Estos grupos implican un gran desafío para el posconflicto. Así lo documentaron León Valencia y Ariel Ávila en su último libro.
Por: María Camila Rincón
Si quedaba alguna duda sobre el poder que han acumulado las bandas criminales, el paro armado de Los Urabeños, a principios de abril, la disipó. Este grupo desplegó acciones violentas e intimidaciones en por lo menos 35 municipios del país. Una prueba del fortalecimiento que ostentan estas estructuras y que se viene advirtiendo desde que los paramilitares se desmovilizaron, hace casi una década.
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Pero más allá de la polémica por este episodio -y , por supuesto, de la preocupación por la desprotección de las comunidades que no tuvieron de otra sino obedecer-, queda claro que Los Urabeños revelaron sus cartas y que le enrostraron al Gobierno que tienen cómo dominar territorios. Una inquietante jugada para el futuro: un dolor de cabeza para el posconflicto.
Y a eso apunta, justamente, el análisis que los investigadores León Valencia y Ariel Ávila hacen de las bandas criminales en su libro más reciente, “Los retos del posconflicto: justicia, seguridad y mercados ilegales”, que se lanzó el pasado 22 de abril. La radiografía que pretende ser el capítulo dedicado a estas estructuras atraviesa su historia, la presencia territorial que han forjado, el análisis de sus múltiples negocios y la influencia política y social que ostentan.
El crecimiento que han tenido las bacrim en los últimos ocho años sorprende. Mientras en 2008 se conocían 32 estructuras con presencia en 23 departamentos, en 2015, la Fundación Paz & Reconciliación ha detectado actividades de estas fuerzas en 275 municipios de 27 departamentos. Los autores calculan que actualmente operan cerca de 90 organizaciones de este tipo que cada vez suman más hombres a sus filas.
La entrevista con “una persona ligada de mucho tiempo atrás a las Autodefensas y conocedora de primera mano de Los Urabeños”, mencionada en el libro, reporta que la banda tendría “50 comandantes vinculados de manera estrecha con Dairo Usuga, alias “Otoniel””. No solo eso: además habría “2.900 integrantes, que componen la fuerza directa y propia de Los Urabeños y luego nexos y alianzas con diversos grupos que pueden tener 12.000 integrantes”.
Por eso, no es difícil llegar a la conclusión de que “el número y la extensión de las bandas criminales exceden bastante los cálculos que tiene la Fuerza Pública, que registra unos 4.900 miembros en estas organizaciones”. Para entender este acelerado crecimiento y las lógicas que lo han guiado, los autores insisten en que es necesario dejar de considerarlos únicamente narcotraficantes o herederos de los paramilitares.
Si bien buena parte de las bacrim se nutrieron de los mandos medios y reductos que dejó la desmovilización parcial de las Autodefensas Unidas de Colombia, su entramado es bastante complejo. Hay diferencias con sus antecesores. No es una sorpresa que lleven la bandera de las amenazas y los asesinatos a líderes de restitución de tierras, defensores de derechos humanos y promotores de las negociaciones de paz. Pero, “ahora solamente, en ocasiones, apelan a un discurso antisubversivo y en algunas zonas son evidentes las alianzas con las Farc y el ELN”, reporta la investigación.
Del mismo modo, sus rentas van más allá del narcotráfico: también participan en la minería ilegal, el contrabando de diversos productos, la trata de personas, la extorsión y el robo de celulares. Sin mencionar que “ampliaron sus alianzas con los carteles mejicanos de las drogas y migraron hacia al sur del continente, participando en redes criminales tanto en la Zona Andina como en Brasil y Argentina”.
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Entonces, según el análisis, reducirlos al “rol exclusivo de narcotraficantes” ha limitado “las estrategias para buscar el desmonte de estos grupos”. Además porque ostentan “relaciones con sectores políticos y empresariales y con miembros de la Fuerza Pública a los más altos niveles”. Por eso, no se puede perder de vista la máxima que los autores plantean desde la introducción: “el tamaño del posconflicto tiene que ver con la visión que tengamos del conflicto”.
En este sentido, Ariel Ávila le explicó a ¡Pacifista! que “la estrategia del Estado se ha basado en darle golpes a los grandes jefes y mejorar las incautaciones. Cayó alias “Sebastián”, alias “Valenciano”, “El Loco” Barrera, pero el fenómeno de las bacrim no ha mejorado”. Entonces, añadió, el asunto está en analizar los mercados sobre los que se sostienen y pensar en una estrategia adicional. “El país tiene que hablar de sometimiento. Es decir, hay que darles duro y abrir la puerta de un proyecto de sometimiento a la justicia”, concluyó.
¿Dónde están?
El reporte afirma que las bacrim surgieron en los territorios donde los paramilitares dejaron las armas. Sin embargo, desde 2008 han mostrado un interés especial por los centros urbanos. Estrategia que se debe al microtráfico y otros mercados ilegales, que hacen atractivas a las ciudades.
Si bien, como lo indican los autores, al principio estas organizaciones se contienen para evitar las oleadas de violencia, con el tiempo “se registran más episodios violentos ligados a estas organizaciones”. En Bogotá, durante 2014, “se contaron 215 casos de homicidio por sicariato. La situación dista mucho de lo que aconteció en Medellín y Cali, pero es bastante preocupante por la resonancia nacional e internacional que puede tener un crecimiento inusitado de la disputa mafiosa en la ciudad capital”.
Las bacrim también se han preocupado por los puertos y fronteras “en esta nueva etapa de vinculación a mafias transnacionales”. Las investigación pone la lupa en seis lugares de enlace: Buenaventura, Tumaco, Urabá; la frontera con Venezuela en La Guajira, la región del Catatumbo y Vichada; y el Putumayo hacia el sur.
De hecho, en Buenaventura se libró una encarnada disputa entre las bandas de La Empresa y Los Urabeños, que “dejó decenas de muertos y una tragedia espantosa”. Fue en ese contexto cuando aparecieron las “casas de pique”. Para finales de 2014, Los Urabeños “lograron establecer presencia en ocho de las doce comunas de la ciudad y La Empresa se había refugiado en cuatro”. El resultado de ese pulso terminó ubicando al puerto como la ciudad con la tasa más alta de homicidios.
Los negocios
En análisis de Ávila y Valencia reporta que en 2005 la economía del crimen organizado empezó a cambiar porque “cayó la hegemonía colombiana en el cultivo, el procesamiento y el tráfico de cocaína. Los cultivos de coca se redistribuyeron en Perú, Bolivia y Colombia”. Además se incrementó el consumo interno de las drogas ilícitas y el microtráfico y fue cuando se reestructuraron estas organizaciones en los centros urbanos. Contrario a lo que podría creerse, en las “ollas” no solo hay expendio de drogas sino también “control de otros negocios ilegales, especialmente la extorsión, el robo de celulares, el contrabando, el trasiego de autopartes”.
Según cálculos del informe, “los pequeños negocios, el transporte, todas las actividades económicas, en zonas populares de por lo menos 30 ciudades del país están obligados a pagar una cuota mínima para poder funcionar. Cobran hasta por permitir el paso de las personas de un barrio otro en algunos lugares de Medellín”.
La minería ilegal también tiene su parte. Explican los autores que cuando bajó la rentabilidad del tráfico de drogas hacia el exterior hubo un alza en la demanda del oro y, por ende, de su valor. Eso revivió el negocio del metal y, junto con las compañías extranjeras que ostentan títulos mineros, “se intensificó la explotación ilegal facilitada por una muy deficiente legislación y una precaria institucionalidad en el sector”. El análisis retoma una hipótesis que manejan los expertos: la principal fuente de financiación de estas organizaciones es la minería ilegal y no el narcotráfico.
Otro de los botines de estos grupos armados es el contrabando de gasolina desde Venezuela, que no se quedó únicamente en las ciudades fronterizas. Las investigaciones demuestran que “llegaba a Santa Marta y a ciudades del interior, especialmente a Medellín, atravesando varios departamentos, lo que implica una complicidad abierta de una red de miembros de la Fuerza Pública”. La cifra es más o menos un millón de barriles de gasolina que entra ilegalmente a Colombia.
¿Hijos de viejos señores?
Fue en 2007 cuando el nombre de bandas criminales salió a relucir en el país. El entonces presidente y hoy senador Álvaro Uribe acuñó esa denominación y aseguró que se trataba de “organizaciones delincuenciales dedicadas al narcotráfico y que nada tenían que ver con los antiguos paramilitares”. Intentaba asegurar que la negociación con las AUC había sido un éxito y, como lo describen Valencia y Ávila, “podíamos doblar la página del paramilitarismo en Colombia”. Sin embargo, y como lo demuestra el paso de los años, tanta belleza no era verdad.
Ya en ese momento, el exjefe paramilitar Iván Roberto Duque, alias “Ernesto Báez”, le advirtió al Comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo que buena parte de los paramilitares seguían haciendo de las suyas por fuera del proceso de Justicia y Paz. “Nadie como usted en el fondo sabe que las mal llamadas bandas emergentes no son más que grupos paramilitares reconstituidos por muchos de los grandes jefes que huyen prófugos del incumplimiento, de la burla y del sueño destruido de la paz”.
En palabras de los autores: Báez ponía el dedo en la llaga. Como si la historia se tratara de ciclos, del Cartel del Norte del Valle derivaron Los Machos y Los Rastrojos, con cierta “relación con las Autodefensas de Castaño”.
Entre 2007 y 2011, la Policía Nacional se dedicó a atacar a “Los Machos”, logrando la captura de sus principales jefes. “No obstante, al lado estaban Los Rastrojos que tomaron un vuelo inusitado”, registró la investigación. Bajo el liderazgo de los hermanos “Comba” la organización criminal extendió sus tentáculos. Eso, hasta que decidieron acorralarse entre ellos. Uno de los “Comba”, Javier Antonio Calle Serna, persiguió hasta Venezuela a Wilber Alirio Varela, alias “Jabón”, quien era el gran capo de Los Rastrojos. A la sombra de las disputas, Los Urabeños consolidaban su poder.
Llama la atención que dentro de estas estructuras las divisiones resultaran siendo determinantes. Si bien el reinado de Los Rastrojos caducó en 2011, “las bandas criminales con asiento en Antioquia, una vez culminada la desmovilización de las Autodefensas, se trenzaron en agudas confrontaciones”. Fue así cómo los herederos directos de Castaño se reorganizaron bajo el mando de Daniel Rendón Herrera, alias “Don Mario”, mientras que en Medellín permanece la Oficina de Envigado y es Carlos Mario Aguilar Echeverri quien sucede a alias “Don Berna”.
En medio de esto, la mayoría de integrantes de Los Urabeños se la juegan por el poderío de los hermanos Juan de Dios y Dairo Antonio Úsuga, cuya trayectoria armada empezó en el EPL y derivó en en las AUC. El grupo armado aparece en escena el 1 de octubre de 2008, “cuando convocaron a un paro armado en la región de Urabá para protestar por el incumplimiento del Gobierno a los acuerdos de paz con las Autodefensas”, como lo reporta el análisis. Y con los años se convertiría en “la banda criminal más extendida, la de mayor número de miembros y la que ha tejido una red de alianzas más diversa y compleja”.
El pulso del poder
Frente a esta radiografía cabe preguntarse: si son, y siempre han sido grupos ilegales, ¿por qué pudieron acumular tanto poder? Ávila y Valencia explican que el control ejercido por las bacrim se funda en que son proveedores de empleo en muchas zonas del país. “La gobernadora de Córdoba, Martha Sáenz, causó un gran revuelo cuando le dijo al presidente Santos que en su departamento las bandas criminales eran las principales empleadoras de los jóvenes. Hubo críticas pero en la opinión quedó la sensación de que había mucho de verdad en esta declaración”.
¿La razón? Alrededor de los mercados ilegales y de los mercados legales controlados por las mafias “se articulan millones de personas”. Entonces, ¿cómo hacer para acabar con este fenómeno? ¿Qué ha demostrado la historia reciente del país? Ariel Ávila parece vislumbrarlo: “hay que hablar de sometimiento a la justicia, pocos años de cárcel, legalización de buena parte de la economía y que el resto se vaya a reparar víctimas, como el modelo gringo”.
Precisamente, añade, “Colombia tiene muchos municipios con coca y minería criminal. Hay que pensar en el día que las Farc dejen las armas y los narcos se empiecen a matar por los territorios”. El sometimiento a la justicia de las bacrim es una tarea ineludible. “Las reglas tienen que ser claras: no cabe la negociación política”, insisten los investigadores.
Para mantener un escenario de posconflicto y evitar que la violencia renazca, como ha ocurrido en Colombia después de cada acuerdo de paz firmado, es necesario un plan integral que voltee a ver a las bandas criminales. “Nuestro argumento es el siguiente: en el país se han firmado diversos acuerdos de paz, pero no se ha podido doblar la página de la violencia política porque no se ha hecho posconflicto en los territorios donde ha estado la guerra y porque no se ha hecho la paz con todos los actores”, escribieron Valencia y Ávila.