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Almas que escriben: el libro que crearon las víctimas del conflicto armado
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Almas que escriben: el libro que crearon las víctimas del conflicto armado

Staff ¡Pacifista! - abril 9, 2018

El libro, en el que participaron 11 víctimas, incluye cartas, semblanzas y relatos de violencia y esperanza.

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No es fácil hablar sobre las víctimas en Colombia. Para hacerlo es necesario entender, por lo menos, el contexto en el que 8,3 millones de personas (según el Registro Único de Víctimas) fueron afectadas por el conflicto armado. No basta con indagar sobre los responsables de las heridas, ya sea el Estado, los paramilitares, las Farc, el ELN o las bandas criminales, pues detrás de esas heridas, más allá de quién las causó, existen historias que nos pueden ayudar entender la historia completa. A comprender, por ejemplo, cómo es afectada una familia cuando la desplazan de su territorio o le asesinan a un ser querido.

Hoy, en el Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas, se abre una puerta para acercarnos a las historias que descansan en la memoria del conflicto armado.  La Alta Consejería para las Víctimas, la Paz y la Reconciliación lanza hoy el libro  Almas que escriben: memorias y esperanza, editado la escritora Mariana Schmidt Quintero. En la obra aparecen relatos escritos por víctimas del conflicto armado; algunas hablan sobre desaparición forzada, otras sobre asesinatos y otras sobre masacres. A continuación les presentamos, de manera exclusiva, tres relatos que hacen parte del libro.

La búsqueda de Pedro Nel en la cárcel de Bellavista de Medellín

Por: Lucía Osorno Ospina

Lucía Osorno Ospina.

Estábamos en la incansable búsqueda de Pedro cuando Javier Darío Vélez, amigo de la familia, nos dijo que le habían dicho que mi hermano estaba en la cárcel de Bellavista de Medellín. Nuestros rostros se iluminaron de inmediato, una esperanza de encontrarlo se hacía palpable. “¿Y cómo hacemos para entrar?”, me preguntó Rodrigo, mi otro hermano. Yo le contesté: “No sé, pero mañana es lunes festivo, nos madrugamos para llegar temprano y tratar de entrar”. A eso de las siete estábamos ya en la cárcel.

Lo primero que vimos fue una fila inmensa, mi vista solo contemplaba mujeres. Me dispuse a hacer la fila y enseguida le pregunté a una señora de qué manera podría entrar. Ella me respondió con un tono de normalidad: —Si trae harta plata la dejan entrar sin ficha, porque desde que entra hasta que sale le toca pagar. —No importa —le dije. —Le guardo el puesto —me respondió—, vaya alquile unas chanclas y una falda, porque con zapatos y jeans no la dejan entrar.

El corazón me palpitaba fuertemente de la emoción de poder ver a Pedro. Nos dirigimos hacia el lugar donde alquilaban la ropa y admito que vacilé cuando la vi, porque no estaba limpia. Mi hermano me miró y me dijo: —Tú decides. —Esto no es nada para lo que puede estar sufriendo Pedro —le contesté. Me alquilaron una falda muy corta y unas chanclas plásticas sucias y desgastadas. Mi hermano y unas señoras me cubrieron para poder cambiarme en plena calle. Me sentía muy mal con esa ropa, pero no importaba, era la única manera de poder ver a mi hermano.

Empezamos a ingresar con otro grupo de mujeres, mientras Rodrigo me esperaba en una cafetería afuera de la cárcel. A medida que cada mujer iba entrando, la preocupación porque me devolviesen se iba acrecentando. Veía cómo todas llevaban su ficha en la mano, mientras que yo, con varios billetes, no sabía ni cuánto tenía que pagar para entrar, solo sabía que me sometería a lo que la primera guardia me dijera. Cuando llegué al punto de control, la guardia me dijo: “¿Y usted a quién viene a ver? ¿Su permiso dónde está?”.

Las piernas me temblaban. Respondí con algo de temor, pero con la vehemencia que implicaba estar ad portas de encontrar a un hermano: “Nos dijeron que mi hermano Pedro Nel se encuentra en esta cárcel detenido, llevamos quince días buscándolo. ¡Por favor, déjeme entrar!”. Sé que ella vio la angustia en mi rostro, sin embargo no pareció inmutarse, así que le volví a replicar: “Mi hermano está desaparecido y de pronto lo encuentro acá”. A continuación le entregué cincuenta mil pesos. En contraste con la primera vez, su actuar cambió. Sin titubeos se acercó a mi oído diciéndome: “La dejo entrar, pero tiene que pagar en todos los lugares donde ingrese”.

Con toda obediencia le dije, “claro”. Ya había logrado el primer paso. Con voz de mando me preguntó qué hacía Pedro. Sin medir las implicaciones, dije que era un líder social y un dirigente campesino, y me dieron instrucciones de dirigirme primero al patio cuarto: “Ese es el de los presos políticos”, dijo la guardiana. Agradecí de manera noble y con foto en mano fui al patio señalado, llevaba toda la fe puesta en que lo iba a encontrar. Inicié el recorrido entre miradas intimidantes y expresiones irreverentes y hasta vulgares. La falda corta y las chanclas acentuaban mi sensación de incomodidad, era fácil imaginar que yo iba a una visita conyugal.

Llegué al patio cuarto, algunos presos me sometieron a sus comentarios groseros, mientras otros me miraron con extrañeza. Les expliqué: “Esta pinta me tocó alquilarla para poder entrar, la verdad es que mi hermano es un líder social campesino y está desaparecido, ¿ustedes lo han visto?”. “No, compañera, no lo hemos visto. Discúlpenos, es que acá entran muchas con esa pinta y vienen a ofrecer los servicios a los presos que no tienen esposa o compañera”. Solo les dije, “tranquilos”. Referenciaron que Pedro podría estar en La Guyana, un sitio donde van a parar los que torturan: “Ve también a la enfermería, recorre todos los patios hasta el último rincón”.

Recuerdo que obtuve una negativa por parte de ellos cuando les ofrecí dinero: “No, compañera, nosotros estamos por la misma causa que la de tu hermano”. Con el desconsuelo por no haberlo encontrado, seguí hacia el patio 3, el de la delincuencia común. Lo primero que escuché decir fue: ¿A cómo cobra el servicio? “Estoy aquí buscando a mi hermano”, contesté. Con el tono que ya empezaba a ver que se acostumbraba en ese ambiente, me dijeron: “Suelte el billete para llamarlo”. Les entregué varios billetes, unos cinco mil pesos, y esperé quince minutos. El panorama en el patio era terrible y desconsolador, había personas sin ojos, otros con la cara cortada, era atroz.

De pronto la voz del preso que fue a buscarlo me dijo: “Acá no está Pedro Nel, pero síguelo buscando”. Me paré en todos los zaguanes largo rato a ver si lo veía pasar, sin ponerle cuidado a las constantes miradas y secreteos de los presos. Mi angustia crecía y el desespero se apoderaba de mí. Seguí el recorrido hacia los patios 2 y 1 consecutivamente y la escena se repitió, la situación era calcada, la misma pregunta al verme: ¿Cuánto cuesta el servicio?, y para una misma pregunta, una misma explicación.

Entregaba billetes para que lo llamaran y mientras esperaba, fijaba la mirada en todos los presos, esperando su encuentro para abrazarlo, pero nuevamente la voz de quien lo iba a buscar era: “No está”. Me entristecía mucho que no apareciera. En mi búsqueda incansable seguí hacia el área administrativa de la cárcel. Se me acercó un señor y me dijo: “Usted no puede ingresar a esta oficina, ¿se equivocó de lugar?”. Una vez más contesté: “No es lo que usted piensa. Mire, esta ropa la alquilé porque tengo a mi hermano desaparecido y me dijeron que estaba acá, no sabía cómo era entrar a una cárcel y por eso tengo esta ropa.

Yo no soy prostituta, se lo juro, yo necesito encontrar a mi hermano. Ya recorrí los patios y necesito entrar a los otros sitios, en los que usted me pueda orientar”, y al igual que con la primera guardia y los demás presos que buscaron a mi hermano en los patios, le entregué otros cincuenta mil pesos y me dejó seguir a la oficina, miró los registros, pero no aparecía. “No se le ha dado ingreso; pero siga hacia La Guyana, la enfermería. Entre a todos los lugares que se encuentre en el camino”. Así lo hice, se oían gritos a los lejos y quejidos de un preso amarrado de los pies, con la cabeza hacia abajo. Me angustié mucho, en mi desespero pensé que era él, así que me acerqué bien para tratar de reconocerlo; en el rostro del preso se veía lo que estaba sufriendo. Salí despavorida. “Tampoco está en este lugar horrible”.

Dirigiéndome hacia la enfermería observé muchos presos aporreados, miraba el rostro de cada uno, con foto en mano le pregunté a varios por Pedro, si lo habían visto, uno me respondió: “Sí, lo vi hace una semana en el patio segundo”. Sentí esperanza, me devolví hacia el patio 2 y pregunté por él, volví a pagar, lo volvieron a llamar y les pregunté: “¿Ustedes lo vieron en este patio?”, la respuesta fue “no”. En ese instante pasaron miles de pensamientos por mi cabeza, “¿lo tuvieron acá y lo mataron? ¿Qué pasó?”.

Volví al área administrativa y le conté al funcionario que me había ayudado lo que uno de los reclusos me había dicho, solo me respondió: “Pues acá no hay registro, no puedo hacer nada, pero sigue mirando a ver. Igual falta mucho para que termine la visita y puedas salir”. Seguí recorriendo zaguanes y a todo aquel que veía le preguntaba. De pronto apareció un rostro conocido, era Hildebrando Zapata, un amigo de la familia, vivía en Pueblo Rico, esto me dio mucha alegría.

Me dirigí hacia él y me dijo extrañado: “¿Tú qué haces acá con esas fachas?”, “Pedro está desaparecido y no sabía cómo entrar acá, esta vestimenta es por eso, pero dime, ¿lo has visto?”. Yo esperaba con ansias que su respuesta fuera “sí”, pero me dijo: “No, mira esta comida, la llevo para el patio 3, yo estoy detenido por expender marihuana hace dos meses y trabajo fuerte para que me rebajen la pena. Me recorro todos los patios y con certeza te digo que no lo he visto”. Al escuchar esas palabras no pude evitar soltar el llanto, se me agotaba la esperanza de encontrarlo.

Él me abrazo y me dijo que le dejara mi número de teléfono por si lo veía, anotó el número de mi trabajo y nuevamente me dio un abrazo, como quien intenta apaciguar un desconsuelo. Y así como llegó, con esa comida tan horrorosa que parecía aguamasa para cerdos, como dicen en Antioquia, se fue. Desconsolada me fui al área administrativa, le pedí al funcionario que ya me había orientado que me permitía salir, pues mi hermano me estaba esperando afuera, me contestó: “No, hasta que termine la visita no puede salir. Hasta las cuatro, y recuerde que también tiene que pagar para salir”. Le entregué diez mil pesos. Aún me faltaba una hora, eran las tres. “Vuelve a revisar, aprovecha la hora que te queda”, me dijo, sin embargo después de hablar con mi amigo la esperanza de encontrarlo era poca. Esa hora se me hizo eterna.

Pensaba en el rostro de mi hermano Rodrigo cuando le contara que no lo había encontrado; él, toda la familia y sus compañeros abrigaban la esperanza de que estuviera en la cárcel. Y ahora, ¿a dónde íbamos a buscarlo? Terminó la visita y salí con el dinero en la mano para pagarle a la guardiana. Le entregué diez mil pesos y mi estadía en ese lugar terminó. Al final entré con mucha plata, pero salí sin nada, lo mismo sucedió con mi esperanza de encontrar a Pedro. Rodrigo me esperaba ansioso: “Usted se demoró mucho —me dijo—, ¿es que se quedó hablando con él? ¿Lo encontró?”. Lo abracé y le dije, “no”. Soltamos el llanto. “Tenemos que seguir la búsqueda”. Y así ha sido. Después de 28 años continuamos buscándolo y sometiéndonos a lo que sea.

Semblanza del señor Antonio: un campesino humilde de la serranía de San Lucas

Por: Roberto Carlos Fuentes del Toro

Roberto Carlos Fuentes del Toro

El sol está en su esplendor. La sombra del alar de la casa, tejida en palma de tagua, sobresale en la dirección a la que pertenece cuando es medio día. Mi padre tiene marcada la hora con rayas en el suelo justo en el alar de la casa. Puedo percibir que es la una de la tarde. Comenzó el veranillo, el que cada año para el mes de julio aprovecha papá para cultivar. El veranillo se hace notar no solo con el sol, sino con el polvillo, el árbol grande y frondoso que en esta época del año se florece; aprovecha la brisa que cruza por sus ramas para dejar caer sus flores. La brisa se las lleva y las empieza a girar como cuando un trompo de pita comienza a dar vueltas.

Al caer al suelo, sin importar la magnitud del potrero, este se adorna de pétalos amarillos como el oro. La hermosura se hace notar con las flores de polvillo. El ganado, cuando sales de la casa, te mira fijamente y se te acerca en busca de sal; si tienes una cascara de plátano en tus manos no es de extrañar que una vaca te la quite de un lengüetazo, no es por falta de pasto, es de lo apapachadas que están cuando sienten el humano. El ganado es tan manso que te le puedes montar como si fuera caballo.

Estoy aquí, sentado en el taburete, a mi lado está mi hermana junto a mi madrastra y su hijo, que es un niño comparado con mi hermana que tiene 8 años y yo 6. Todos nos hacemos una rutinaria y fría compañía. Veo muchos animales de patio de toda clase. Una gallina cariaca se deja quitar un grillo de un pollo más joven, porque él con su agilidad pesca el grillo en el aire. Por el fogaje del sol, unos cerditos reposan en el alar de la casa y están a punto de quedarse dormidos.

De repente los perros empiezan a ladrar. Mi espalda se estaba pegando con el cuero del taburete, estoy sin camisa, en pantaloneta corta, descalzo, me entretengo con los ladridos de Tucarita, mientras mi hermana me dice, “Gordo, viene alguien”. Respondo: “Sí, al parecer es Toño Negro, el amigo de papá”. La perra negra con un puntico blanco al final de su cola, no deja de ladrar entre más don Antonio se acerca, pero a pesar de erizarse lo empieza a husmear y finalmente comienza a mover la cola dándole la bienvenida. Mientras tanto el ganado está tan sorprendido como nosotros. El ambiente se esfumó cuando Toño Negro entró a la casa. Con una sonrisa, con su mirada fija en mi hermana y en mí lo primero que dijo fue: “Hola, Patriarca, ¿qué más Soldadito?, ¿está su papá? Con un poco de timidez, porque solo nos saludó a los dos, mi hermana le respondió: “Está trabajando”.

Salió al patio con su escopeta en la mano, dio la vuelta, volvió a entra a la casa y de forma cordial le preguntó a mi hermana: “¿Será que el Soldado se demora?”. Mi hermana no supo qué responder, pero mi madrastra intervino diciendo, “¿por ahí a las tres de la tarde llega”. Don Antonio quedó sin alternativas, se le notó un gesto que decía que le tocaba esperar, venía de lejos. Su piel negra le combinaba con sus ojos mientras su pelo apretado se escondía por más de la mitad en su gorra, sus botas de caucho largas le llegaban casi a la rodilla, una macheta terciada a la cintura, una mochila vacía y su escopeta. No daba tregua para ofrecerle asiento. Se sentó a mi lado.

Estando cerca me pude dar cuenta de que en el lado izquierdo de su pierna, su pantalón de tela pana con líneas cuadriculadas tenía un parche, se podía observar las distancias de las puntadas que sostenían el remiendo en su pantalón, sin embargo quedé aterrado porque el parche en su pantalón también se estaba rompiendo. Al espabilar y girar la mirada de forma disimulada hacia su rostro pude ver su barba, su bigote. A distancia no se podía observar, pues la barba y el bigote le combinaban con el color de su piel.

Se quitó la gorra un poco intranquilo, se echaba aire con ella, se rascó la cabeza, la barba, y le preguntó a mi hermana: “Patriarca, pero ¿el soldado sí está?”. “Sí, él sí está”. “Es que ya son las cuatro de la tarde y nada que llega”. Se paró del banco donde estaba sentado, caminó hacia el patio, fijó su mirada en el cerro de donde venía, cabizbajo, su rostro se notaba intranquilo. Mientras tanto nosotros permanecíamos en el mismo lugar sentados. Mi madrastra empezó a atizar el fogón para darle vida al fuego, el humo empezó a salir al punto que llenó la casa, se podía soportar a pesar de que tocaba toser.

Cuando la llama cogió fuerza el humo se fue. Don Antonio seguía en el patio, se aproximaban las cinco de la tarde. El ganado empezó a agruparse. Los animales de patio también. A las cinco y cuarenta una gallina empezó a subirse por un palo lateral a un totumo donde dormía, detrás fue el resto de animales de patio y se recogieron. El desespero de don Antonio se hizo notar más al punto de quitarse una bota y sacudirla, lo mismo hizo con la otra. La noche empezó a sentirse. A medida que culmina la tarde hasta la brisa se apacigua, el ruido de las aguas de la quebrada Santo Domingo dejan percibir el silencio. Mientras mi madrastra le echaba brisa con una tapa de olla a la hornilla para que el fuego no perdiera fuerza, a la distancia aparecía mi padre, lo cual le devolvió un poco la esperanza a don Antonio. Mi padre se acercaba a la casa, delante venían Laica y Capacidad, sus perros de cacería.

Al llegar mi padre los perros saludaron desesperadamente buscando dónde tomar agua, mi padre le estrechó la mano derecha a Toño y apenado le dijo: “Hacía rato me estaba esperando”. Él se lo confirmó. Los dos amigos salieron al patio a conversar. —Soldado, necesito un favor, por eso lo estoy esperando, se acabó la sal en mi casa, no tengo ni con qué preparar una yuca a mis hijos. Mi padre le reclamó con gusto por qué no había venido antes. Los dos hombres, con edades entre los 28 y 30 años no tuvieron mucho tiempo para hablar porque la noche se estaba acercando. Mi padre le pasó cuatro sarapes de sal envueltas en hojas de bijao, la sal que tenía el humo en la parte de encima de la hornilla para el ganado nos servía para la comida en tiempos difíciles. También le entregó tres cartuchos doble cero para escopeta. El señor Antonio se despidió de mi padre y de todos de forma apresurada.

Empezó a oscurecer. A los veinte minutos de haber partido de la casa el silencio de la oscuridad fue interrumpido por un tiro de escopeta, el estruendo acompañado por un eco inmenso fue tan duro, que los perros salieron a ladrar al patio sin dar tregua. Veinticinco minutos después se escuchó a Toño Negro llamando a mi padre desde la oscuridad, de forma desesperada: “¡Soldao, Soldao, venga, por favor!”. Papá desesperado a una distancia moderada le respondió: “Toño, ¿te paso algo? Dime”. Él le respondió con voz aturdida, pero de esperanza: “No me ha pasado nada malo, Soldado, es que maté un venado”. Entre el ladrar de los perros y ver cómo se disipaban las luces de las linternas en la oscuridad, acostado en el zarzo comencé a sentir alegría de que don Antonio hubiera cazado el venado.

A pesar de que los venados en aquel lugar estaban escasos, la suerte no impidió para que esto sucediera. Las necesidades de sobrevivencia hacían de aquel acto una bendición de Dios.

Papá volvió a casa en la oscuridad con medio venado, el otro medio los trabajadores de la casa se lo ayudaron a subir a don Antonio al cerró donde vivía, a largas horas de camino. Esa noche poco tuvimos oportunidad de dormir. El semblante al otro día fue de alegría, la escasez de carne había sido vencida por un excelente cazador. Por varios días hubo deliciosa carne de venado al humo, un veranillo hermoso que no puedo olvidar. En las noches de luna llena, recompensábamos la escasez de carne acompañando a papá a pescar al río Santo Domingo. A pesar de ser un niño, mi padre me dejaba probar el tabaco, el sabor amargo me quitaba el frío y alejaba los moscos, mientras que con la ayuda del resplandor de la luna mi padre sacaba bocachicos de agua dulce.

El brillo de las escamas descansaba en la mochila de fique y regresábamos felices a casa. Años después recordé a aquel hombre humilde y sencillo, el cazador, don Antonio. En unas vacaciones fui al sur de Bolívar después de que había pasado una guerra entre paramilitares y guerrilla y le pregunté a mi padre por el señor Antonio. Conmovido me contó que había sido uno de los tres campesinos asesinados por el Bloque Central Bolívar argumentando que eran auxiliadores de los subversivos. Luego añadió: “Hijo, Antonio murió en la guerra absurda que nos tocó vivir por acá. Dejó sola a su esposa Carmen, ¿te acuerdas de ella?, y huérfanos a sus hijos, por ahí en San Pablo he visto a Toñito, se parece mucho a él”.

Semblanza de Hernando Ospina Rincón detenido-desaparecido el 11 de septiembre de 1982

Por: Mercedes Ruiz Higuera

Mercedes Ruiz Higuera.

Hernando, gran ser humano, sin importar la hora o el día, siempre atendía las necesidades de los demás. Su cariño y compromiso de servicio eran muy grandes. En nuestra familia ocupó un lugar importante. Asumió las riendas de este hogar como padre, esposo, vecino, y para mí era mi hermano mayor. Recuerdo con gran cariño cuando me presentaba a sus amigos como su hija mayor. Con mi hermana María Helena se conocieron en 1966.

Después de dos años de noviazgo se casaron en noviembre de 1968. De este hogar dejó tres hijos: Martha Yaneth, quien al momento de la desaparición tenía 12 años; José Manuel, a quien le decía “mi chinito” y consentía más, tenía 9 años en 1982, y Alba Luz (q. e. p. d) su hija menor, con quien era tierno y amoroso, era su bebé, de pronto porque con ella pasábamos más tiempo en su taller. Hernando era muy exigente con sus hijos, con respecto al estudio, quería que fueran los mejores. A pesar de sus ideales libertarios, fue un hombre conservador de las costumbres religiosas: se casó, bautizó sus hijos, les hizo su primera comunión, todos estos ritos en la religión católica.

Igualmente conservaba el acento y los dichos de su añorado municipio de Rioseco, Cundinamarca, donde nació el 2 de mayo de 1943. De familia campesina, fue el sexto de nueve hermanos, hijo de Julio Ospina y Concepción Mancera. Se sentía muy orgulloso de haber prestado el servicio militar en los Lanceros. En 1960, siendo muy joven, viajó a Bogotá en busca de mejores condiciones de vida para su familia y para él, y en efecto con los años fue trayendo a hermanas, padres y sobrinos a vivir a la capital.

Se logró ubicar laboralmente como latonero de carros, trabajó en empresas automotrices como Colcar Ltda., Leonidas Lara y Chevrolet, donde logró la pensión por enfermedad laboral. Todas las Semanas Santas, Hernando acostumbraba a viajar a su tierra querida, Rioseco, para estar con sus familiares y arreglarle la casa a su hermana mayor y, claro, dar unas vueltas por el pueblo y saludar a los paisanos. Desde joven, Hernando practicó el ciclismo y obtuvo medallas y copas que aún conservamos. De él aprendimos a querer y a bailar el vallenato viejo; nos organizó muchos bailes en casa. Recuerdo también que un diciembre hicimos un árbol de Navidad en papel, fue así como empezamos a celebrar con más alegría la Navidad.

Era tan especial que siempre para el Día de la Madre compraba ropa para su esposa, para su madre y para su suegra. Entre los ejemplos de afecto que nos dejó fue celebrar los cumpleaños, por eso aún en cada celebración sigue su recuerdo. Cuando nos llevaba en su camioneta a conocer pueblos cercanos a Bogotá, compraba pollo y gaseosa y nos sentábamos en un pastal a compartir. Algo que le gustaba era ver a su hija Martha montando en bicicleta en algunas salidas.

Hernando en su actuar nos sorprendía. Me llega a la memoria el día que nos llevó a una reunión con unos amigos de él, también trabajadores en el gremio automotor. Fue esa vez cuando nos contó que hacia los años sesenta había comenzado su lucha por la reivindicación de los derechos de los trabajadores, que luego fue retirado de las empresas donde laboraba por participar en las actividades sindicales, y cómo empezó una etapa más avanzada en su vida política con el Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR). Ese pensamiento poco le gustaba a mi papá, pero su forma de ser en el núcleo familiar y su responsabilidad, hacían que él lo considerara un buen muchacho. Para todos, Hernando era nuestro orgullo, nuestro soporte emocional.

Por eso cuando lo desaparecieron nos quitaron una prenda muy querida, como decía mi mamá; nos ocasionaron una ruptura en nuestro hogar, dejándonos en la incertidumbre, desprotegidos sin ese ser humano que era Hernando y su ejemplo como legado. El 11 de septiembre de 1982 él se encontraba en su taller de mecánica y latonería Los Pijaos, ubicado en el barrio Las Ferias, cuando llegaron unos hombres armados, vestidos de civil y preguntaron por Héctor o Pacho. Los empleados respondieron que allí no había ninguna persona con esos nombres; los hombres dijeron que necesitaban al dueño del taller; Hernando se presentó y fue obligado a salir hacia la calle 68; lo introdujeron a la fuerza en una panel y se lo llevaron con rumbo desconocido.

Nos cuenta un vecino que vio cuando lo llevaban los hombres vestidos de civil, que iba más pálido que papel blanco. Yo lo describo como un sacrificio por los demás compañeros, porque a pesar de que ya sabía que tenía seguimientos, que sus compañeros no aparecían ni vivos ni muertos, se dejó llevar tan dócil y tranquilo. Para la familia es lo que lo hace único.

Con el paso de los días y meses, al no encontrar respuesta sobre el paradero de Hernando, empezamos a recorrer y buscar una respuesta del por qué no daban razón. Cuando íbamos a preguntar a los funcionarios del Estado sobre la investigación siempre nos respondían: no hay nada. El caso sigue abierto porque la familia, los amigos y compañeros seguimos exigiendo saber qué pasó con los responsables, por qué no les han preguntado qué hicieron con Hernando, y este proceso seguirá en la justicia ordinaria hasta saber su suerte y la posibilidad de recuperar aunque sea un hueso de él y que se lo entreguen a su familia y a sus compañeros que aún lo esperan.

Nos negamos a vivir con ese sentimiento que deja la impunidad como es el sentimiento de incertidumbre. A este gran ser humano, a Hernando, no le interesaba la hora ni el día, él atendía las necesidades de sus compañeros. Era modesto como nadie; me imagino que esos jóvenes sentían su cariño y compromiso de servicio a los demás. Lo decimos en voz alta, no lograron paralizarnos frente al terror que ocasiona esta práctica de la desaparición forzada. Aún tenemos esperanza y memoria, lo que nos permite mantener el equilibrio emocional necesario para seguir viviendo, seguir organizados y no desfallecer en su búsqueda.