OPINIÓN Es ahora, cuando debemos gritar en las calles que no estamos dispuestos a dejarnos secuestrar por el miedo de las amenazas.
Columnista: Andrei Gómez-Suárez*
El triunfo del No en el plebiscito abrió la posibilidad para que personas que habían estado al margen de los desarrollos del proceso de paz se apropiaran del acuerdo, y exigieran una solución pronta para empezar la implementación de las reformas y los mecanismos acordados por el Gobierno y las Farc para poner fin al conflicto armado. Un alimento para la esperanza de un futuro mejor.
Sin embargo, el triunfo del No ha tenido una consecuencia negativa que no debe ignorarse. Ha dado pie para que actores y sectores radicales, que siguen dispuestos a utilizar la violencia como forma de intimidar a quienes claman por un cambio, intensifiquen sus amenazas contra personas que lideran iniciativas de paz a lo largo y ancho de Colombia. Su objetivo no es sólo intimidar a los líderes sino, también, atemorizar a todos los ciudadanos, para que no se involucren en la construcción de paz.
La sociedad colombiana no puede ser apática a esta situación. El costo de la indiferencia frente a las amenazas que empezaron a circular en 1985 contra la Unión Patriótica ha sido muy alto: miles de líderes asesinados en un genocidio, que hoy –a pesar que el presidente Santos ha reconocido la responsabilidad de agentes del Estado por acción y por omisión– no ha sido esclarecido. Una generación entera que creyó en la paz fue exterminada y acallada hiriendo profundamente nuestra democracia.
Sólo hoy, 30 años después, empieza la sociedad a recuperarse de la desazón y desconfianza que quedó al no haber actuado a tiempo para evitar las masacres, los asesinatos selectivos, el desplazamiento forzado, la tortura o la desaparición forzada de hombres y mujeres que creyeron en la paz.
Debemos unirnos todos exigiendo No Más Amenazas. Los ciudadanos debemos fortalecer la democracia gritando en todas las calles de Colombia que no estamos dispuestos a seguir permitiendo que intimiden a las personas por pensar distinto.
Las amenazas contribuyen a la privatización de la seguridad. Nuestros impuestos se invierten en grandes esquemas de seguridad para contrarrestar las amenazas de muerte a senadores como Iván Cepeda y Álvaro Uribe. Tristemente en Colombia, debido a estas amenazas, la Fuerza Pública dedica gran parte de sus recursos a cuidar a individuos y no a velar por el bien de todos los ciudadanos como lo exige la constitución. Sólo hay que caminar por las calles de Rosales, donde viven muchos políticos en Bogotá, para darse cuenta.
Es imposible ofrecer grandes esquemas de seguridad a todos los amenazados. Por eso muchos líderes caen asesinados impunemente en este país. En las regiones dichos esquemas se reducen en su mayoría a un chaleco antibalas y un botón de seguridad. Por eso, los líderes y sus familiares viven constantemente atemorizados, sintiendo la muerte a cada momento, y en algunos casos resuelven que sólo el exilio les puede devolver la tranquilidad de caminar libremente por las calles y los campos.
La solución a las amenazas no es invertir aún más recursos en guardaespaldas, todo lo contrario, es el resultado de múltiples acciones y procesos que instalen en la estructura mental de la sociedad colombiana el respeto por el otro.
Entre los procesos de largo plazo, los cambios deben venir, como lo ha expresado en sus columnas de Revista Semana Julián de Zubiría, desde la educación de nuestros niños. Sin embargo, en este momento de efervescencia de la movilización social es necesario dejar en las calles un precedente de unidad en el que todos, todas las personas que vivimos en este país, exijamos que cesen las amenazas; exijamos respeto por los que piensan distinto, para que el nivel de conflictividad social se mida en la intensidad del debate y no en estadísticas de personas asesinadas.
Es nuestro deber como sociedad asegurar que los aspectos negativos que han resultado del triunfo del No se modifiquen y se sincronicen con los procesos positivos que han surgido. No podemos permitir que las amenazas contra la Mesa Departamental de Víctimas del Quindío y del Valle del Cauca, que se han intensificado desde el 3 de octubre de 2016, o las recientes amenazas contra el Campamento por la Paz en Bogotá, queden ocultas tras un manto de silencio. Callar en este momento podría resultar fatal.
Es hoy, es ahora, cuando debemos gritar en las calles que no estamos dispuestos a dejarnos secuestrar por el miedo de las amenazas de quienes no han asumido el principio básico del respeto por el otro. No podemos volver a cometer el error de ser indiferentes, no podemos permitir que nuestros hijos tengan que reunirse en el 2046 a marchar como lo hicieron el 20 de octubre de 2016 las víctimas de la Unión Patriótica, para exigir la verdad y no repetición de un genocidio que pudo haber sido evitado por todos nosotros.
*Profesor y Consultor en Justicia Transicional y miembro de Rodeemos el Diálogo
@AndGomezSuarez