Esta es la historia de Cleofelina, una mujer que vio a los paramilitares reclutar a su hijo para encontrarlo luego en una morgue.
Por: Ana María Cristancho
El cuerpo del menor lo entregaron junto con los de cuatro niños más. “Cleofelina González Puentes fue informada que su hijo estaba en la morgue de San Vicente de Chucuri, sitio a donde acudió con un hermano a reclamar el cuerpo sin vida, el cual presentaba signos de tortura. Le quitaron las uñas, le cortaron los dedos, tenía quemaduras, y numerosos disparos. En dicho sitio y al momento de reclamar el cuerpo, una persona de civil les ordenó decir que Elkin Giovanny había ingresado voluntariamente a las ACPB, y les advirtió que, de sostener lo contrario asesinarían a la familia” reza el hecho 10 de la sentencia promulgada en contra de Arnubio Triana Mahecha, alias Botalón, y otros.
Tenía siete balas incrustadas: una en cada pie, cuatro en el pecho y una más en la cabeza, “la del remate”, dice su madre en entrevista a ¡PACIFISTA!. La última le borró la cara. Lo reconoció pese a la sevicia, porque se veía una marca de nacimiento en el brazo, junto a un tatuaje de luna que se había hecho con tinta y agujas. Añade que le dijeron ese día que su hijo había muerto en un combate y saca de sus papeles el acta de defunción que lo corrobora. Éste combate fue el primer “enfrentamiento” entre el Ejército y el frente paramilitar “Ramón Danilo” del que supo Cleofelina González.
Cinco meses atrás, en julio de 2001, los paramilitares llegaron al casco urbano del corregimiento de Yarima en San Vicente de Chucurí para realizar una redada de reclutamiento. Al respecto, la sentencia sostiene que “González Puentes fue reclutado a la fuerza, junto con otros jóvenes en la cancha de microfútbol, ubicada en el corregimiento de Yarima, municipio de San Vicente de Chucuri, por el paramilitar alias “Walter”, integrante del frente adjunto Ramón Danilo de las ACPB”. Esa noche una vecina llamó a ‘Doña Cleo’ para que corriera a hablar con el paramilitar encargado de la redada de reclutamiento. “La madre del menor, acudió a la cancha de microfútbol para solicitar a los paramilitares la liberación de su hijo; petición que le fue negada”. Ella y otras madres pasaron en vano. El reclutador fue implacable: los condenó a portar un fusil.
Elkin Guiovanni González Puentes, hijo de Cleofelina, tenía 17 años cuando bajó a darle un recado a su mamá al centro poblado de Yarima, ese domingo por la noche. Era un campesino tan trabajador como su madre. Ella y sus hijos se dedicaban a la tierra y a cuidarse entre sí, en una pequeña parcela familiar de cinco hectáreas apropiada años atrás por medio del trabajo. “Un vecino me dijo que no llorara. Que ya tenía que saber que allá no les pasaba nada a los paramilitares” recuerda.
En efecto, la guerra era parte de la cotidianidad desde hacía dos décadas. Según la sentencia proferida contra alias Monoleche en 2014, en 1981 el inspector de Policía del corregimiento de San Juan Bosco Laverde, Isidro Carreño, fundó el primer grupo paramilitar de la zona. Compró las armas a la Quinta Brigada con el objetivo de prestar apoyo a las operaciones militares de la zona en contra de las guerrillas, que presionaba a campesinos y ganaderos desde la década anterior. En palabras de Cleofelina: “la guerrilla estuvo antes. Uno no sabía si eran las Farc o el ELN. A los campesinos les cobraban vacunas y los obligaban a ir a reuniones. A los que no pagaban los mataban. Era casi igual con los paramilitares. Pero después de su llegada no se vieron más por allá los primeros”.
A partir de entonces la zona fue controlada por paramilitares herederos de este grupo, como se infiere de la sentencia de Botalón. Ellos, los victimarios, estaban en todas partes. A muchos de ellos los vieron crecer sus víctimas. Vieron cómo, por ejemplo, pasaron de ser niños educados para trabajar el campo a cabezas rasuradas, por “la uno o la dos (cuchillas de peluquería)” –máximo-, con las caras al ras, cuellos gruesos, papadas bien comidas y barrigas prominentes. Según la víctima, “supuestamente se dedicaban a cuidar la población para que no llegara la guerrilla pero eso también era mentira porque nos mataban a nosotros. Hacían reuniones para extorsionar, como la insurgencia”.
Los victimarios, lejos de tener una vida ‘militar’, permanecían entre los pobladores sin uniformes, símbolos o camuflaje; y paseaban por la zona borrando todo parte de clandestinidad. Apenas se distinguían de los demás por las pistolas que dejaban visibles en su cinturas, apretadas por lo grueso de sus torsos. No había más sino obedecer a los paramilitares que vivían entre ellos. “Estaban en todo lado, en las tiendas, en los bares, en la cancha, en las fincas…”.
Este pueblo, convertido en purgatorio, vivía subordinado a grupos ilegales “con protección del Ejército”, cita la sentencia de alias Botalón en la página 420. “En ese entonces los paramilitares andaban con los militares y, ante los ojos de Dios, esa es la realidad. Eso no se puede ocultar. Cuando iban a hacer patrullajes iban juntos, ambos uniformados y armados. Los dos se veían iguales”, especifica ‘Doña Cleo’.
Por eso, los vivos no podían denunciar. La muerte –con suerte- la anunciaban los gallinazos y el Estado era sordo. Las armas eran las que mandaban. La sentencia sostiene que los paramilitares ordenaron a la Cleofelina no hablar sobre el reclutamiento. “De sostener lo contrario matarían a la familia”. Hablar de más era, pues, causal de perder la vida.
Pero Cleofelina rompió el régimen de silencio impuesto a sangre y fuego. No dejó de preguntar por su hijo, de reclamar y de decir que se lo habían llevado a la fuerza. Al parecer, por tal motivo, en enero de 2002 fue ‘castigada’ por los paramilitares con una violación. “Walter”, el líder de la zona, se tomó unos tragos en el bar en el que ella trabajaba, pidió que lo atendiera personalmente y, al terminar, la arrastró a este nuevo episodio de la guerra perpetrado contra su cuerpo y su dignidad.
Hechos de los que fueron víctimas Cleofelina y su hijo reconocidos por la Fiscalía.
Hechos de los que fueron víctimas Cleofelina y su hijo reconocidos por la Fiscalía.
“Cuando patrullaba el pueblo, mi niño me mandaba a llamar. A veces me enviaba cartas diciéndome que me extrañaba y que esperaba que todos estuviéramos bien”. Paradójicamente, mientras su hijo estuvo reclutado de forma ilícita y forzada, las redadas del grupo paramilitar eran un parte de tranquilidad y la única razón por la que no se desplazaba.
“La última vez que lo vi, iba en una camioneta y yo caminaba por el camino de la vereda. Se bajó del vehículo en movimiento, me abrazó y me pidió la bendición. Después corrió de nuevo, se montó y se despidió agitando la mano. Pero yo sentía que esta vez era diferente; que me le iba a pasar malo. Uno de madre presiente”, sostiene Cleofelina.
A la semana siguiente, como lo sospechaba, su hijo murió. Cuando recogió su cuerpo en la morgue de San Vicente de Chucurí, después de varios trámites burocráticos porque no le querían entregar el cuerpo “pues compartía los dos apellidos” con la víctima y, por lo tanto, “no podría ser la madre”, le informaron que había muerto en un combate con miembros del Batallón Luciano D ́Elhuyar. Según el parte oficial, su hijo cayó producto del fuego cruzado entre el grupo paramilitar y los militares.
Sin embargo, Cleofelina sospechó desde el inicio que algo no cuadraba el episodio en el que había muerto su hijo. “Mi corazón me decía que no era así porque a él lo torturaron”. ¿Por qué solo los niños que reclutaron ese día en el caso urbano murieron en el combate y no los paramilitares experto que los acompañaban? ¿Porqué tenía un disparo en cada pie? ¿En qué parte de un intercambio de balas se le pudieron quemar los dedos y levantar las uñas? ¿Murió producto de una tortura o de un combate? ¿Pueden ocurrir torturas en medio de combates? ¿Entregaron los paramilitares a los niños producto de algún pacto con los militares para que los segundo pudieran presentar bajas en combate?
Luego de su muerte, “Walter” se acercó a su casa para entregarle dinero para el entierro y a reiterarle que no podía contar esta historia. “El comandante de la zona y patrulleros suyos se acercaron varias veces desde que murió Elkin Guiovanni. Me entregó dinero para el mercado y para lo que necesitáramos. Creo que él sintió la muerte, se arrepintió y trató de reparar el daño. Murió al año siguiente e, imagínese, terminó enterrado en el mismo cementerio que mi hijo”, cuenta a ¡PACIFISTA! la mujer.
Sin Elkin Guiovanni, Cleofelina González Puentes no tenía razón para quedarse en el pueblo. “Había mucho dolor”, dice entre lágrimas pero con la voz firme. Por eso, se fue desplazada hacia Bucaramanga con una pregunta que responder.
Los primeros años en la capital santandereana fueron los más difíciles. Su historia es la de cualquier desplazado en el 2005. Llegó a una capital, trabajó como cocinera, como “empleada del servicio” en una casa de familia o en donde pudiera hacerse al menos un mínimo para sobrevivir con sus hijos. Para entonces no había ayudas por parte del Estado pues no había un conflicto armado sino “terrorismo” y los desplazados eran “migrantes internos”. “Si los había, nadie nos dijo”, añade.
Cuenta Cleofelina que la vida comenzó a cambiarle años después, hacia el 2010. Producto de programas gubernamentales comenzó a recibir subsidios que le permitieron inscribir a los niños al colegio, tener salud y vivienda. También fue contactada para asistir a las versiones libres de los victimarios de la zona de San Vicente de Chucurí, Puerto Boyacá y Carare. La pregunta sobre la muerte de su hijo por fin sería resuelta.
Los exparamilitares, de cara a la Fiscalía, comenzaron a hablar de sus delitos. Durante la sesión, Alfredo Santamaría, alias Danilo, comandante del frente, hizo énfasis en las relaciones del grupo con el Luciano D ́Elhuyar. El exparamilitar contó, según la versión en voz de ‘Doña Cleo’, que los niños se había rendido en el combate de “La Cuchilla” ante la eminente superioridad militar del comando del Ejército. No obstante, las respuestas a las preguntas que surgieron de su confesión, quedaron sin resolver pues Danilo murió a los tres meses en la cárcel, cuenta la víctima.
La pista era certera y suficiente. Por lo que Cleofelina González Puentes no se detuvo ahí. Si su sospecha era cierta, tanto el Ejército como los paramilitares serían responsables de la muerte de hijo. Se armó de valor e inició el proceso de denuncia del capitán que supuestamente comandaba el operativo. Papel por papel, oficina por oficina, telaraña burocrática tras telaraña burocrática, consiguió lo necesario para iniciar un proceso judicial en contra del oficial “por la sangre de su hijo, para no vuelvan a hacer lo que hicieron con él”. La evidencia recogida por ella en las distintas instituciones la tiene toda en orden en una carpeta, que pone sobre la mesa impecable y muestra sin dudarlo.
Le queda esperar qué sentencian los jueces. El proceso está abierto. La tercera audiencia sobre el caso se realizará en agosto de este año.“Ojalá Dios me de vida hasta que se haga justicia porque, para mí, la reparación no es suficiente”.
Cleofelina, bella y entera, se cura mientras afirma que, pese al sufrimiento, “salió adelante”. Vive en un barrio popular de Bucaramanga pintado de colores. Su hijo es taxista, una de sus hijas es técnica y la otra trabaja en una casa de familia. Está orgullosa de sí misma y de sus hijos. Le queda la satisfacción de que su hijo asesinado fue, mientras pudo, lo que ella quería que fuera y una foto de carnet para recordarlo.