OPINIÓN La política pública no puede continuar construyéndose de espaldas a quienes ocupan zonas grises de la economía de las drogas.
Columnista: Marcela Tovar Thomas*
Colombia, en materia de política de drogas, no es la misma de hace ocho años. A pesar de una visible incapacidad del presidente Juan Manuel Santos de traducir sus discursos progresistas a nivel internacional en políticas domésticas, se siente un ambiente diferente. Apuestas del Gobierno, de las administraciones locales y aquellas provenientes de la sociedad, han permitido que la discusión se haga, al menos, en términos de reformas y cambios.
Hoy en Colombia es casi que políticamente incorrecto defender una guerra que ha causado más muertes que las sustancias mismas. A nivel general, se ha reconocido el consumo como un tema de salud y no criminal. Adicionalmente, el contexto de los acuerdos de paz con las Farc ha servido para posicionar a los cultivadores como actores relevantes de la transición entre el conflicto y la paz, que necesita, entre otras cosas, un cambio en la política de drogas.
Desde hace años se viene posicionando un mensaje entre los usuarios de drogas para exigir políticas de reducción de daños: “Nada sobre nosotros, sin nosotros”. Y hoy esa frase parece trasladarse hacia los cultivadores que exigen ser tenidos en cuenta en la elaboración de las políticas dirigidas hacia ellos. Está claro, pues asistimos al incremento de la movilización social y de expresiones como la constituyente cocalera que se celebró hace pocos meses en el sur del país.
Pero este ambiente de cambios y discusiones ha dejado en un lugar marginal –muy marginal- a un grupo clave en todo este entramado: los jóvenes urbanos que no entran ni en la categoría de consumidores, ni en la de grandes traficantes; están en una zona gris en medio de la economía de las drogas.
No hacen parte de grandes bandas ni se quedan con la mayor parte de las ganancias del comercio de drogas, pero trafican en pequeñas cantidades y ejercen cierto control de territorio a través de violencia y otras estrategias. Son por lo general consumidores de droga y no encuentran un Estado que pueda dar respuesta a sus problemáticas, viven en los bordes, trabajan en algunas cosas, han sido expulsados del sistema educativo, muchos han pasado por el sistema de responsabilidad penal adolescente. Tienen armas, hijos, familias. Pero también son jóvenes, escuchan música, construyen, hacen proyectos y ni siquiera son mencionados en los debates sobre reforma. Como delincuentes que son, porque nadie niega que cometan delitos, se les aplica todo el peso de la ley adentrándolos en el laberinto sin salida del sistema penal que los condena de por vida.
Un escenario de posconflicto, que intenta poner a rodar una política de drogas distinta, no debe ni puede pasar por alto la necesidad encontrar una fórmula de justicia alternativa para este eslabón de la cadena del narcotráfico. Estos jóvenes son, por decirlo de alguna manera, el correlato del cultivador en las urbes: son a quienes la ley más fuerte castiga y quienes menos beneficios tienen de estar dentro de ese entramado; se ven abocados a unas condiciones de vida dictaminadas por sus entornos. No atender de manera creativa y humana este grupo poblacional, no elaborar políticas construidas desde ellos mismos y que los empodere como sujetos políticos, es construir una paz incompleta.
Existen propuestas que se han explorado desde lo comunitario. Espacios de educación popular como el ICES en Ciudad Bolívar, o estrategias como los centros de escucha en Cali y Bogotá, que han logrado crear dispositivos comunitarios capaces de contener a los jóvenes, no encerrados en una burbuja, sino todo lo contrario, dentro de redes que impiden que el sistema penal y estructuras de narcotráfico los absorban.
También desde lo institucional se han implementado programas que aún no han logrado madurar y mostrar resultados concretos, pero que al menos han sido intentos por crear estrategias alternativas re-vinculando a estos jóvenes a procesos educativos; dándoles un mínimo de subsistencia y generando competencias en oficios que no pretendan desconocer sus necesidades de consumos culturales, vida digna y vínculos con las artes.
La política pública de drogas no puede continuar construyéndose a partir del desconocimiento de los contextos propios de cada uno de estos individuos y de sus redes –o falta de redes-. No puede seguir imponiendo como única estrategia en el ámbito del consumo la abstinencia y el encierro. No puede seguir extrayéndolos del ámbito social y servicios con los que cuentan, sin dar solución al problema de base que los empuja a unas búsquedas que incluso sobrepasan el sentido de la autoprotección. Al contrario, reducir las barreras de entrada a servicios sociales es lo que permite que no terminemos por fortalecer las únicas redes que los soportan, las del narcotráfico y la violencia que, al final, les dan sentido a sus vidas.
Las comunidades en varios lugares se han organizado para dar sentido a la vida de los jóvenes, pertenencia. Fortalecer estas redes comunitarias es tener una perspectiva más amplia de lo “público”: lo que es de todos, la comunidad. El Estado no tiene que entrar a inventarse nada, sino a fortalecer, acompañar, medir y re-direccionar lo que la gente ha creado. La paz no será sostenible ni viable mientras nuestros jóvenes no tengan opciones de restituirle a la sociedad el daño causado a través del reconocimiento de su condición y de su humanidad misma. Eso los empoderará como sujetos políticos. Para esos jóvenes también digo: “nada sobre nosotros, sin nosotros”.
*Centro de Pensamiento y Acción para la Transición (CPAT)