El director César Acevedo, ganador en el festival de Cannes, habló con ¡PACIFISTA! sobre su película 'La tierra y la sombra', del papel del campo en la memoria colombiana y de cómo una buena historia puede cambiar la vida.
Por Camila Tovar
Hace un año, el director caleño César Acevedo cogió su moto y se fue a recorrer las carreteras del Valle del Cauca. Verdes, soleados y cercados por espigados campos de caña de azúcar, estos caminos lo llevaron a reconocer sus raíces y a querer reivindicar un mundo echado al olvido. Los corteros de caña, sus tierras y la sombra que ha dejado el progreso industrial en sus vidas.
La película ‘La tierra y la sombra’ fue el fruto del viaje catártico de casi diez años que vivió César. Desde la muerte de su madre, cuando se encontró solo quiso volver a su origen, a reedificar el sentido de los lazos familiares y a recuperar la historia de una región desmemoriada. Equilibró sus recuerdos y el sentimiento de pérdida de identidad que siempre lo acompaño desde pequeño.
Dos meses después de llevarse la Cámara de Oro en Cannes con esta película, sobre una familia cortera de caña que se va viendo desarraigada de su tierra por los ingenios y su progreso, César charló con ¡PACIFISTA! Nos habló del papel de resignación del campo en la memoria colombiana, del destierro que muchas veces va de la mano del progreso y de cómo una buena historia te puede hacer sentir humano.
¡PACIFISTA!: ‘La tierra y la sombra’ recrea la historia de una familia que se reconstruye a partir de la ausencia. Pero también es un retrato de la pérdida de identidad vallecaucana.
César Acevedo: Sí, totalmente. Siempre tengo presente esas veces que recorría el Valle con mi papá y por la ventana del carro veía la caña de azúcar. Él me contaba qué había antes: casas, escuelas, fincas…y ahora todo es fantasmagórico, nosotros nos hemos quedado con el sentimiento de pérdida.
Yo quería reivindicar esto a través del guión y la película. El campo ha sido denigrado en la historia colombiana. Lo importante fue darle un lugar al campesino y su memoria, porque lo que ha quedado es la resignación y el olvido.
¿Volviste a hacer esos mismos viajes de infancia cuando estabas trabajando en la película?
Cogí una moto y me fui a viajar por todo el Valle. Quería volver a mis raíces y tuve la oportunidad de ver de cerca los campos de caña y de conocer a la gente que vivía de esto. Me encontré con un sentimiento de conformismo, los campesinos solo buscan sobrevivir a una ola industrial que está acaparando sus vidas.
La vida en el campo también está cargada de una suerte de heroísmo que se ignora constantemente. Unos de los personajes de la película, en especial la mamá que se niega a renunciar a su tierra, son un retrato de esa realidad que deja el desarrollo industrial: pobreza, desempleo, vacío y desplazamiento.
¿No hablas de un desplazamiento armado, sino de una especie de gentrificación rural?
No es el desplazamiento que vemos a diario en los periódicos. Yo quería hablar del desarraigo, de la pérdida de la identidad y de la tierra.
El conflicto entre los corteros de caña y sus empleadores ha dejado destierro. Así mismo como se arranca la raíz de una planta, se extrae la vida de estos personajes del campo, su vida pierde sentido y solo queda la sombra de lo que fue antes.
¿Cómo afectó eso la producción de la película?
Duramos varios meses buscando la locación y la verdad nunca encontramos lo que queríamos. Bueno lo que yo quería: una casa grande, vieja, acompañada de un árbol, rodeados de caña de azúcar. Ese fue el primer inconveniente, después vino el asunto de entrar a las plantaciones de caña a filmar.
Los Ingenios no nos apoyaron, todos dijeron que no. Después de leer el guión, no estaban interesados en contar la historia detrás de sus fachadas, las injusticias y sus abusos. Finalmente, tuvimos que arrendar y sembrar la tierra en el Tiple, Candelaria, para poder filmar.
Tengo entendido que la mayoría de los actores eran naturales.
En el casting no hubo éxito. No encontrábamos esa memoria física de los personajes, a ninguno se le veía el campo en la piel.
El señor que repartía los tintos y hacía el aseo en el teatro del casting nos llamó la atención y le propusimos que se aprendiera el papel del protagonista. Así fue, se esforzó y lo logró. Las mujeres protagonistas tenían experiencia en el teatro y tuvieron que enfrentarse al cine, que es otro cuento. En el rodaje, traté de encontrar conexiones emocionales entre las vidas de estas personas y lo que yo quería. Entonces todo es honesto, es una historia de carne y hueso.
Este tipo de películas ayudan a construir la memoria, ¿cómo contribuye esto a la paz?
Yo creo que de muchas maneras. El cine es una herramienta poderosa para reflexionar y construir memoria. Lo más importante es que nos reconozcamos en estos retratos y tengamos la oportunidad de ver otras realidades; así enriquecemos nuestra experiencia en el mundo. Las cosas no van a cambiar de un día para otro, pero una buena película te hace sentir humano, algo valioso en un país lleno de indiferencia.