Estuvimos en la zona rural de Tumaco, cercana a la masacre, donde para los campesinos la idea de dejar de cultivar coca es simplemente inviable.
Por Julio C. Londoño Á.
Fotos: Mateo Rueda
Este artículo forma parte de nuestro Proyecto Coca II – Misión Rural. Para ver todos los contenidos haga clic acá.
Día 2: 8 de octubre de 2017.
9:30 a.m. La Playa. Con dolor, pero resistir.
“Si muriera por no ser sincero, ni me entierren por favor. Pero si muero porque defiendo lo que es mío y tengo, háganme un favor”. En un bafle gigante, salido de quién sabe dónde, ese corrido comenzó a retumbar al lado de la lancha en la que nos encontrábamos con la comisión humanitaria que aquel domingo viajaría a Tandil, para hablar con los campesinos sobre la masacre que había sucedido pocos días atrás. “Que me acompañe la banda hasta llegar al panteón. Sería como mi última parranda con toda mi raza que me acompañó”.
Los familiares y amigos de Janier Cortés, uno de los siete fallecidos, llegaron montados en varias lanchas, con coronas de flores, pancartas, arengas, botellas de aguardiente y globos blancos que flotaron río abajo rumbo al Pacífico. La imagen era surreal, parecía salida de una fotografía de Jesús Abad Colorado sobre las masacres de los noventa: diferentes planos de una guerra inacabada.
El día anterior habíamos intentado infructuosamente hacer contacto con algunos líderes sociales que sabíamos conformarían la comisión junto a la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia (MAPP/OEA), representantes de la ONU, la guardia indígena del pueblo Awá y periodistas. Sin respuestas, habíamos tomado la decisión de arriesgarnos a entrar a la zona así fuera solos. Pero fue Mario Zamudio, periodista de CityTV y excompañero de ¡Pacifista!, quien nos animó a ir a como diera lugar. Que llegáramos a La Playa a las 9 a.m., que los campesinos estaban dispuestos hablar, nos dijo.
Y allí estábamos, luego de haber tomado un taxi desde el centro de Tumaco, no sin antes proveernos de botas pantaneras y víveres para sobrevivir a la jornada. Una hora nos tomó llegar hasta la variante a La Playa, en la vía que comunica Tumaco con Pasto. De allí, tomaríamos dos mototaxis en un viaje de quince minutos por una carretera destapada. Carteles del recién conformado partido político de las Farc (ahora Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) aparecían de vez en cuando. Algunos clones de ‘Manuel Marulanda’ impresos a tamaño real, nos saludaban al lado del camino, como los soldados que extienden el pulgar a los viajeros que conducen por una carretera cualquiera del país.
Cruzamos la zona veredal transitoria de normalización Ariel Aldana, con las respectivas siglas de Farc-EP incrustadas en piedra en el portón del suburbio y un cartel algo paradógico al tratarse de una exguerrilla marxista-leninista: “propiedad privada”.
Luego apareció La Playa. Toldas de chécheres, chorizos y fritanga, gente esperando a que saliera la próxima lancha hacia su vereda y el río grande del Mira que se extendía a lado y lado hasta donde alcanzaba la vista. Sus aguas rápidas corrían rumbo al océano.
Allí estaba la comisión que iba a Tandil, reconocí a Diana Montilla de Coccam y a Cristina López de la Corporación Jurídica Yira Castro, con quien a última hora logré contactar para confirmar la salida. Tras una hora de espera, mientras llegó el grupo completo, zarpamos, despedidos por la afligida y embriagada comitiva de Janier Cortés y la misma canción que sonaba una y otra vez:
“Que retumben el cuerno la lumbre hasta que derrumbe al que me mató. En la vida hice cosas dañinas, también cosas finas, todo me toco”.
11:40 a.m. Horizontes de Coca
En El Playón, el puerto hacia Tandil, una pickup roja resbaló entre las piedras hasta mojar sus llantas traseras en el límite del río. Todos en la lancha aguantamos la respiración al unísono, pero al parecer era una imagen cotidiana. La lancha encalló a su lado y descendimos para subir al carro.
Apeñuscados y de pie en la parte trasera, comenzamos a subir –o más bien trepar– por los caminos de barro y piedras que chocaban debajo del carro. Algunos caseríos aparecían de vez en cuando, separados por hectáreas y kilómetros de coca. Coca, coca y más coca se perdían en el horizonte. Cruzamos algunos bares y tiendas, un negocio de dos pisos que ofrecía “chicas” y que según los campesinos pertenecía a unos ecuatorianos.
Finalmente llegamos a un claro de selva donde cerca de seis soldados esperaban a la comitiva. Los campesinos, más de treinta, comenzaron a rodearnos y hablar. Este era el lugar donde habían arrumado los muertos y heridos que cayeron en el enfrentamiento. Aún se podían ver algunas prendas, con la sangre ya lavada por la lluvia de esos días.
“El es el capitán Carpio”, dijo un campesino afro a la comisión. “Él nos ayudó mucho ese día, a sacar a los heridos para San Lorenzo y Tumaco”. El militar, amablemente, nos dio la bienvenida al lugar. Luego caminamos rumbo al sitio de la masacre, a unos 150 metros de allí. Avanzamos solos, sin los uniformados. Ellos permanecieron en el lugar que estaban.
Un camino estrecho de cemento, de escasos 80 centímetros, se extendía hacia las otras veredas. Según me contaría después Jose*, uno de los campesinos, el trecho lo construyeron ellos a punta de mingas, bazares, rifas y recolectas.
Caminábamos en fila y cuando llegamos a “el lugar”. Vimos árboles cortados, huellas de botas que se sobreponían, palos –quizá las “armas” de los campesinos– regados por todas partes. Según ellos, la Policía había cortado algunos troncos que revelaban agujeros de bala a la altura de un humano promedio.
Por lo menos 10 policías con trajes de ESMAD, a unos veinte metros, en el mismo lugar desde el que dispararon a los campesinos, vigilaban a la comisión.
12:47 p.m. Conocimos a Benjamín.
Tiene 24 años, viene de Florencia, Caquetá. Es la segunda vez que viene por estos lados. Ya había estado anteriormente, viviendo por cerca de un año, pero se había regresado con su esposa a Caquetá. Ahora regresó solo, hace apenas un mes, aprovechando que había cosecha y se podía hacer de 35.000 a 40.000 por jornal; frente a los 25.000 que se podía hacer en su tierra.
“En el Caquetá nunca lo hacía”, me decía. “Uno sabe que esta zona es cocalera entonces viendo la necesidad que hay en la ciudad, pues uno busca la forma de mantener a la familia. De todas maneras en la ciudad si no se ve empleo, se ve crimen. Yo pienso mucho en mi hijo, en mi hogar, entonces me vine a trabajar”.
Mientras conversaba con Benjamín, recordé lo que me habían dicho la noche anterior los líderes afro acerca de los colonos. A los cocaleros los definen como “Comunidades móviles”, según me contó Célimo Cortés, (líder de Recompas), pues son personas que entran y salen de la zona arriesgando su pellejo para poder ganarse unos pesos de más.
No obstante, este mes que ha estado aquí, Benjamín no ha podido enviarle dinero a su familia, según me contó, porque le tocó poner la plata que tenía para sacar a los heridos. El día de la masacre, según me relató, había cerca de 1.000 personas en la manifestación, de Tandil y de otras veredas que venían a apoyarla. Según Benjamín, él se encontraba a dos metros de cerca de 15 policías que alcanzó a contar en la primera línea. Llevaban armas largas, ametralladoras, fusiles M-16 y R-15.
“Uno conoce de armas porque yo también fui militar. Los superiores tenían pistolas de mano”, me contó. “En ningún momento cayeron tatucos. Porque un tatuco le caben como 25 kilos de dinamita. Cinco kilos hubieran sido suficientes para borrar a toda la población que estábamos ahí, hubieran acabado con la policía completa. Por eso, los que están heridos, solamente son campesinos, con herida de bala”.
Cuando le pregunté por la versión de la Policía sobre la presencia de una disidencia de las Farc en la zona –la que supuestamente lanzó el tatuco–, me respondió con un “de eso si no tengo conocimiento porque la verdad yo me dedico a mi labor. Soy juicioso, de la casa al trabajo y del trabajo a mi casa. Esa es mi labor, a eso vine, a trabajar”.
Con la llegada de la comisión, Benjamín tenía la esperanza de entrar a su casa, donde no había podido regresar desde el día de la masacre. Según me cuenta, la Policía la había destruido y su ropa desapareció. “Llegó la policía allá amenazando de muerte a mi hermano y a otros dos amigos. Que se retiraran porque si no los legalizaban, los empapelaban y los mataban. Se les fueron encima y a ellos les tocó retirarse”.
1:09 p.m. José*
José recuerda el día que llegó aquí por primera vez desde Caquetá también: 19 de noviembre de 2014. Se vino de raspachín, es decir, a trabajarle a alguien que ya tenía sus hectáreas sembradas. Luego se hizo a una casa de madera y se fue a vivir con su esposa, en una hectárea cuadrada de solo coca.
Por unos minutos, dejamos al grupo atrás para subir con él a su casa, ubicada en una colina que se alza justo enfrente de donde sucedió la masacre. Por el suelo pantanoso y la quebrada que pasa cerca, no podía imaginarme cómo más de 1.000 campesinos corrieron por estas trochas.
Las terrazas que subían hacia casa quedaron desbaratadas, por lo que nos tocó trepar entre las pocas que quedaron completas. “Aquí cayó un señor”, me dijo señalando un punto a un metro de la entrada de su casa. “Se arrastraba y pedía ayuda, que le habían disparado”. José, contaba, se había salvado “de milagro”. Alcanzó a refugiarse detrás de un tronco hasta que un gas pimienta le cayó a los pies y lo asfixió. Entonces tomó fuerzas como pudo y, arriesgándose a un disparo, salió a refugiarse a su casa.
“Solamente en esas películas de Vietnam he visto eso”, me dice José sobre la masacre.
Por una de las tablas de la cocina entró una bala que cruzó toda la casa. Se puede ver todo el trayecto del proyectil, cómo chocó con varias esquinas de madera hasta perder impulso y caer en una cama.
Después de su testimonio de ese día, José empezó a hablar de su labor. Me cuenta que de su hectárea de coca, dependiendo de la suerte de la cosecha, puede sacar cuatro kilos de pasta base. Se la compran por cerca de $ 1’500.000 el kilo. Es decir que aproximadamente obtiene $ 6’000.000 cada tres meses, pero aclaró que le queda la mitad por cuenta de los gastos que se van en químicos y mercado.
La elaboración no es sencilla. Todo comienza por la siembra, que puede ser a través de las semillas o de esquejes. Durante tres meses, mientras pelecha completamente la planta, se dedica a rociar fertilizantes a las ramas y al suelo. Hay que cuidarlas de las plagas, porque hay unas que no eliminan los plaguicidas y toca erradicarlas manualmente. A los tres meses cuando llega la cosecha, contrata a los raspachines para que arranquen las hojas y las arrumen en su pequeño laboratorio.
Cuando ya hay suficientes hojas, ojalá frescas, alquila una guadaña para pulverizarla. Luego la rosean con cal y agua mezclada con nitrato de amonio, la pasa a los tanques de gasolina –que traen desde Ecuador– para extraer el alcaloide con el que se elaborará posteriormente el clorhidrato de cocaína. Una vez se completa este proceso químico, extraen la mayor cantidad de gasolina posible y queda la pasta base. Me dice que no siempre es el mismo proceso para todas las cosechas. Dependiendo de la variedad de la coca, a veces necesitará ácido sulfúrico, permanganato de potasio y bicarbonato de sodio, químicos muy controlados legalmente pero que se encuentran fácilmente en bodegas que existen por la zona.
Después de eso, José baja con sus cuatro kilos de pasta a los puertos para venderla, cuando va a mercar o cuando le informan que hay alguien comprando. “No hay un punto específico. Un día puede ser en una parte, luego en otra. Es gente del común la que compra, lo que pasa es que hay gente con plata que encarga a alguien de confianza y les deja plata para que les recoja tantos kilos”.
Me habló de gente con plata, miré su casa de tablones y no dejé de pensar que estos campesinos no son los grandes narcotraficantes y que los verdaderos están en algún otro lado llenando sus bolsillos a costa del pellejo de otros: los campesinos de Tandil, los transportadores del Mira, los cristalizadores de Tumaco que la convierten en perico, los jíbaros dedicados a la venta, los soldados de la mafia que custodian las caletas de dólares, en fin…
Aún no alcanzo a entender cómo cuatro kilos de pasta base, comprada por $ 1’500.000 a los campesinos, se convierten en miles de kilos de cocaína que venden los carteles mexicanos por millones de dólares.
No obstante, lo que me quedó claro es que con la erradicación forzada que se adelanta en la zona, José no había podido elaborar sus kilos. Perdió su cosecha y las pocas hojas que había recogido ya estaban podridas en el piso de su laboratorio. Lo único que piden los campesinos, me decía, es que si va haber erradicación también haya inversión social y no “sicarios disfrazados de policía” que los dejen sin un sustento económico de la noche a la mañana.
“Esta frontera es muy grande”, me dijo finalmente. “Supongo que van a empezar por partes a erradicar, pero mientras erradican aquí, por la parte de atrás entran semillas y vuelven y siembran. Mientras ellos llegan arriba, ya acá abajo estará sembrado otra vez”.
2:07 p.m. Detonaciones
José, Mateo (quien nos acompañó a conocer la casa) y yo regresamos para unirnos nuevamente a la comitiva. Seguimos hablando con los campesinos que no paraban de narrar las terribles escenas de la masacre. Pero queríamos saber más sobre las peticiones al Gobierno, sobre sus vidas, su llegada a Tandil.
Y nos dimos cuenta que no sólo estábamos rodeados de campesinos cocaleros. Édison Duero, por ejemplo, nos cuenta que es constructor. Se vino de Mocoa, cerca de donde sucedió la avalancha a principios de 2017, para ayudar a construir una vivienda. Junto a él estaba Alberto, un joven afro venido desde Buenaventura para trabajar de aserrador. Corta madera para construir casas. Nos contaron que si no fuera por la coca, simplemente no habría plata para trabajar. La hoja es el sustento económico de la región.
Conocimos al ‘Costeño’, llegado desde Valledupar, donde recogía café. Había llegado a la zona rural de Tumaco para hacerse unos pesos de más de raspachín y enviarle algo de dinero a su esposa y a su hijo que se fueron a Caquetá. Recuerdo que al hablar con él escuchamos pasar a un helicóptero que sobrevolaba la zona. No alcancé a verlo por la selva que nos rodeaba.
Édison, el Costeño y Alberto coincidían en sus peticiones: si el Gobierno invirtiera en escuelas, agua, energía, vivienda digna, vías de acceso por donde sacar los cultivos que realmente generen ingresos el panorama sería diferente. En las condiciones actuales lo único que alcanza a salir por estos caminos es la pasta base de coca. “En esta zona – me dijo Alberto– qué gana uno con criar gallinas o marranos si tiene que comérselos uno mismo. No hay cómo sacarlos”. Édison complementó: “Si el Estado cumpliera con todo lo que dice, quién no va acabar con la coca si ya hay otra forma de vivir. El problema es que no hay cumplimiento”.
Mientras conversábamos, escuchamos una detonación a lo lejos. Los campesinos se miraron entre sí y nos miraron a Mateo y a mí. Luego se escuchó una segunda detonación y diez minutos después, otra. Preocupados por una parte de la comisión que se había adentrado a la selva, comenzamos a mirar a lado y lado en busca de los colegas periodistas. Sólo alcanzamos a ver al reportero de El Espectador. Algo confundidos, nos contaron que la guardia indígena había visto el cuerpo en descomposición de uno de los suyos, por eso parte de la comisión había ido a buscarlo.
2:45 p.m. El hostigamiento
Entre la confusión, el ‘Costeño’ me dijo que subiéramos por el otro lado, por la parte derecha rodeando el lugar en que estaban los policías. Luego de escuchar lo que parecía ser una ráfaga de fusil, vacilé. No había garantías para ninguno de nosotros, por más actores neutrales que fuéramos en nuestra condición de periodistas.
Uno de los indígenas que estaba cerca nuestro comenzó a hablar por radioteléfono. Alguien dijo que no habían logrado acercarse al lugar donde vieron el cuerpo, que la policía andaba disparando y que la comisión estaba bajando nuevamente. Después de 10 minutos aparecieron por la rivera de una quebrada, visiblemente alterados. Empezaron a contar que les dispararon bombas aturdidoras y que escucharon una ráfaga. Salieron los periodistas de CityTV con cámara al hombro, sin saber si celebrar la chiva o salir huyendo del lugar.
Los funcionarios de la OEA y la ONU nos pidieron que nos retiráramos del sitio y que nos cercioráramos de que no faltara ningún compañero. Nos dirigimos nuevamente al lugar donde estaban apostados los militares.
–De verdad parecen locos, ¡están locos!. No tienen ni idea del impacto de lo que acaban de hacer– le decía una mujer al capitan Carpio.
–Queremos que nos explique algo, qué es lo que pasa.– Alzó la voz un campesino.– Qué grupo es ese que hay allá, eso no parece Policía.
–Yo no puedo dar declaraciones porque no estoy autorizado.– respondió sin gesto alguno, mirando al frente, a nadie, el capitan Carpio.
–Capitán una pregunta, ¿fue el Gobierno nacional el que los mandó a ustedes acá?.– Le pregunta otro campesino.
–Vuelvo y repito, no estoy autorizado.
–¿Mandados por el Presidente de la República?
–Vuelvo y repito, no estoy autorizado para dar declaraciones en medios de comunicación. Cualquier circunstancia o duda que tengan, diríjanse al mando superior.
No había nada más que preguntar, hasta ahí llegó la labor humanitaria y periodística. Descendimos finalmente rumbo a El Playón, donde nos cruzamos de nuevo con la comitiva que conmemoraba la muerte de Janier. Se disponían a volver a sus casas después de haberle dado el adiós en la otra orilla.
Entre la ebriedad y el dolor nos encontramos a su hermano, Segundo Cortés. Intentó hablarnos: “Qué se va hacer, pues. Yo cuando llegué ahí donde estaba mi hermano lo agarré para echármelo al hombro. Ahí me lo quitaron. Muy duro, para qué, es duro pana”, alcanzó a decirnos antes de quebrarse.
Un amigo de Segundo, notablemente ebrio, dijo entre lágrimas y palabras amontonadas: “El culpable, en este momento, es Santos y la población armada que está en el territorio”.
7:40 p.m. La resaca de la guerra contra las drogas
Nos tomó cerca de media hora tomar un bus que nos llevara de vuelta a Tumaco. Mateo y yo apenas nos mirábamos como intentando digerir lo que acabábamos de presenciar hacía unas horas.
Mientras regresábamos, recuerdo pensar en si era posible encontrar alguna solución a todos esos problemas que había visto a lo largo del viaje. La guerra contra las drogas no es un asunto menor. Es un conflicto que atraviesa el planeta entero dejando plata para algunos y muertos para otros: campesinos, traficantes, expendedores y consumidores. Una guerra sin sentido, donde cada que le cortan la cabeza a un cartel, aparecen dos por la cola. Y esto, sin ahondar en la corrupción política que ha producido el narcotráfico en los últimas años.
A cada persona con la que hablé en este viaje le pedí pensar en una posible solución al problema de drogas. Me sorprendió que campesinos y líderes tuviesen tantas claridades sobre el asunto, cuando el gobierno colombiano presionado por Estados Unidos sólo se ha dedicado a reproducir década tras década la misma fórmula infructuosa: guerra.
José, el campesino que me abrió las puertas de su finca para mostrarme el proceso de elaboración de pasta base, me explicó claramente que de ser legalizada la hoja de coca y regulada su producción, como cualquier producto agrícola, perdería precio. Y me acordé también de varias de sus frases: “Acá es donde nos queda el desastre. Acá es el sufrimiento y allá es el consumo. Para la opinión pública uno es un delincuente, cuando uno está luchando por sobrevivir”.
También vinieron a mi mente las palabras de Célimo, el líder de Recompas, quien aún estando en un bando distinto al de los campesinos colonos que señala de invadir sus territorio afro, opinaba algo similar: “mientras no tengamos la capacidad de mirar los cultivos de manera distinta, no como un elemento de guerra, no habrá solución a la vista”. Él me puso un ejemplo: hace 35 años, Tumaco era un gran productor de marihuana, pero cuando los precios internacionales cayeron por la sobreproducción, el frente Pedro Martínez de las Farc dejó de exportarla. Ahí fue cuando la gente se salió del negocio de la marihuana, porque era más costoso producirla que venderla.
“Desde mi punto de vista, el tema de la coca lo tenemos que atender como un tema de salud pública”, me dijo finalmente. “Y no sólo de los colombianos, sino del planeta tierra. Le he dicho al presidente muchas veces que la mata no es más que una mata y sola no tiene ningún efecto, no hace ningún daño. Lo que sí causa daño es el manejo que los seres humanos le damos. La guerra no es contra la mata, el tratamiento debe ser con el hombre, con el individuo que la produce”.
Esa noche, cuando ya estuvimos de vuelta en Tumaco, Mateo y yo caminábamos por las calles vacías. Decidimos echarnos un ‘bareto’, para distendernos de la jornada. Nos sorprendieron varios policías atraídos por el olor. Alcanzamos a tirarlo, a borrar la evidencia, aunque el tufo nos delató. En menos de tres minutos los policías intentaron darnos una clase magistral de lo que, para ellos, no era una actitud decente en dos sujetos que decían ser periodistas.
No pude más que pensar que quizá en unos años, mirando hacia atrás, tal vez hacia Tumaco y el lodazal de sangre que permitimos, nos demos cuenta de que el problema con las drogas ilícitas no era más que un dilema de orden moral. Y así, finalmente, podamos hacer un balance verdadero de todo lo que dejó esta guerra y, más aún, de todo lo que se llevó.
*Nombre cambiado por petición de la fuente.