Regular el mercado podría traer grandes ventajas para campesinos y consumidores.
Hace más de medio siglo el mundo, y de paso Colombia, se propuso la casi imposible tarea de acabar por completo con las drogas. No regularlas, no descriminalizarlas, no mirarlas en perspectiva. Acabarlas de tajo: su producción, su comercialización y su consumo. La estrategia, como era de esperarse, ha fracasado. El consumo ha aumentado y la producción, el tráfico y la violencia, de la mano de grandes estructuras criminales, han crecido también.
El gobierno de Juan Manuel Santos ha hecho tímidos intentos por cambiar esa política. Sin embargo, para algunos expertos existe una contradicción entre el carácter reformista que el país ha promulgado en el ámbito internacional y las políticas que se aplican de puertas para adentro. Esas miradas apuntan a que es necesario integrar temas de salud pública, derechos de los consumidores, garantías para los productores campesinos y alternativas carcelarias para los eslabones débiles de la cadena de narcotráfico.
Una de las causas de que Colombia sea epicentro de la guerra contra las drogas es que es el mayor productor de cocaína del mundo. Cifras de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), indican que, durante 2014, en el país se sembraron 69 mil hectáreas de coca, un 44% más que el año anterior, y se produjeron 442 toneladas de cocaína, que superan por mucho las 290 de 2013.
La estrategia para frenar el crecimiento ha sido la militarización y el combate de grupos armados ilegales, la fumigación de cultivos con glifosato, la erradicación manual y la judicialización de personas en todas las etapas del proceso de producción. Pero ninguna de esas medidas ha reducido la producción y el consumo a los niveles esperados. Ante ese panorama, desde varios sectores que incluyen investigadores y ciudadanos del común, ha surgido una propuesta revolucionaria: regular la producción y el consumo de hoja de coca y cocaína.
Esta semana, en Nueva York, representantes de muchos países, entre ellos Colombia, están discutiendo en UNGASS, la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas para el tema de drogas. Aunque no hace parte de la agenda oficial, ni es un tema que Colombia quiera liderar oficialmente, ése es el escenario ideal para abrir la discusión de la regulación de la hoja de coca y del consumo de cocaína. Un tema que, aunque ha sido tratado por académicos e investigadores, ha sido tabú para los gobiernos.
¿Cómo lidiar con los pequeños productores?
Un alto porcentaje de los productores de coca son campesinos. Producen la hoja en sus tierras y a veces ellos mismos la convierten en pasta base. Estos campesinos poco o nada tienen que ver con el negocio del narcotráfico. La violencia no la generan sino que la sufren. Según un estudio de Indepaz, “son objeto de sanción penal como consecuencia de la aplicación de la Ley 30 de 1986 y del Código Penal que los tipifica como delincuentes y los condena a penas desproporcionadas”.
En los últimos años, a nivel mundial, ha emergido una industria que tiene como base de sus productos a la marihuana. Ese fue uno de los impulsos para que el Gobierno permitiera, el año pasado, los cultivos de cannabis con fines medicinales. Sin embargo, en el terreno de la coca esa industria es débil (y hasta ilegal) todavía; aún cuando hoy son comprobados sus usos ancestrales, medicinales, artesanales y, si se quiere, industriales.
A nivel internacional, Bolivia es uno de los únicos ejemplos: se reguló la figura del “pequeño productor” de coca, se planteó un límite de 40 metros cuadrados de cultivo y se dispusieron criterios para definir cuándo se está cultivando para el mercado local y cuándo es “excesivo”. En Colombia, sin embargo, no se ha definido nunca una figura parecida. No hay una barrera que proteja al pequeño productor y ese es uno de los retos que podría plantearse el Gobierno de cara a la regulación.
Pedro Arenas, uno de los investigadores presentes en UNGASS que apuesta por la regulación, dice que el Estado se ha dedicado a criminalizar y llenar las cárceles. “Lo que proponemos es una reforma a la Ley 30. Que a los productores de coca no los manden a la cárcel. Hay que dejar de perseguirlos y sacarlos del ámbito penal. Para pensar una regulación hay que reconocerlos como sujetos plenos de derechos”. Lo primero que hay que aceptar, dice Arenas, es que Colombia tiene un campesinado, unos indígenas, unas costumbres ancestrales, y a partir de todos ellos tiene una potencial industria a partir de la coca: “como lo dijo hace unos meses el Consejo de Estado, los productos derivados de la hoja de coca deberían industrializarse y circular libremente por todo el territorio nacional”.
Entre la legalización y la guerra contra las drogas
Muchos expertos han explicado que la regulación del mercado de las drogas no es lo opuesto a la guerra para acabarlas. Lo opuesto es la legalización absoluta, que ni siquiera los más liberales apoyan. En el medio queda la regulación, un espectro grande donde se podría trabajar. Lo primero que hay que entender es que todos los eslabones del mercado de las drogas pueden ser regulados, desde la producción hasta el consumo.
Julián Quintero, director de Acción Técnica Social (ATS), y quien por estos días se encuentra debatiendo sobre regulación en UNGASS, afirma que sí o sí hay que regular toda la cadena de producción, que no es posible por pasos. Aclara que no se trataría de legalización porque la droga no quedaría sujeta a una dinámica de oferta y demanda.
Una guía publicada por Transform, un grupo dedicado a reflexionar sobre este tema a nivel global, explica que la regulación serviría para controlar cómo se cultiva, quién produce, dónde se vende, quién vende, quién puede comprar y dónde se puede consumir. Y que tener ese control es, antes que permisivo o laxo, una gran oportunidad para los Estados.
Entre más peligrosa la droga, más cuidadosas tendrán que ser las regulaciones. La cocaína, por ejemplo, según un documento publicado por ATS, genera un grado de dependencia del 15%, mayor que el de la marihuana (10%), pero menor que el de las metanfetaminas y la heroína (26% y más de 50%, respectivamente).
A pesar de que carga un gran estigma a nivel mundial, sobre todo porque los mayores consumidores son Europa y Estados Unidos, la cocaína no es la droga más peligrosa, y el debate global sobre su regulación no ha se ha dado con base en sus propiedades y efectos en el cuerpo.
Quintero es radical en decir de entrada que, si se va a pensar en regular, se debe hacer de una vez con hoja de coca y cocaína. “La hoja de coca es la más próxima a lo ancestral y medicinal —dice—, pero la hoja no es el problema. El problema es lo que se extrae de ahí. Hay que entrar a regular la cocaína. El debate ahora es de seguridad”. Explica que más de un 90% de los muertos por cocaína en el mundo son causados por la guerra asociada a las drogas y no por la sustancia en sí. Si se logra regular ese mercado de sangre, dice, es muy posible que gran parte de esas muertes acaben.
Con esa posición difiere Daniel Rico, exasesor en política de drogas del ministerio de Defensa. Cree que la regulación de la cocaína en términos de salud pública es muy importante, pero “en términos de seguridad, de economías criminales y de narcotráfico es irrelevante, porque no existe un solo mercado ilegal. Normalmente la venta de cocaína está entrelazada con otras rentas ilegales como la minería o la extorsión, y quitarles una parte no las va a afectar realmente”.
La hipótesis de Rico, más que una sentencia, es un reto. No quiere decir que no haya que regular, sino que la regulación, en materia de seguridad, debe ir acompañada de otras estrategias que ataquen las demás rentas ilegales. El esfuerzo en seguridad, sin embargo, no tacha las posibles virtudes de regular el uso de drogas. Rico, como muchos expertos en el tema, también está a favor de que el Gobierno se apropie del espacio donde se cruzan las drogas y la salud.
Como la experiencia sobre el control de la cocaína es limitada, la primera medida que hay que tomar es de aprendizaje. El Gobierno, por un lado, tiene que apropiarse del tema de seguridad, pero, por otro lado, tiene que participar del de salud pública. Quintero propone varios temas para empezar a abordar: la calidad de la cocaína, el costo de consumirla, la preparación que tendrá que tener el sistema de salud para reducir riesgos y daños y asesorar al consumidor.
Después de pensar en los productores y en los consumidores, y suponiendo que eventualmente la regulación acabe con la rentabilidad de la cocaína para estructuras ilegales, habría que pensar en la distribución. La vocería de ATS piensa que no es tan difícil y lanza un modelo hipotético: podrían producirla los campesinos, podrían procesarla y venderla farmacéuticas, podría monitorearla con rigor el Gobierno y podrían comprarla personas autorizadas y supervisadas por el sistema de salud.
¿Estados Unidos y Europa dejarían hacer esas reformas?
Hace poco el ministro de Justicia, Yesid Reyes, que de un par de años hacia acá ha abanderado la causa de la regulación desde el Gobierno, dijo, haciendo referencia a UNGASS, que Colombia no iría a adoptar políticas extranjeras sino a proponerle al mundo las suyas. Esas palabras, sin embargo, contrastan con lo que ha sido la historia de las relaciones internacionales del país sobre el tema de drogas.
El 95% de la coca en Estados Unidos, según la Comisión Interamericana para el Control de las Drogas, llega de Colombia. En el 2000, ambos países pusieron en marcha el Plan Colombia, donde Estados Unidos metió más de 9 mil millones de dólares, que en parte se utilizaron en la lucha contra las drogas. Esa inversión extranjera de alguna forma condicionaba la posición colombiana sobre el tema. Difícilmente, con ese plan andando, el país le podía llevar la contraria a su patrocinador.
Arlene Tickner, analista de asuntos internacionales, opina que, aunque en los últimos años el Gobierno se ha mostrado más revolucionario a la hora de abordar el tema desde la perspectiva del consumidor, sus derechos y su salud, “la estrategia de seguridad sigue siendo la misma que hay a nivel internacional, la de la guerra contra las drogas, represiva, militarizada”.
La forma de hacer una política de regulación sin oponerse a la normatividad internacional, para Tickner, es empezar por la regulación de la coca. Pone nuevamente sobre la mesa el caso de Bolivia, que legalizó la producción para uso ancestral y derivados, poniendo límite a la extensión de los cultivos y a las características del productor. Empezar por ahí, dice, “podría hacer que la coca vaya perdiendo el estigma que tiene en la opinión pública y se vaya acercando a lo que hoy en día es la marihuana, que ya se está regulando en muchísimos países”.
Discutir sobre la regulación de la hoja de coca y la cocaína no es tema nuevo. A nivel internacional, a la par de las grandes discusiones de las naciones, muchos investigadores han propuesto estrategias para regular la producción, la distribución y el consumo sin perder los estribos. Todos coinciden en que una estrategia así podría ser, por un lado, parte de la solución contra la violencia que genera el narcotráfico, y, por otro, la puerta de entrada para entender, sin dogmatismos ni pasiones, el mundo de las drogas.