Los niños que se mueren en la selva (segunda parte) | ¡PACIFISTA!
Los niños que se mueren en la selva (segunda parte)
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Los niños que se mueren en la selva (segunda parte)

Juan David Ortíz Franco - marzo 25, 2015

Después de permanecer varios meses como desplazados en Bogotá, un grupo de indígenas creyó las promesas del Gobierno, retornó a su comunidad en el Chocó e intentó rehacer sus vidas. Quince meses después, ¡PACIFISTA! los visitó en su territorio y la decepción fue total. Última entrega.

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Por: Felipe Motoa

Aquí la primera parte de este reportaje.

A Juan Carlos Murillo lo encontré en Santa Cecilia. Vivió tres años en Bogotá como desplazado. Huyó en 2011 por amenazas de muerte de la guerrilla del ELN. En 2009 cinco hombres con fusil ingresaron a su vivienda y preguntaron por él. Se salvó porque estaba en otra comunidad.

Regresó al cabildo de Paságueda (seis horas más allá de Aguasal) en 2013, tras liderar el proceso de retorno desde la capital colombiana.

“En Paságueda la entrega de proyectos productivos ha sido parcial. Tenía que empezar seis meses después del retorno (que se dio en diciembre de 2013) y apenas en diciembre de 2014 nos entregaron mulas, mallas, cuido, cal, miel para las mulas, semillas de yuca, plátano y maíz. Están pendientes de entregar las semillas de caña, cacao y cebolla”, dijo Murillo.

También hay preocupación por el deterioro del servicio de salud. Cuando permanecieron desplazados en Bogotá, las autoridades los afiliaron a la EPS Salud Capital, pero desde el retorno no se ha hecho el traslado a la EPS Barrios Unidos de Chocó. Al contactar con la Secretaría de Salud del Chocó, se excusaron diciendo que tratan de hacer brigadas y atender a la población, pero que debe entenderse que es un territorio de difícil acceso.

El resguardo fue constituido en 1979 y es un corredor estratégico porque limitan tres departamentos: Antioquia, Risaralda y Chocó. Desde Aguasal, a seis horas del corregimiento de Santa Cecilia, se camina un día hacia el norte hasta El Carmen de Atrato (municipio chocoano); y dos días se requieren para salir a Andes (municipio antioqueño) por el oriente. El territorio es parte de Bagadó, Chocó. Hay minas de aluminio, hierro, sal y carbón. Posee reservas de oro y platino. Es un territorio codiciado por las multinacionales como AngloGold Ashanti, Costa S.O.M., AngloGold American, Continental Gold Limited, Negocios Mineros S.A., entre otras a las que desde 2008 el Gobierno Nacional les concedió títulos mineros sobre terrenos adscritos al resguardo: 31 mil hectáreas relacionadas. Para los grupos armados es un objetivo ganar el control de los yacimientos.

En el caso de la alimentación de los retornados al Alto Andágueda, La Unidad de Víctimas la asumió el año pasado. Sin embargo, debían recoger los mercados en Agüita vereda a la que solo se accede en motocarro. Es el sitio de llegada y salida de los caminantes pero implica dos días para ir y volver.

“Pedimos saneamiento básico, agua potable con acueducto, alcantarillado y conexión eléctrica”, dijo Juan Carlos. Pero ninguna de estas se ha hecho realidad, lo que explica, por un lado, las mortales diarreas que acechan a la población.

PACIFISTA se comunicó por teléfono y a través de correo electrónico con Betty Eugenia Moreno, directora seccional de la Unidad de Víctimas – Chocó para confrontar las quejas de los indígenas. Sin embargo, luego de recibir un cuestionario con las inquietudes, no obtuvimos respuestas.

Juan Carlos Murillo es líder en el cabildo de Paságueda. Fue desplazado en 2011.

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Tres zonas conforman las 50 mil hectáreas del Resguardo. Cada zona se divide en cabildos, que son pueblos-aldeas con gobierno propio o Consejo del Cabildo. Según datos del Gobierno (2012), la población estimada es de 7 mil 270 personas. La autoridad en el cabildo está en el gobernador, que es acompañado por un secretario, un fiscal y los guardias indígenas.

Conondo es el cabildo más grande del resguardo y fue el más golpeado por el desplazamiento. Varios habitantes, consultados por PACIFISTA, recuerdan la tarde del 12 de marzo de 2006. Una tropa del Batallón Alfonso Manosalva (Brigada IV del Ejército) se topó con milicianos del Frente 35 de las Farc. Sobraron disparos por encima de la gente. Once indígenas heridos. Un niño muerto. Otro Más.

“Una bala de fusil me entró por el recto y se me quedó en la pelvis”, dijo Avelino Arce, de 40 años, uno de los heridos. “Yo estaba sentado allí abajito con mi familia. Pasó un ilegal, al momentico el Ejército y entonces dispararon. Se escuchaban como bombas. Me entró una bala en la nalga”.

El niño muerto se llamaba Willington Vitucay Arce. Nadie lo olvida. Su recuerdo es la imagen viva de la guerra en el resguardo. Tenía 11 años y ayudaba a organizar las mulas. “Los indígenas del Chocó hemos pagado una cuota muy alta en el conflicto, con vidas. No porque hayamos sido parte de él, sino como víctimas”, había dicho Hélfer Andrade, presidente de la Asociación de Cabildos Indígenas del Chocó (Orewa), días antes en Santa Cecilia, último corregimiento de Pueblo Rico (Risaralda).

Pero la problemática de la niñez se extiende también a la educación: “Hay 240 alumnos en la escuela y siete profesores. Yo soy profesor de quinto”, dijo Orlando Queragama, arropado con la camiseta de la Selección Colombia de fútbol; y agregó: “Pero pasa que acá no hay escuela ni material didáctico. No hay nada, ni siquiera tablero. Trabajamos en las casas de familia. No aprenden porque hay otros pequeñitos que vienen a molestarlos y cuando las mujeres hacen comida en el fogón de leña (todos los días), el humo afecta a los niños y por eso a veces no vienen a estudiar”. Dictar clase en el resguardo es la excepción.

El año pasado, el Gobierno regaló alimentos mensuales para los menores: 15 arrobas de arroz, 2 libras de sal, medio bulto de papa, 10 libras de cebolla, 2 libras de tomate, 2 cartones de aceite, 20 libras de carne y 20 libras de pescado. Todo se repartía entre 240 alumnos. “Un niño se enamora del colegio si están dando comida”, dijo el profesor.

Pero el tema no es solo de alimentos. Los profesores se quejan porque no tienen herramientas pedagógicas para entretenernlos o para enseñarles didacticamente el abecedario, los números, las historias de sus ancestros. Además, hay cursos de hasta 50 alumnos que no caben en la escuela: “Me toca llevarlos al patio de mi casa, donde está mi familia pero es duro porque hace mucho calor y los niños hacen sus necesidades en el piso”, relató la profesora, Mariela Queragama.

Como si fuera poco, estudian en un campo minado. En septiembre pasado, un menor de 16 años pisó una mina antipersonal mientras cazaba con su perro en el sector de Piedra Honda, en el mismo resguardo. Sobrevivió pero perdió una de sus piernas. Hoy se recupera en Medellín mientras su familia lo espera en el Alto Andágueda preocupada porque no tienen una vivienda digna para vivir con sus hijos. “El Gobierno se había comprometido a construir varias casas, pero hasta ahora nada”, dijo uno de los líderes.

“Mi casa quedó abandonada desde que me fui en 2008, ahora está caída. No hay trabajo para volver a hacerla y los hijos me dicen “papá queremos casa”, dijo Fernando Manugama, a quien le toca compartir techo con una familia receptora.

“Nos preocupa la vivienda porque los retornados no tienen casa propia para vivir con sus hijos. Solo se construyó un albergue (el kiosko social) en Conondo. La mayoría en zona 2 no tiene albergue ni casa. El Gobierno se había comprometido a construir viviendas, pero hasta ahora nada”, dijo, Juan Carlos Murillo, líder de Paságueda.

“Si el Gobierno no cumple con la totalidad de lo que ha prometido, la gente puede terminar nuevamente desplazada. Es una zona de difícil acceso y no hay programas eficientes que garanticen el desarrollo”, dijo, a manera de advertencia, Hélfer Andrade.

Zona guerrillera

El últmo episodio relacionado al conflicto armado ocurrió hace dos meses. Soldados del Ejército Nacional levantaron un campamento cerca al puente de Conondo. Se bañaron en el río y dejaron las armas en el borde del cauce mientras un sargento las cuidaba.

Ese mismo día, desde Conondo salió la guardia indígena hacia las Brisas. Adultos, mujeres y niños iban y transitaban por la ruta. Dos hombres, de aspecto indígena, caminaban cerca de la guardia. Se acercaron al puente donde estaban los soldados, tomaron una de las armas (una ametralladora M-60) y corrieron en desbandada. El Sargento se percató del robo y les apuntó con su fusil. Un miembro de la Guardia Indígena, testigo de la escena, se le paró al frente e impidió que disparara. El militar lo acusó de complicidad en el robo pero los indígenas se defienden diciendo que evitaron una tragedia, pues los ladrones se camuflaron entre la comunidad que caminaba por la zona.

“Los dos que se robaron el arma eran indígenas, pero no son de la comunidad sino de grupos armados. Los indígenas que hacen parte de grupos armados, dejan de pertenecer a la comunidad, son expulsados”, explicó el gobernador de Conondo, Cristóbal Sintuá, y agregó: “Si el arma estuviera en la comunidad, la Guardia Indígena la hubiera recuperado para entregarla al Ejército y habría castigado a los miembros involucrados. Pero al tratarse de grupos armados, la comunidad no puede asumir esa responsabilidad. Y no nos pueden tratar como si la comunidad fuera de guerrilleros”.

Debido al incidente, todos los cabildos de la zona se reunieron el 16 de enero: “Ahora las instituciones que trabajan en el retorno dicen que si el arma no aparece, van a suspender los proyectos y nuestro temor es que si eso pasa, la gente puede terminar otra vez desplazada” dijo el Gobernador. Sin embargo, quince días después, se vieron con representantes de las instituciones implicadas en el proceso de retorno (Unidad de Víctimas y el DPS). En el encuentro elevaron su alerta ante las amenazas de cancelación de ayudas. Por fortuna, explicaron los Embera, esas instituciones desvirtuaron cualquier suspensión del plan de asistencia. Al día de hoy, la presión de los militares también disminuyó.

No obstante los acercamiento, Juan Carlos Murillo, líder de Paságueda, comentó su temor por la situación: “Para nosotros sería bueno que hicieran la paz en La Habana porque se acabaría la violencia en el territorio y estaríamos tranquilos en el campo. Pero lo que yo veo es que no se va a hacer la paz, porque las FARC siguen matando gente en otros departamentos. Ya entendemos que para todos ellos la guerra es un negocio”.

En Alto Andágueda esperan que el Gobierno cumpla a cabalidad con los compromisos que tiene con las víctimas del conflicto armado.