La tortura, la desaparición y el asesinato no le impidieron seguir en la lucha que le mereció un Nobel. Estos, sus aportes al proceso que vive Colombia.
Rigoberta Menchú lleva casi cuarenta años hablando de paz. Al principio solo en quiché, su lengua nativa, y se hacía entender a punta de ímpetu y señas. Pero desde finales de los setenta, cuando apenas tenía 19 años y hacía sus primeros pinos en el Comité de Unidad Campesina en Guatemala, su país, empezó una vida de activa militancia política a favor de los derechos de las minorías, sobre todo de los indígenas, que le significó un Nobel de Paz en 1992.
El camino para llenar auditorios y volverse un referente obligado en temas de paz en Latinoamérica fue largo y doloroso. “Mírenme, ¡pero claro que soy exitosa! Si no, no tendría a miles de personas viniendo a verme todos los días”, le dice a un aula enorme, efectivamente llena. Luego recuerda, sin embargo, que el comienzo de su lucha no se lo desearía a nadie: cuando apenas era una niña le mataron a su papá, a su mamá y a uno de sus hermanos.
Vicente, el padre, era un reconocido líder indígena en Chimal, la aldea donde vivían, y por todo el Quiché. Su madre, Juana, motivaba a otras mujeres para que hicieran frente a los ataques que sufrían y al reclutamiento del Ejército. Patrocinio, uno de sus hermanos, era secretario de la comunidad desde los dieciséis años. Él fue el primer caído.
Los Menchú habían sido estigmatizados por el gobierno guatemalteco bajo el rótulo de “comunistas”. Y con ese pretexto, en 1979, secuestraron a Patrocinio, quien luego fue torturado y quemado vivo frente a su familia. Vicente también murió quemado: cuando él y otros líderes se tomaron la Embajada de España en medio de una protesta política, el Ejército respondió con fuego hasta que solo quedaron cenizas. A Juana, la madre, la secuestraron y la amarraron a un árbol, donde la torturaron hasta que murió.
Rigoberta, por su seguridad, nunca pudo recoger lo que quedaba de su madre. Los restos, custodiados por militares, se los comieron los perros. Muchos años después, frente a la prensa, dice que todavía la busca, “porque uno debe enterrar a sus muertos”.
Ahora va por todo el mundo, sonriente, con vestidos de colores. Casi siempre cercada por escoltas, porque todavía genera odios. A partir del horror de su juventud y del crecimiento que tuvo después del exilio y el reconocimiento mundial, recorre los rincones del planeta hablando de paz, denunciando violaciones de derechos humanos e investigando desde la academia los temas que la mueven.
Estuvo en Bogotá, en el tercer Congreso Latinoamericano de Investigación Educativa, y estas son, a partir de su visita pero también de su historia, algunas de las lecciones de paz que nos deja.
Nada es un alivio para quien ha sufrido la guerra, pero necesita la verdad
La reparación de las víctimas no solo debe ser económica. Aunque nada puede ser un alivio para quienes han sido secuestrados, les han matado familiares o los han expulsado de sus tierras, reconocer los derechos a la verdad y a la no repetición es el único paliativo del dolor.
“El caso de los desaparecidos es emblemático. A quien nunca regresó no se le puede dar por muerto si no se tiene una evidencia de si falleció o no. Esta va a ser una de las partes más dolorosas y permanentes en la memoria de todos ustedes, en todos los tiempos”, dijo.
Una política pública seria de educación para la paz
Hay que formular políticas públicas con un contenido de paz. Y eso, dice Menchú, no se ha hecho adecuadamente en ningún país de la región. Dice que habría que unir esfuerzos entre la educación pública y la privada, que sí ha hecho más esfuerzos por implementar plataformas de paz en sus programas educativos.
La implementación de una paz mística y simbólica no funciona
“Una construcción de paz mística y simbólica no funciona: solo funciona si toca la verdad y la realidad”, dijo, refiriéndose a muchas iniciativas que surgen alrededor de la paz y la religión o la moral. No desestima, por supuesto, que la pedagogía tenga un componente simbólico, pero sí pide que esté compuesta sobre todo por acciones concretas del Gobierno que sirvan a las víctimas y al país.
Lo que trae la paz no son los acuerdos sino su implementación
En Guatemala, a pesar de que se llegó a un consenso entre el Gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, en 1996, la precaria implementación de lo pactado resultó en un aumento de la violencia. Menchú recuerda que “los acuerdos de paz no son los que resuelven, sino su aplicación y el cumplimiento de los compromisos”. Además, habló de la importancia de que los acuerdos y los consensos, para tener mayor divulgación, tengan representación de las religiones, la academia y las empresas, entre otros.
Todos los sectores deben tener sus pequeñas agendas de paz
La agenda común para la paz no debe ser la de las negociaciones en La Habana. Las agendas se deben generar a menor escala: los jóvenes, las entidades privadas, los medios, todos los sectores de la sociedad deben generar sus propios aportes para la paz. De esa forma será mucho más fácil, cuando llegue el momento, que la sociedad haga el empalme con lo pactado.
Que los indígenas entren a la conversación
Menchú habló de los problemas que genera la estigmatización de dirigentes políticos indígenas en Colombia. Y se refirió al caso de Feliciano Valencia, quien fue condenado recientemente por un supuesto caso de secuestro. Dijo que un país no puede celebrar una paz atravesada por el silencio, la discriminación, el racismo y la exclusión de los pueblos indígenas. Manifestó que no tiene conocimiento de que en las negociaciones en Colombia se le esté dando suficiente importancia a ese punto.
La pelea es por el territorio
“La ocupación de tierra por parte de las fuerzas económicas o militares es un hecho, por eso el tema territorio hoy vuelve a ser tan álgido y conflictivo. Hoy la pelea es por la tierra”, dijo. Menchú también habla desde su experiencia, porque ella fue desplazada y exiliada, y casi cuarenta años después siente que las condiciones no han mejorado, e incluso pueden haber empeorado.