En Antioquia, los campesinos que dependen de los cultivos ilícitos están preocupados por la suerte que les espera una vez se desmovilice la guerrilla.
“¿Será que estamos muy mal acostumbrados?”, se pregunta una mujer en una vereda del Norte de Antioquia, muy cerca del lugar donde un ejército de trabajadores al servicio de Empresas Públicas de Medellín construye el proyecto Hidroituango.
Habla de la economía de la coca y de la dependencia de su comunidad a ese negocio, que por ahora le da lo suficiente para vivir —tal vez un poco más—, pero que tiene “contrato de exclusividad” con las Farc y los días contados.
Además de unas cuantas matas de plátano y de una pequeña huerta, en su predio no hay otro cultivo ni animales de granja. Por eso el mercado se hace, casi en su totalidad, en la tienda de un corregimiento cercano. El dinero para comprar lo que se come lo da la coca.
El cocal que le corresponde a su familia —una parte minúscula de las cerca de 2.293 hectáreas sembradas en Antioquia, de acuerdo con el último informe de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (Undoc)— está a varios kilómetros de su casa.
Hasta ese lugar transportan el ácido, la gasolina, y todo lo necesario para raspar la hoja que, una vez procesada, le venden a las Farc. De acuerdo con sus cálculos y según el precio actual en la región (en promedio $2.200 por gramo de cocaína), una familia como la suya puede recibir cerca de $3.600.000 cada tres meses.
De esa cifra deben restar los gastos en precursores químicos, transporte y hasta pago de extorsiones a agentes de Policía que se atraviesan en el camino de los insumos, por lo que sus ganancias son una porción muy pequeña del precio que tendría el mismo gramo —rebajado con muchas otras sustancias para hacerlo rendir— en Bogotá o Medellín. Muchísimo más pequeña si el destino de la cocaína es Estados Unidos o Europa.
Pese a lo desigual que puede ser la distribución de las ganancias, y a que muchos campesinos aseguran que la coca a veces no deja lo suficiente para comer, ese negocio es hoy casi el único que mueve la economía de miles de familias, no solo en esa región de Antioquia sino en varias zonas de por lo menos 21 departamentos del país, según la Undoc.
Por eso, la inquietud de los campesinos es cuál será su destino una vez las Farc y el Gobierno lleguen a un acuerdo para la terminación del conflicto que implique la desmovilización de la guerrilla. Esa posibilidad hace inminente la desaparición de su única fuente de ingresos.
“Si no tuviéramos estos palos, ¿qué haríamos? Nos tocaría ir a trabajar con EPM y es muy duro uno ayudar a destruir su territorio. Lo que nos estamos proponiendo es tener el atajito de coca que nos ayuda a subsistir, pero sembrar también la comida, cambiar este modelo que tenemos que es de comprar todo, volver a lo que eran los antiguos (campesinos) que solamente tenían que comprar el aceite porque cultivaban lo demás. Es que sabemos que en cualquier momento se va a acabar esa coca y nos vamos a quedar tirados”, dice un habitante de la región.
Pero a esa preocupación se suma una aún mayor: aunque la guerrilla se vaya, la coca se queda, pues, dicen los campesinos, el acuerdo sobre el tema de drogas y la sustitución de cultivos es apenas un rumor y, en caso de concretarse, ven casi imposible que otro producto pueda solventar sus gastos tal y como lo hace la coca en la actualidad.
“Si yo monto un cultivo de tomate ¿cuánto me toca esperar para qué eso dé? Si ellos ya negociaron, porque eso ya está negociado, ¿por acá quién va a comprar esa coca? El problema es que se va un grupo y llega otro. En este momento la guerrilla está por acá y se sabe que ellos son los que mandan, pero si no son ellos llegan otros grupos o la delincuencia común, puede llegar alguien hasta peor”, dice una líder comunitaria.
Algunas posibles soluciones a los problemas que plantean están contempladas en el acuerdo sobre drogas ilícitas que firmaron el Gobierno y las Farc en La Habana. En él, las partes se comprometieron a erradicar y sustituir los cultivos de común acuerdo con las comunidades, a brindar asistencia alimentaria a las familias y a poner en marcha proyectos productivos de corto y largo plazo.
Respecto a la seguridad, el acuerdo dice que el Estado fortalecerá su presencia en los territorios donde se hará la sustitución, con el fin de proteger a los campesinos de posibles amenazas o intimidaciones por parte de actores armados ilegales. Asimismo, que mejorará sus capacidades de judicialización de las organizaciones dedicadas al narcotráfico, de tal manera que las familias puedan hacer el tránsito a la legalidad en condiciones adecuadas.
El cumplimiento de esos acuerdos y la efectividad de las medidas será crucial para que la erradicación y la sustitución surtan un efecto positivo en zonas como el Norte de Antioquia. Por ahora, sin embargo, los campesinos poco saben sobre cómo esos acuerdos llegarán a su territorio. Por eso, la misma líder no duda al decir que le teme al proceso de paz. A que llegue a su región alguien con el ánimo de cobrar esa relación de años que las comunidades han sostenido con la guerrilla que ha impuesto sus reglas, que al mismo tiempo ha jugado el papel de victimaria y de protectora. “Nos da miedo. Uno no sabe qué va a pasar, pero igual estamos acá, no nos queremos ir y por esta tierra vamos a luchar”.