El CNMH documentó en su nuevo informe 152 asesinatos de periodistas entre 1977 y 2015. A esa cifra se suma el caso de Flor Alba Núñez.
Orlando Sierra, cuando trabajaba en el periódico La Patria, decía que el gran mal que tiene Colombia es la imposibilidad de usar la única arma decente de confrontación que existe: la palabra. A Sierra lo mataron poco después, en 2002, y hoy es uno más en la lista de los 153 periodistas que han sido asesinados en el país desde 1977.
El Centro Nacional de Memoria Histórica lanzó un nuevo informe llamado “La palabra y el silencio: la violencia contra periodistas en Colombia (1997-2015)”. La investigación documenta 38 años de coacción, amenaza y muerte, desde que el 11 de diciembre de 1977 mataron a Carlos Ramírez, director y dueño de Radio Guaymaral, hasta que el 15 de febrero de este año mataron a Luis Peralta, periodista de Linda Stereo. Después de terminar el informe asesinaron a una más, Flor Alba Núñez, de La Preferida Stereo, que pasó a ser la número 153.
¿Por qué callar a un periodista?
Una de las conclusiones más fuertes del informe, que ya se podía inferir del recuento de asesinatos que tiene la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), es que los más golpeados son los medios pequeños. 112 de los casos documentados corresponden a periódicos regionales, a radios comunitarias, a medios pequeños, de pocos periodistas, que trabajaban con las uñas para denunciar la corrupción y la violencia en sus regiones.
Esa cifra va de la mano con otra. No solo han sido asesinados periodistas rasos: 49 directivos de medios, casi una tercera parte del total, cayeron en las garras de la violencia. De hecho, la Flip, apoyada por los relatos del libro La censura del fuego, recuerda que más de veinte medios de comunicación han desaparecido tras el asesinato de uno o varios de sus periodistas.
A pesar de que el mayor número de asesinatos ha sido en las tres capitales principales (Bogotá, Medellín y Cali), la tendencia a violentar el periodismo en las regiones ha sido marcada. Esa dinámica responde al desarrollo del conflicto mismo. Las causas, según el informe, son “la presencia territorial de las guerrillas, la embestida paramilitar, las rutas del narcotráfico, las tensiones alrededor de la posesión de la tierra y los flujos colonizadores”.
Los actores han sido varios y han cambiado a través de los años. El informe describe cómo en los 70, antes de empezar el conteo de periodistas asesinados, la tensión iba creciendo. Por esa época, las fuerzas militares estaban “adoctrinadas en el anticomunismo de la Escuela de las Américas”, y esa ideología se trasladaba también a muchos dirigentes y ciudadanos, que desdeñaban de la libertad de expresión cuando venía de la izquierda.
Sobre esa base, ya se veía venir lo que seguía para el país. “Estaban las drogas —las guerras de la marimba— en el norte del país, la corrupción administrativa concentrada en determinadas instituciones y promovida por autoridades y funcionarios locales, la participación de la policía en alguno de los crímenes y las acciones de la guerrilla en contra de la libertad de información”.
Luego vino el narcotráfico, que encontró en el periodismo un poder y un enemigo. Cuando los medios empezaron a denunciar la emergencia del negocio de las drogas, que ya venía de antes pero con menos visibilidad, el narcotráfico, como organización criminal, sentía el peligro que le generaba la exposición de sus delitos, de sus estructuras, de sus maneras de operar. Además, sabían el poder que tenían los medios para pesar a favor de sus exigencias políticas (la no extradición, por ejemplo).
La violencia contra periodistas no se quedó en Medellín y Cali, donde había carteles, sino que se regó por todo el país. Subió hasta la Costa y bajó hasta la Amazonía. “Y poco a poco —dice la investigación—, a la deriva del mismo conflicto interno, la estrategia violenta de los grupos de narcotraficantes contra periodistas se fue encontrando con el pavoroso ascenso del poderío paramilitar”.
La violencia paramilitar se valía del miedo para seguir creciendo y los medios de comunicación eran el canal perfecto para propagarlo. Por un lado, buscaban enviar mensajes efectivos que estimularan el miedo, y, por otro lado, metían presión para que los medios hablaran de formas muy específicas sobre ellos y sobre la guerrilla, su mayor enemigo. Entre los casos en que se logró identificar al victimario, los paramilitares son los mayores responsables, con 22 asesinatos, que podrían ser seis más si se cuentan los cometidos por bandas criminales.
La guerrilla, por su parte, fue transversal a la aparición de los carteles de drogas y el paramilitarismo. Aunque el número de asesinatos de periodistas cometidos por las guerrillas fue menor que el de los paramilitares, en el informe también se evidencia una violencia sistemática para callar a la prensa. Aparte de los asesinatos, el repertorio para manejar o coaccionar al periodismo consta de amenazas, secuestros y atentados.
La estrategia de la guerrilla en términos de comunicación, dice la investigación, es más ideologizada: parte de la base de que “la gran prensa”, como la han llamado, sirve a los intereses de dominación de los grupos hegemónicos. Por otro lado, está también el interés en el poder que pueden tener los medios en términos de propaganda, si llegan a dominarlos y a influir sobre los contenidos.
Sobre la violencia por parte del Estado, que también atravesó y se mezcló con la de los otros actores, el informe deja claro que, en ese caso, no se puede entender Estado como una sola institución, como un todo. Cuando se habla de violencia contra periodistas en este sentido, normalmente tiene que ver con representantes de instituciones del Estado que, abusando de su poder, y muchas veces en alianza con grupos ilegales, perpetraron crímenes contra la libertad de prensa. La razón es transparente: a los candidatos, a los dirigentes, a los funcionarios no les gusta cuando los medios denuncian sus alianzas, sus gastos irregulares o su ineptitud, y algunos deciden frenarlo por las malas.
Con esas fuerzas en juego, la violencia contra el periodismo se abrió paso por todo el país, con un enorme peso en las regiones, donde la institucionalidad era débil y el miedo en medio del conflicto permitía hacer callar con facilidad. A partir del crecimiento y la cobertura del conflicto, una de las características de la violencia contra periodistas es que, concentrada inicialmente en las pretensiones y los modos de actuar de un determinado actor criminal, se fue mezclando con otros actores, otras estrategias y extendiéndose a otras zonas del país.
La pelea contra la impunidad
“En Colombia seguimos sin saber quién manda silenciar a nuestros periodistas”, dice la frase que abre el capítulo sobre impunidad en el informe. La tasa de impunidad en crímenes contra periodistas es tan alta que mereció un capítulo aparte. Casi la mitad de los casos han prescrito y la mayoría de los demás están quietos hace rato, sin que se sepa mayor cosa de los autores materiales e intelectuales.
En los últimos 35 años, dice en el informe, basado en datos de la Fiscalía y la Flip, la poca justicia que ha llegado lo ha hecho contra los autores materiales. Normalmente cogen al sicario, pero los autores intelectuales, teniendo en cuenta que el asesinato de un periodista suele obedecer a motivos mucho más grandes que los de un pistolero, rara vez fueron condenados. Apenas ha pasado cuatro veces: se condenó a Carlos Castaño por la muerte de Jaime Garzón; a Julio César Ardila, exalcalde de Barrancabermeja, por la de José Emeterio Rivas; a Jorge Luis Alfonso, exalcalde de Magangué e hijo de alias “La Gata”, por la muerte de Rafael Prins Velázquez, y al excongresista Ferney Tapasco por el asesinato de Orlando Sierra.
La causa más evidente de la impunidad la expone el informe: “El Estado no investiga, no condena, no reafirma los límites de lo que debe ser y lo que no, y así lo indeseable, como la violencia, nunca queda atrás: o se entroniza o reaparece cuando le viene en gana”. Si bien en la última década los asesinatos de periodistas han disminuido, parece que el miedo sigue latente. La investigación llama la atención sobre el aumento del número de amenazas y una sospecha sobre los índices de autocensura. Actualmente, según la Flip, más de cien periodistas se encuentran amenazados en todo el país.
Con ese panorama en frente, hay que resaltar que, ante el miedo, la acción de las organizaciones sociales y los colectivos de periodistas ha sido destacable. En un escenario de guerra y con el viento en contra se han fortalecido muchas instituciones que velan por los derechos del gremio y constantemente denuncian los abusos: la Flip, Medios para la Paz y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano son algunas. Ha habido avances y Colombia ya no es, como lo fue hace varios años, el país más peligroso del mundo para ejercer el oficio. Pero todavía está lejos de ser ejemplar.