienes tuvieran contacto con los policías. “Nosotros no somos enemigos de la Policía, ellos salían a comprar los víveres y la gente les vendía bajo cuerda a pesar de que la guerrilla sí venía a prohibirlo. Si ellos quieren darse plomo que salgan y se den plomo por allá en una  montaña, pero donde no afecten a la población civil. No queremos perder más amigos ni más seres queridos”, dice Andrés.

La Policía regresó el sábado. Lo hizo acompañada por hombres del Ejército y del Esmad que llegaron dispuestos a contrarrestar cualquier agresión. Algunos líderes amenazaron con desplazarse, insistieron en que preferían dejar sus casas que arriesgarse a caer en el fuego cruzado. Después, la tensión cedió porque los agentes asignados a proteger el corregimiento se instalaron en un cerro cercano, pero en las afueras del caserío. Hoy, una semana después del episodio que volvió a poner su pueblo en el mapa, la gente de El Mango camina un poco más tranquila.