EDITORIAL | Después del atentado de este jueves, no nos apresuremos a profundizar nuestras diferencias, ni a rentabilizar con bajeza el dolor de las víctimas.
No había terminado de dispersarse el humo del carro bomba contra la Escuela General Santander de la Policía y ya al ataque comenzaban a buscarle provechos políticos. Álvaro Uribe y sus seguidores no perdieron la oportunidad para ligar el atentado a los procesos de paz que adelantó el gobierno Santos. Se ensañaron, desde muy temprano, con mensajes que a uno, al final, no le quedaba claro si eran de rechazo a la violencia o la celebración de una lógica fundamentada en “lo advertimos y no nos creyeron, ahora vienen las consecuencias”.
No nos habíamos enterado de la magnitud del atentado y ya en las redes sociales, y en otros sectores políticos, comenzaban las sugerencias de que podía ser un ‘autoatentado’. Una acción planeada, posiblemente, por organismos del mismo Estado para abrirle la puerta al discurso de la mano dura del gobierno con quién sabe qué consecuencias para los derechos humanos. Era, en resumen, la “extrema derecha operando”.
No conocíamos –y aún no conocemos– con certeza a los autores intelectuales del atentado, pero ya nos habíamos sumergido en un mar de señalamientos que dejaba de lado lo fundamental: 21 personas (de acuerdo con el último parte de la Policía), en su mayoría jóvenes estudiantes de la institución, habían perdido la vida y 68 habían resultado heridas. Sin tener en cuenta el dolor de las víctimas, como suele suceder en nuestro país, una vez más caíamos en discusiones que evidenciaban nuestra división y ejemplificaban –de nuevo– que en Colombia la política es un asunto de tripas y no de razón.
Argumentos siempre tendremos suficientes para sospechar de los otros. Es innegable que por años las guerrillas y grupos armados utilizaron diversos métodos para atentar contra la Fuerza Pública. También es innegable que el Estado ha ejecutado planes macabros para reforzar los discursos de seguridad. Son justamente esas deformidades de parte y parte, consecuencias de la guerra, las que nos han marcado y las que siguen extendiendo divisiones hasta hoy.
Estamos acostumbrados a desconfiar porque de parte y parte razones históricas nos han sobrado. Hoy, por ejemplo, la Fiscalía entrega más detalles sobre el ataque, pero hoy la Fiscalía carga también con el desprestigio de tener a Néstor Humberto Martínez a la cabeza. Quizá una consecuencia incalculada de no renunciar a su cargo por el escándalo de Odebrecht es que la poca legitimidad que hoy lo reviste terminará sembrando dudas en todas las investigaciones venideras y ahondará en las divisiones que nos caracterizan.
La desconfianza es tan grande, que ahora hay gente preguntándose por qué el atentado ocurrió el día en el que iba a tener lugar la segunda manifestación contra Martínez por el caso Odebrecht y había una nueva marcha estudiantil (las dos fueron aplazadas). La desconfianza es tan grande que hoy hay versiones que vinculan a José Aldemar Rojas –señalado de ser autor material del atentado– con el ELN y hasta con el proceso de paz con las Farc. La desconfianza es tan grande que la gente se cuestiona cómo es posible que un carro con 80 kilos de explosivos haya violado la seguridad de una escuela de la Policía. También se cuestiona si falló el ministerio de Defensa de un gobierno que se enfoca en la seguridad y que lidera Guillermo Botero, un hombre sin experiencia en defensa.
Rechacemos con contundencia este acto, a todas luces terrorista. Ya habrá tiempo para aclarar realmente qué fue lo que pasó este 17 de enero en la Escuela General Santander y ya tendremos ocasión de concluir si nuestra violencia se está reinventando con métodos inusuales como atacantes suicidas. Pero no nos apresuremos a profundizar nuestras diferencias, ni a rentabilizar con bajeza el dolor que estos atentados producen. Este país no necesita más división, aunque exista gente empeñada en crearla, incluso en momentos de luto.
Tampoco es hora de ceder ante el miedo, que es finalmente el objetivo que buscan quienes cometen estos ataques. No es momento de dejar de exigir en las calles lo que la gente considera justo, ni de ceder ante las presiones de los violentos. Rodeemos a las familias los jóvenes víctimas que tenían la vida por delante, que eran promesas del deporte y que incluso venían de países vecinos a formarse. Por lo menos encontremos unidad en eso, es lo mínimo. Lleguemos a un acuerdo basado en el dolor, que el dolor sea eso con lo que nadie pueda meterse.
Démosle un tiempo a la realidad para que todo lo relacionado con este atentado quede aclarado y demostrado en este país donde las víctimas son inocentes, los culpables reales rara vez se conocen y los sospechosos abundan por todas partes.
Es momento de buscar la calma aunque estén retumbando los truenos de la guerra.