OPINIÓN | Hoy es innegable que la Revolución Bolivariana está peor que hace una década.
Hay dos verdades frente a Venezuela. La crisis económica y política es real y el gobierno de Maduro tiene una gran cuota de responsabilidad en ello. Pero también es cierto que el cubrimiento noticioso sobre los sucesos de Venezuela ha superado los límites del sensacionalismo para moverse en la zona de la burda telenovela. Una auténtica defensa de las lecciones y conquistas de la Revolución Bolivariana, que entienda en este momento su verdadero aporte a la historia universal de la emancipación, ha de tomar distancia crítica tanto frente al gobierno de Maduro como frente a los medios de comunicación.
En efecto, lo que sucede en Venezuela es censurable y las acciones del gobierno de Maduro deben reprobarse en muchos aspectos, pero no por las razones y motivos que se exponen en los medios de comunicación. Esto es claro en lo que se refiere a la situación democrática en Venezuela. Desde un punto de vista habitual, extendido acríticamente en los medios, Venezuela habría roto el orden democrático al no respetarse la división de poderes. Pero si se miran las cosas en sentido estricto, lo que hay de sobra en Venezuela es de hecho una división de poderes: el legislativo y el ejecutivo están más divididos que nunca. Y esto no es solo un juego de palabras.
En la idea misma de la división de poderes subyace una paradoja que el liberalismo no ha podido solucionar en términos conceptuales: para que los poderes estén realmente divididos, cada poder debe ser autónomo y a la vez ser controlado; pero estas dos ideas son excluyentes entre sí porque ejercer control sobre otro implica violar la autonomía que le correspondería a cada uno. El miedo que el liberalismo demuestra frente a las “sociedades polarizadas” nos hace ver indudablemente que la cacareada división de poderes se refiere únicamente a un reparto protocolario de funciones dentro del Estado, que solo puede tener lugar si quienes participan en él piensan sustancialmente, en lo fundamental, de la misma manera. La división de poderes solo funciona en el marco de un pensamiento único, pero el pensamiento único es antidemocrático.
Por eso se revela como esencialmente inútil e inoficioso analizar la situación venezolana a través del lente de la división de poderes, pues este concepto se mueve pendularmente entre el reparto protocolario (pensemos, por ejemplo, en el Frente Nacional en Colombia) y la ingobernabilidad. Ahora bien, eso no significa que el gobierno de Maduro sea perfecto, bueno y democrático. Que la idea de la división de poderes tenga problemas lógicos no es un cheque en blanco para el PSUV y sus amigos. Esto solo quiere decir que los medios de comunicación, como es costumbre, usan un pésimo indicador para pontificar sobre la existencia o inexistencia de la democracia.
Precisamente en este punto la Revolución Bolivariana nos enseña una lección invaluable: si hay una separación de poderes realmente democrática, que se muestra como un indicador preciso y certero de su existencia, es la separación efectiva entre el poder político y el poder económico. Esta división parte de la idea de que las instituciones parlamentarias y liberales tienen valor y sentido para la emancipación y la democracia porque son herramientas de los débiles para frenar e interrumpir el poder económico de los fuertes y poderosos. A lo largo de la década pasada Venezuela le recordó al mundo el sentido histórico que tienen las instituciones democráticas en Occidente como fruto de la Revolución Francesa y la lucha del movimiento social del siglo XIX: la democracia es el poder de los individuos reunidos contra el poder del dinero y los privilegios consagrados como naturales.
En relación con este aspecto es que buena parte de las acciones actuales del gobierno son criticables y censurables desde un punto de vista de izquierdas. En buena medida, la propia gestión del gobierno ha ido desmantelando paulatinamente el sentido democrático de las instituciones del Estado como protección de los débiles contra los fuertes. Una mirada rápida a los indicadores sociales de Venezuela, que antaño eran uno de los resultados más palpables de la acción democratizadora de la Revolución, confirma esta tendencia en contra de sus propios principios. Por ejemplo, hay un claro deterioro en la tasa de mortalidad de neonatos, según las propias cifras del Ministerio del Poder Popular para la Salud. Para el año 2012 esta tasa se ubicaba en 10 por cada mil, mientras que en el 2015 esta se duplicó: ahora está en 20 por cada recién nacidos (Cuba tiene una tasa de 4,3 y Colombia de 15). La duplicación de la tasa de mortalidad de neonatos solo puede explicarse por un deterioro general del sistema de salud.
Algo similar sucede con la situación penitenciaria. El Observatorio Venezolano de Prisiones registra para el año 2016 una tasa de hacinamiento del 54% para las personas privadas de la libertad en las cárceles nacionales (de las cuales 13 se han privatizado al mejor estilo de los Estados Unidos de América). Todo es aún más crítico en los calabozos de Policía: allí la tasa de hacinamiento supera el 300%, pues esos calabozos solo pueden albergar 8.000 personas y en este momento se hallan allí más de 33 mil. De esos 33 mil, 29 mil no tienen condena y se hallan de facto bajo la modalidad de la detención preventiva (permanente). La mayoría de estas personas se hallan investigadas no por ser de oposición -como le gustaría pensar al maniqueísmo de nuestros telediarios-, sino por porte y consumo de estupefacientes. Ello pone al gobierno Venezuela en la vergonzosa situación de aplicar una política punitivista contra el consumo de drogas de la que estarían orgullosos los feroces detractores del “castrochavismo” en Colombia.
El hacinamiento y la escasez de alimentos en las cárceles ha llevado a situaciones insólitas como la decapitación de Carlos Luis Valera Aguilar por parte de otros detenidos el 16 de noviembre del año pasado, a quien, por robarle el almuerzo a otro reo, además de decapitarlo le abrieron el estómago para extraer sus órganos. En un contexto así, la concentración que los medios de comunicación colombianos – por ejemplo – han tenido sobre el caso de Leopoldo López, quien frente a los hechos de hacinamiento goza de un régimen de detención excepcionalmente envidiable, refleja el poco o nulo interés que tiene el mainstream y la derecha colombiana en la situación real del pueblo en Venezuela.
La responsabilidad del gobierno de Maduro en la regresividad de la Revolución es innegable. Naturalmente, los poderosos de Venezuela y en cierta medida del mundo le han hecho la vida imposible. También es cierto que las bases de la crisis actual están cultivadas en la orientación económica rentista y petrolera del país que existe desde los años 30 y que ha estallado ya en 1982 con el “viernes negro” y en 1989 con el “caracazo”. Creer que Venezuela era un paraíso terrenal que el chavismo arruinó es simplemente una explicación patética de lo que sucede hoy en día. Pero también lo es culpar de todo a la intervención imperialista y a la reacción de los poderosos: las situaciones adversas son un costo natural de gobernar que la izquierda debe aprender a manejar con astucia si quiere aspirar a ello. Al fin y al cabo, la lucha de clases es una realidad social y no una excusa.
El problema no es entonces que los poderosos reaccionen. Es qué hace un gobierno democrático frente a ello. Y lo que han hecho el PSUV y sus amigos es, a pesar de lo que digan tanto los medios de comunicación como el propio chavismo, refugiarse en estratagemas típicas de las democracias occidentales en las que las fronteras entre democracia y dictadura se van difuminando: moverse en un estado de excepción alargado e indefinido (como en Estados Unidos con el patriot act, en Francia desde los ataques terroristas en París y en el Reino Unido tras el atentado de Manchester) y apelar indefinidamente al poder judicial y a las leyes para una defensa irrestricta del statu quo. Que el gobierno de Maduro apele al Tribunal Constitucional, a suspender elecciones y no a la fuerza democrática de los movimientos sociales y los consejos comunitarios para salir de apuros y sacar las cosas adelante en la lucha contra los poderosos, dice mucho del estado actual de la energía política y colectiva del pueblo venezolano.
La conclusión que hay que sacar de todo ello es que Venezuela se está pareciendo mucho a las “democracias” liberales actuales en las que las instituciones se convierten en apéndices protocolarios del poder de los mercados y la securitización. Y precisamente por ello las acciones del gobierno venezolano no deben ser excusadas por su similitud con lo que hay, sino ser criticadas con vehemencia desde un punto de vista de izquierdas.
*Parra es Doctor en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá y Doctor en Filosofía por la Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität de Bonn.
Esta columna fue publicada originalmente en Palabras al Margen