La historia de lo que pasó en Bojayá desde sus víctimas. ¿Qué piensan ellas del perdón que solicitó las FARC desde La Habana? ¿Están dispuestas a perdonar?
Por: David González M.
Noel asoma su cabeza desde la cocina del bar. Lo hace tímidamente, apenas quiere que lo vean. Sus ojos negros brillan desde la penumbra de la puerta. Afuera la música empieza a armarse, el golpeteo de los timbales, el resoplido de las trompetas ¡Es su gran día!
Está nervioso, pero cuando empiece a cantar se le pasará. Ajusta unos ganchos dorados de su vestuario estrambótico y sale al ruedo con micrófono en mano: “Llegó Noel Palacios, el negrito del swing“.
Su piel oscura brilla con el flash de la cámara y se atenúa en el reflejo de su propio vestido. Las cerca de cien personas que están en el lugar lo reciben con aplausos: “Buenas noches todos, hoy es un día que es fruto de muchos años. Mi nombre es Noel y soy sobreviviente de Bojayá. No les cuento esto para que me tengan lástima, eso no me gusta. Quiero es que disfruten mi música”.
Luego grita lleno de energía: “¡Dónde está la gente que le gusta el Yeyeré?”.
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Todos en Bojayá sabían que el combate y el desangre era inminente. Desde hacía años ese olvidado punto selvático del Chocó era un escenario de los violentos. Primero las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), luego los paramilitares de Freddy Rendón, alias El Alemán, luego las FARC otra vez y así.
En 1997 llegó El Alemán al Atrato. “El pueblo estaba muy sucio, venían a hacer una limpieza”, afirmó un testigo en el informe sobre el municipio que elaboró el Centro Nacional de Memoria Histórica. Los paras se llevaron las armas y empezaron a limpiar a punta de motosierra.
“Lista en mano, los paramilitares bajo el mando de alias El Lobo y de alias El Ovejo sacaban de sus casas a los acusados sin importar los ruegos de sus familias. Les tapaban la cara y los llevaban a las afueras de los poblados, donde los mataban con armas de fuego o con motosierra”.
En 1999, cuando la guerra asomaba cada tanto en el pueblo, la población civil firmó una declaración por la vida y la paz que fue ignorada por los violentos. El 25 de marzo de 2000, 300 guerrilleros de los frentes 57 y 34 de las FARC llegaron al pueblo vecino de Vigía del Fuerte para limpiar la zona de paramilitares. En el ataque acabaron con la vida de 22 policías, nueve civiles y se llevaron a 10 agentes secuestrados. El Estado tomó una decisión controversial: no puedo protegerlos, me voy. Y se fue. Renunció a garantizarles la vida a sus ciudadanos y Bojayá quedó en manos de los ilegales.
La disputa se ha planteado como una lucha por el control territorial de los distintos grupos armados ilegales, pero recientes informes de organizaciones de Derechos Humanosevidencian que la guerra en Bojayá propició un desplazamiento forzado de la comunidad afro. Sus selvas ricas en biodiversidad y sus tierras propicias para los cultivos agroindustriales eran un objetivo demasiado tentador para grupos de poder local. “Una vez ‘limpiada’ la zona norte y el eje bananero de Urabá, la campaña de exterminio se dirigió al Urabá Chocoano”, asegura el informe Bojayá bajo el prisma de los medios de comunicación.
El 20 de abril de 2002 ‘El Alemán’, comandante del bloque Elmer Cárdenas, planeó la retoma de Bojayá y de Vigía del Fuerte. La Defensoría del Pueblo, la ONU, la diócesis de Quibdó, todos hicieron advertencias a medio mundo: se venía la guerra a orillas del Atrato y a nadie parecía importarle.
Un día después los botes de los paras llegaron a Bellavista, un caserío de madera habitado en un 96% por pescadores negros e indígenas de los resguardos Embera (Katíos, Chamí y Dobidá), Wounaan y Tule, y un 4% por campesinos mestizos. El corregimiento, que hace parte de Bojayá, solo tenía una construcción de ladrillo, la iglesia católica. Un edificio que en unos días sería noticia en todo el país.
A unos kilómetros, cruzando el Atrato, queda el aeropuerto de Vigía del Fuerte. Allí llegaron las avionetas marcadas con las siglas de las AUC. Al mando de estos hombres estaban los comandantes Wilson Chaverra, exalcalde de Vigía del Fuerte, y El Alemán.
Las FARC se asentaron en dos puntos del río. Cinco días después, Pablo Montalvo, comandante operativo de la misión paramilitar, se enteró de que la guerrilla iba a atacar con unos 1.000 hombres. Estratégicamente dispuso sus tropas a lo largo de la rivera de Bellavista.
Dice el informe del CNMH: “Los hombres de los frentes 5, 34 y 57 del Bloque Móvil José María Córdoba entraron a la cabecera municipal de Vigía del Fuerte”. Alias Silver, el comandante de la guerrilla, dijo por radioteléfono a Montalvo que tenía media hora para reunir a todos sus hombres e irse. No hubo respuesta.
El combate empezó de un lado a otro del río. Era primero de mayo. El puente de Caño Lindo fue el lugar de la confrontación que duró todo el día. En la noche los bandos acordaron un cese al fuego para seguir al día siguiente.
El padre Antún Ramos desde hace años estaba a cargo de la parroquia de Bojayá. Él fue una de las personas que hizo las alertas cuando era inminente la confrontación: “La gente tan pronto escucha el primer tiro, empieza a buscar protección en nosotros. El templo empieza a llenarse, hasta que no cabía más gente. Nos tocó trasladar personas a la casa de las hermanas misioneras agustinas”.
Leiner Palacios era un líder comunitario. Vivía con su esposa y su hija en una casa de madera en Bellavista. El día de los combates escuchó cómo, con el pasar de las horas, las balas se acercaban cada vez más. A las dos de la tarde los tiros empezaron a atravesar las paredes de madera. Él arrojó colchones y se envolvió con su familia. Pensó que detendrían las balas. “Estábamos muy asustados hasta que decidimos irnos. El río estabanegado y turbio, pero salimos por medio del agua hasta la iglesia”.
Él y su familia anduvieron todo el tiempo en medio de las balas que no paraban. “Había mucha gente ya en el sitio. El dos amanecimos allí. A eso de las 8:30 de la mañana los paras se resguardaron detrás de donde estábamos. Muy angustiados nombramos una comisión para decirle a los paramilitares que se fueran. No nos pararon bolas, nos dijeron que iban a seguir disparando y que allí se iban a matar. Luego empezaron a disparar unas armas grandísimas, salimos corriendo hacia detrás de la casa de las hermanas y empezamos a oír detonaciones”.
El comandante alias Vicky, de las FARC, solicitó refuerzos por bajas y Silver ordenó que se prepararan los ” rampleros” –los especialistas en lanzar cilindros bomba–. Los guerrilleros del frente José María Córdoba le advirtieron al comandante que el objetivo era difícil porque los paramilitares no estaban estáticos. Él insistió en la órden. Los dos primeros cilindros cayeron en el casco urbano.
A las 11:00 am, el tercer cilindro voló por los cielos de Bellavista. Nadie en la iglesia lo vio. Los paramilitares resguardados detrás del edificio vieron cómo la bomba cruzaba el pueblo y huyeron en desbandada. El cilindro rompió el techo del templo, impactó de frente el altar y estalló.
“Escuchamos una explosión y vimos un poco de humo al lado de la iglesia. Empezó a salir gente con las manos y los pies heridos. Una cosa desastrosa. Una película le queda pequeña para describir lo horroroso que vivimos en ese momento. ¿Para dónde podíamos correr? ¿Qué podíamos hacer?”, recuerda Leiner.
La explosión hirió al padre Antún en la cabeza y en un pie. El ruido retumbó y opacó el llanto de la gente. Hubo segundos de total oscuridad en medio del día. “Quedé inconsciente. Una vez desperté, empecé a ayudar dentro de mi ignorancia médica y a socorrer a la gente. Alcanzamos a llevar unos 200 heridos para que las hermanas les hicieran torniquetes”.
Los paramilitares, al ver la destrucción de la iglesia, se escondieron detrás del único edificio que podría aguantar las balas, la casa de las hermanas agustinas. En el lugar estaba Leiner con su familia, los heridos, el padre Antún, niños, viejos pescadores y más heridos. La gente tenía que irse.
“Les dije que teníamos que pasarnos al otro lado del río porque las FARC venían ganando terreno, era riesgoso quedarnos ahí. Entonces buscamos unas embarcaciones plataneras para ir a Vigí a. La gente me dice: ‘Vaya usted adelante‘ y armé una bandera con una sábana blanca amarrada a una palanca, que utilizamos para mover las embarcaciones”.
El padre va adelante agitando la bandera y gritando: “¡Somos población civil!” con la esperanza que los guerrilleros escucharan la voz de la gente y no dispararan en esa dirección. Atrás de él, un tumulto de personas heridas lloraban de dolor.
Leiner recuerda que se envolvió en sábanas blancas con su familia y gritaba: “¡A los nuestros los recogemos!”. Algunos cargaban heridos y avanzaban despacio como si en cualquier momento pudiera caer del cielo la muerte. “Era una cosa terrible. Llegamos a la altura de la iglesia y nos subimos a unos botes plataneros llenos de agua. Empezamos a bogar con las manos hasta llegar a Vigía del Fuerte. Cuando lo hicimos, nos requisaron los guerrilleros que tenían todo controlado”.
Unos minutos después, Leiner descubriría que serían 79 los muertos, 28 de ellos familiares suyos. “Todos los que cayeron allí eran nuestros amigos, nuestros hermanos, nuestros paisanos. Era la gente con la que recochábamos. Bellavista era un pueblo pequeño donde todo el mundo nos conocíamos”.
El padre Antún recuerda: “A los cinco días llegó el Ejército. No he entendido las razones de por qué no llegaron antes”. Leiner tampoco entiende y se le quiebra la voz: “El Estado no hizo caso a las alertas y después de la masacre tampoco llegó a tiempo. La excusa de que no lo hizo por razones climáticas, uno sabe que es una excusa pendeja. Vea ahora con el tema del general Alzate: la fuerza pública llegó la misma noche del secuestro a la zona e hicieron una cantidad de operativos. ¿Por qué en Bojayá no hubo esa capacidad de respuesta?”.
En ese entonces un adolescente, Noel Palacios se resguardó de los combates en la casa de su abuela, una mujer nerviosa que le tenía pavor a las armas. Por muchos días no quiso ver qué era lo que había pasado, los vecinos hablaban de que el uno y el otro habían muerto, de hombres que todavía disparaban desde el río y de mujeres que buscaban a sus hijos.
“Cuando pude ir ya habían recogido los muertos. Pero eso era como una carnicería, había pedazos de carne en el suelo y tirajos de ropa colgando. La armazón de la iglesia estaba manchada de sangre y, alrededor, un pozo de sangre. Así como cuando cogen una vaca y la fritan, así… pedacitos se veían por todo lado”.
Días después, cuando finalmente llegaron los medios de comunicación a documentar la tragedia, Noel cantaría frente a las cámaras de televisión un fragmento de una canción que compuso:
Muchos hijos sin sus padres
muchos padres sin sus hijos
que por causa de la violencia
que acaba con el campesino.
Yo no lo puedo creer ni lo puedo imaginar
que eso allá en Bojayá, haya podido pasar.
Esos segundos en cámara le cambiarían la vida.
El artista Juan Manuel Echeverría vio la noticia desde su casa en La Candelaria, vio a ese joven negro cantar y supo que lo tenía que conocer. Alistó maletas y viajó a lo que quedaba del pueblo. Encontró a Noel y se lo llevó a Bogotá a estudiar música. Lo invitó a participar en su nueva obra: Bocas de Ceniza.
Meses después los sobrevivientes pondrían una pancarta en la entrada del pueblo: “El 2 de mayo de 2002 aquí las FARC asesinaron a 119 personas (luego un censo aclararía que fueron 79 las víctimas). ¡Que no se nos olvide nunca!“.
El pedido de perdón
El pasado 18 de diciembre, en medio de los diálogos de la Paz en La Habana, la cúpula en pleno de las FARC se reunió con el Padre Antún, con Leiner y un grupo de víctimas representativas de Bojayá. Por ocho horas escucharon sus testimonios, de frente y desarmados. Allí estaban alias Iván Márquez, alias Jesus Santrich, alias Pablo Catatumbo, todos los hombres de la guerra.
Ese día pidieron perdón. Leyeron luego un comunicado a medios: “Ninguna palabra a utilizar podría describir correctamente la sensación de pérdida para los que ese día perdieron a sus seres queridos, y por ello reconocemos y expresamos nuestro dolor más profundo por el sufrimiento causado a tantas personas. A todos los que han vivido dolor por este desenlace en Bojayá hace 12 años, y a la gente del Chocó, reiteramos nuestro pesar profundo por lo sucedido. Ese hecho nunca debió ocurrir”.
Al día siguiente, Humberto de la Calle, el hombre del Gobierno en los diálogos de La Habana, diría: “Hoy quiero expresar un sincero reconocimiento al acto inédito en el que las FARC ofrecieron disculpas públicas a las víctimas de la tragedia de Bojayá y anunciaron medidas reales que contribuyan a la verdad y la reparación de las víctimas de ese doloroso hecho”.
El padre Antún Ramos ha sido doblemente víctima. Antes de los hechos de Bojayá, cuando vivía en Quibdó, las FARC hicieron un hostigamiento a la ciudad; en la huída, su mamá sufrió un infarto y murió. Luego, uno de sus hermanos fue secuestrado por el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Dice que tendría todas las razones para odiar, pero el día del perdón no sintió más rencor: “Les creo porque sentí que estaban hablando con el corazón en la mano. Estuvieron todos los comandantes, todo el Secretariado. Toda la cúpula en un acto que, decían, les dolió en el alma guerrillera”.
Leiner, otro de los asistentes al encuentro, dice que para él fue importante oír de la voz de los comandantes la solicitud de perdón, así la comunidad de Bojayá todavía no haya decidido perdonarlos: “Son palabras que uno llevaba esperando por 12 años. Cada víctima elabora su propia dimensión del perdón. Pero más allá, también sentimos el dolor por el abandono, por la no atención del Estado a la región”.
También acepta que hay cosas irreparables: “Nuestros familiares los amábamos, pero ya no los vamos a tener. Ya nos los arrebataron. Lo que no queremos es que este desangre siga con otros colombianos, por eso es necesario que dejen de disparar armas, por eso es necesario que nos reconciliemos. Nosotros estamos dispuestos a contribuir desde ese dolor. No sé si esté listo para perdonar pero estoy dispuesto a que caminemos”.
Según el portal Verdad Abierta, por la masacre de Bojayá fueron condenados seis guerrilleros de las FARC y ningún paramilitar. Los habitantes han oído las versiones libres de los jefes paramilitares del bloque Elmer Cárdenas buscando unir las piezas de verdad.
En octubre de 2007 el Estado reconstruyó un nuevo pueblo a dos kilómetros de la masacre y lo llamó Nuevo Bellavista, pero la gente lo llama Severá.
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Noel Palacios llegó a Bogotá a vivir a una casa cerca de los talleres de fotografía del artista Juan Manuel Echeverría. Lo primero que le impresionó fue ver a indigentes en las calles y la indiferencia de los bogotanos: “Es como si la gente de la calle no existiera. Así no era en Bojayá”.
En la capital apoyó los talleres de la fundación del artista, que enseñaba a reinsertados a pintar. Allí hizo muchos amigos excombatientes: “Aprendí a no juzgar a nadie”. Tuvo amigos exguerrilleros de las FARC, uno de ellos desapareció hace poco y le da tristeza recordarlo: “Los reinsertados son personas que uno los ve y no cree que hayan pasado por esas cosas”. Cuenta que es triste, pero que tuvo mucha afinidad con ellos porque paramilitares, guerrilleros, exsoldados son casi siempre de origen campesino, como él. “Nos unía el campo: el temor a las babillas, el recuerdo de las plantas curativas de las abuelas, los amaneceres que brillan en los ríos”.
Ahora Noel ya no quiere hablar más de Bojayá, dice que lo que le importa es su música, algo que él llama el tropifolclor. Dice que hay que seguir adelante, que no guarda rencor. Se le nota en su alegría.
Para la segunda parte de la presentación viste un traje colorido que él mismo diseñó, adornado con cientos de ganchos dorados. “Mi sueño es viajar por todo el mundo y poner a gozar a la gente. Pero mi Bellavista siempre estará presente”.
Noel se mueve con energía frente a su banda. La gente baila al son del grito Yeyeré: “El que no vino a gozar que se vaya pa´ la casa”.