¿Y si la detención de Uribe abriera la posibilidad para la reconciliación? | ¡PACIFISTA!
¿Y si la detención de Uribe abriera la posibilidad para la reconciliación? Montaje: Cristian Arias
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¿Y si la detención de Uribe abriera la posibilidad para la reconciliación?

Santiago A. de Narváez - agosto 21, 2020

¿Tiene la sociedad que negociar la impunidad de Uribe? ¿Es Uribe acaso una ficha clave para un eventual proceso de reconciliación nacional? ¿O tenemos, en cambio, que pensar relatos alternos que produzcan consenso alrededor de la implementación del Acuerdo de paz?

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¿Qué pasa cuando se narra adecuadamente? ¿cuándo la narración encuentra el tono indicado y el discurso entra en tracción?, me pregunto, en tiempo presente, mientras agarro una curva suficientemente suave para no irme de jeta, pero con la suficiente resistencia como para no perder el equilibrio y, si se piensa, narrar tiene mucho que ver con montar en cicla, al estar uno atento a los detalles, al camión cisterna tirado en medio del camino para que alguien no tenga problema en estamparse de frente contra él, a la ladera con arbustos bajos que reciben un sol despicado y, en la ladera, frailejones abrazando como pueden pedacitos de piedra que se descascaran, la laguna lejos, ese pájaro invisible, ese hueco antiguo, un letrero entre la niebla que anuncia los límites de una reserva forestal, la casa sobre el barranco que recuerda al Motel del acantilado donde Norman Bates asesinaba a sus víctimas mientras ellas se duchaban.

La película de Hitchkock me recuerda la mirada de su actor, Anthony Perkins, la mirada en la última escena que la da sentido completo al relato. Digamos que los finales condensan siempre el sentido, y la pregunta por el final es clave para un narrador porque lo arroja siempre al dilema de la forma. ¿Dónde trazar el corte que le da el cierre y la unidad a un relato? Pero volvamos a la escena final de Psicosis, cuando Anthony Perkins pide una mantita para arroparse del frío, el guardia se la entrega, lo deja sólo y nosotros nos quedamos con él y con su voz, escuchando cómo ese sonido interno —la voz de la madre— interiorizada por el personaje loco, sigue siendo la que manda la parada hasta que él eleva la mirada y nos ve con esos ojos sesgados al final, con esos ojos que cierran la escena y la película pero que al mismo tiempo nos lanzan a la polisemia:

 

 

Existen, de igual manera, miradas torpes, estancadas en sí mismas, que buscan desesperadamente salirse de su cuerpo. Son las más peligrosas porque no saben lo que quieren, o peor, no son conscientes de sus cuencas, de sus bordes y del límite que estos le trazan y en el titubeo arrastran consigo, en una espiral de tristeza, todo lo que pueden. (Esquivo un Honda Civic asesino que derrapa la curva y a su paso deja el sonido de las piedrecitas sueltas que se aplastan contra el caucho).

Pedalear tiene también esa seducción atada al recorrido, hay un esfuerzo que no se siente como energía perdida sino como transmisión pura, transición bien aceitada, clic, una marcha para adentro porque requerimos fuerza para rodar hacia adelante, en el fluir de la palabra.

 

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—Este país tiene que empezar a pensar cómo negociar la impunidad de Uribe.

Las palabras las pronunciaba, sentado en un sofá, con chaqueta estropeluda, y mucho antes de que se revelaran las grabaciones de la Ñeñepolítica y mucho antes también de que la Corte Suprema llamara a Uribe a indagatoria y, por supuesto, antes de que le dictaran medida de aseguramiento por presunta manipulación de testigos y fraude procesal, el periodista Julián Martínez en el programa La Tele Letal.

Meses antes, en ese mismo programa, De Francisco y Moure le proyectaron una frase a otra invitada — esta vez sin tanta chaqueta y con algo más de pelo. La frase era la siguiente:

“La paz no la rescatamos militarmente, la paz no la rescatamos a la brava, la paz solo la podemos rescatar si se comprometen los grupos enfrentados a abrir una seria etapa de reconciliación nacional”.

—¿Sabes quién dijo esta frase? —le preguntó De Francisco a María Fernanda Cabal—Álvaro Uribe Vélez.

—Pues supongo…que la debió decir…en la época que fue ¿senador? Pero a esa reconciliación —dijo ella señalando la pantalla del TV, a las palabras de su prócer— nunca se le ha apostado.

En efecto, Uribe había pronunciado esa frase en 1987, cuando era senador de la República. Y es muy diciente que, cuando Cabal se refería a la reconciliación que necesita el país, lo hiciera señalando las palabras de Uribe.

—Este país —dijo ella finalmente—, si fuera honesto, le apostaría a una gran reconciliación nacional. ‘Gran’ es que quepan todos, incluidos los mafiosos. Que todos quepan ahí.

Se acostumbra leer a Maria Fernanda Cabal, y a cierto sector de la extrema derecha colombiana, con cierta distancia o cuando menos con sarcasmo. Se acostumbra a leer sus palabras como si nacieran para ser enmarcadas en un meme. Pero ¿qué pasaría si leyéramos esas palabras, o al menos esta respuesta, como si fueran ciertas? ¿Qué pasaría si leyéramos lo que ella dice como si dijera la verdad? Creo que ese cambio de lectura abriría un espacio para comprender de otra manera lo que la derecha y la extrema derecha entiende por reconciliación nacional. No como si lo que dice fuera verdad (esto es: que hace falta incluir a los mafiosos en un proceso de reconciliación), sino como si en esas palabras refiriera la verdad sobre su deseo, y el deseo de la extrema derecha, con un proceso de reconciliación.

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La reciente detención de Uribe puso en el centro nuevamente una pregunta que ha estado latente desde hace mucho tiempo, la pregunta por la reconciliación nacional. ¿Una eventual condena al expresidente implicaría un retroceso en un proceso de reconciliación que, todavía, parece lejano? ¿Cuál es, o cuál pudo ser, el rol de Uribe en este proceso de reconciliación?

La frase pronunciada por Julián Martínez da un poco cuenta de esta pregunta. ¿Tenemos como sociedad que negociar la impunidad de Uribe? ¿No nos queda otro camino? ¿El hecho de que Uribe haya sido el político más determinante del país, el hombre más poderoso en las últimas dos décadas, implica necesariamente que juega un rol clave en la reconciliación?

El concepto de reconciliación es difícil. De tanto usarlo se nos ha gastado. ¿Qué significa un proceso de reconciliación? Y todavía más difícil: ¿qué significa un proceso de reconciliación nacional?

Pensar en la reconciliación nacional trae a cuenta la idea de nación —una categoría todavía más difícil de aplicar para este país. Alfredo Molano decía que el sentido de la historia en Colombia está vinculado a la exclusión y que el Estado tiende a excluir porque es demasiado débil para mantener el equilibrio y es demasiado débil porque no cuenta con poder nacional: “no hay Estado-nación”, decía Molano.

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La pregunta por la nación volvió a aparecer con fuerza a comienzos de este año mientras hacía reportería sobre el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y sobre el Museo de Memoria. En una de las entrevistas con un exfuncionario del Museo, él me narró las discusiones que hubo en el algún momento al interior de la institución en relación con lo que significa ser colombiano.

—Por un lado había quienes decían que ser colombiano implicaba, de alguna manera, haber sido afectado por la guerra. Por el otro, había quienes decían que ser colombiano implicaba sobreponerse a los efectos que la guerra había dejado en sus vidas.

En la disputa de esa noción doble creo que podemos encontrar salidas.

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Me parece que el Acuerdo de Paz firmado en La Habana cambió nuestro modo de leer.

No leemos ya del mismo modo.

La socióloga Sara Tufano dice que el Acuerdo de paz supuso el quiebre de la hegemonía uribista que había dominado la escena política desde hacía casi 20 años. Es decir, el quiebre del consenso alrededor de la principal política del uribismo: la seguridad democrática. “Para mí es evidente esa falta de hegemonía del uribismo, que es la capacidad que tiene un grupo político de construir un consenso nacional alrededor de sus propios intereses. El uribismo ya no mira hacia el futuro, sino hacia el pasado”, decía Tufano.

La pregunta que surge ahí entonces es por el relato que va a llenar ese vacío y que tendrá la capacidad de producir un consenso nacional alrededor de ese relato.

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¿En qué medida la pregunta por la reconciliación tiene que ver con la discusión que ahora están moviendo ciertos sectores políticos y sociales: el llamado pacto histórico?

¿De qué se trata?

Se trata de un pacto a mediano plazo que pretende para Colombia un tránsito hacia la democracia, hacia una economía productiva y hacia la paz. Es decir, que corrija el sentido de la historia que la exclusión ha marcado para Colombia. Humberto De la Calle ha hablado de una coalición de centro-izquierda; Gustavo Petro ha hablado sobre un pacto progresista y liberal.

De pronto estamos teniendo corrido el foco y para poder pensar siquiera en un proceso de reconciliación nacional tenemos que terminar finalmente con la guerra y producir un pacto social (con las reformas necesarias) que incluya por primera vez a los que siempre han estado fuera. Que redistribuya la tierra, la riqueza y el poder de decisión.

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Quizás la discusión sobre la reconciliación no es posible darla sin antes haber avanzado en las reformas necesarias para detener los ciclos de violencia.

Y a la par de esas reformas, consignadas en el Acuerdo de paz, tiene que haber, como dice Leyner Palacios, un proceso de sanación. “No se puede uno reconciliar si está enojado con su hermano, y eso hace parte de sanar los corazones”, decía Palacios. Por eso, quizás, en vez de pensar en un proceso omniabarcante de reconciliación, tendríamos que mirar experiencias locales.

Un ejemplo lo ponía el propio Leyner Palacios con Bojayá, que implica un restablecimiento de la confianza con instituciones estatales, implica la recuperación de los cuerpos y su identificación. “Estamos trabajando de cara a esa sanación interior para que posteriormente cada uno desde su dimensión del dolor decida si otorga el perdón. Y una vez otorgado ese perdón es que podemos hablar de una reconciliación. Estos son procesos que tienen sus etapas. Y no son mecánicos. Nosotros llevamos años haciéndolo. En este momento estamos trabajando en la sanación del daño. Consideramos que es necesario recuperar el tejido social, recuperar la confianza con nuestra institucionalidad. Más que proponernos una reconciliación vacía, propongámonos a ver cómo sanamos estas heridas y luego miramos qué resultados salen de ahí”, decía Palacios.

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Pero, ¿cómo podemos siquiera hablar de procesos locales de reconciliación, como el que describe Palacios en Bojayá, si allá mismo líderes comunitarios han denunciado nuevamente la connivencia entre paramilitares y fuerzas armadas? ¿Cómo podemos hablar de reconciliación si seguimos en una vieja guerra que ha cambiado de contexto?

¿Cuál contexto? El de un Gobierno que no ha querido seguir la hoja de ruta trazada por el Acuerdo de paz.

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Uribe y la seguridad democrática, es decir esa forma autoritaria que gobernó al país durante los primeros años del siglo (y que ahora vuelve a gobernar), llegó al poder por las vías democráticas. Y parece que por las mismas vías democráticas se disuelve —por cuenta de una investigación que le hace la rama judicial y que muestra que, a pesar de todo, en Colombia existe la división de poderes y el Estado de derecho.

De pronto estamos mirando mal, de pronto no podemos incluir en la reconciliación a Uribe, porque Uribe ya está muerto —su verdad está muerta. Y, para decirlo con el bigotudo, no la ha matado nadie más que él mismo. El encierro de Uribe en su hacienda tiene que ver con un proceso judicial sobre testigos falsos, claro, pero a la larga tiene que ver con el no reconocimiento de su participación en la conformación de ejércitos paramilitares en los años noventa —esto es, su participación en el conflicto armado colombiano. Tiene que ver con su negativa a reconocer.

De pronto, entonces, no se trata de pactar con Uribe, sino a pesar de su vacío.

Negociar la impunidad de Uribe tendría sentido si por parte suya hubiera, al menos, algún interés en negociarla. Ahí está la JEP, la Comisión de la Verdad, pero Uribe no solo no ha mostrado interés en acercarse a esas instituciones, de ayudar en el esclarecimiento de la verdad, de ponerle fin a la guerra, sino que ha estado liderando la estrategia de desprestigio de esas instituciones y quiere acabarlas.

No creo que el uribismo pueda ser útil para la reconciliación pues se trata de un proyecto que desconoce, en su propio origen, el dato básico de que aquí en Colombia hubo una guerra. ¿Cómo puede un proyecto político que dice preferir 80 veces al guerrillero en armas que al “sicariato moral difamando”, estar abierto a un proceso de reconciliación? ¿Un proyecto político que produce seguidores iracundos que dicen que bala es lo hay y que plomo es lo que viene?

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En todo caso, ¿qué explica esas formas de defensividad que promueve el uribismo? En una entrevista reciente con la filósofa Laura Quintana, ella decía que “el resentimiento se produce en relaciones sociales muy complejas y para alterar esas formas de afectividad pues hace falta alterar estructuras de sentido y estructuras sociales que están muy enquistadas”. Y que esto tenía que ver con sistemas de educación tremendamente excluyentes, con formas de pensar el cuerpo y la salud que son muy territoriales, con formas de productividad tremendamente competitivas y con mandatos de masculinidad enquistados en los cuerpos.

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Entonces, la pregunta por las condiciones necesarias para producir procesos de reconciliación pasa, inevitablemente, por la pregunta de la producción de las sensibilidades. ¿Cómo se están produciendo ciertas sensibilidades que se burlan de las amenazas de muerte a un político, que minimizan la gravedad de los asesinatos de líderes sociales o que ante una nueva masacre de jóvenes anuncian que lo que se necesita es hacer de los jóvenes unos emprendedores? ¿Y cómo podemos configurar de otra manera las instituciones para que en ellas se produzcan sensibilidades abiertas a la diferencia y al reconocimiento de la fragilidad de la vida? (Y recordemos que instituciones no son solo las entidades estatales: instituciones son la lengua y los comportamientos sociales etc).

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A todo esto habría que sumarle el componente de la memoria histórica. En este momento el CNMH se encuentra en manos de un director uribista que ha dado tumbos para aceptar que en Colombia hubo conflicto armado.

Además, muchos han señalado las tensiones que existen entre la memoria histórica y la reconciliación. Gonzalo Sánchez escribía en su más reciente libro que “la memoria asociada a la verdad libera pero también paraliza, alivia pero también traumatiza, es grito de libertad pero también de prisión”. Y habla del caso de la España posfranquista en donde la sociedad se apartó del dictado de las Comisiones de Verdad para asegurarse la transición democrática tras la muerte de Franco. “El debate inicial sobre qué hacer con la experiencia traumática de la Guerra Civil, fue saldado con un pacto de olvido por una generación que ya se encontraba relativamente distante de los eventos y que no quería poner en riesgo las perspectivas de estabilidad política y económica presentes”.

La situación colombiana es distinta de la española. El Acuerdo de paz implicó la centralidad de la verdad para esclarecer lo que pasó durante 50 años de guerra. Quizás el informe que produzca la Comisión de la Verdad al final de su mandato sea un remezón. Pero tendríamos que preguntarnos ¿remezón en qué sentido? ¿Agrietará aún más la brecha existente o nivelará por fin las expectativas y el horizonte de sentido?

Para poder pensar siquiera en orientarnos hacia un camino de reconciliación tendríamos, al menos, que ponernos de acuerdo en lo básico: que aquí hubo una guerra y que no estamos dispuestos a cruzar, nunca más, la línea de lo intolerable.

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Santiago aparece por acá.