OPINIÓN | Vivimos los tiempos de las estrategias de mercadeo conocidas como “greenwashing” o “lavado verde”, cuyo objetivo es convencernos de que algo es sostenible valiéndose de mensajes confusos, imágenes sugestivas y otros trucos.
Por: Mariana Matija
Para cualquier persona que está prestando atención a lo que está pasando en el planeta Tierra es evidente que este sistema, enfocado en el crecimiento infinito, que genera beneficios para unos pocos mientras acaba con los ecosistemas que nos sostienen a todos, es inviable. Sin embargo, seguimos avanzando con las mismas lógicas, seguimos “comiendo cuento” y creyendo que con un par de ajustes de forma (y poco o nada de fondo) podremos sostener indefinidamente este ritmo que ya está claro que es insostenible.
Esto posiblemente se debe, al menos en parte, al ingenio de las estrategias de mercadeo conocidas como “greenwashing” o “lavado verde”, cuyo objetivo es convencernos de que algo es sostenible valiéndose de mensajes confusos, imágenes sugestivas y otros trucos, y cuyo impacto no se limita a la venta de productos sino que se extiende a una zona incluso más peligrosa: la venta de ideas.
Aunque la atención política y mediática sigue siendo insuficiente, es imposible negar que la conversación sobre la emergencia climática, el colapso ecosistémico y la extinción masiva de especies está dejando de ser una rareza y empieza a imponerse como tema obligado en debates, propuestas de campaña, reportajes y otros múltiples espacios de conversación. Y con una ciudadanía cada vez más preocupada por la gravedad de la crisis ambiental, comienza a ser imposible pasar por alto la cuestión de la supervivencia de la especie y empieza a ser evidente la necesidad de prestarle atención a los síntomas y las consecuencias de la crisis, y de escuchar las preocupaciones de la ciudadanía para adaptar las decisiones y acciones que se toman desde el sector industrial y gubernamental.
Sin embargo, es necesario que nos preguntemos: ¿realmente nos están escuchando? ¿Están nuestras instituciones, industrias y gobernantes realmente interesados en proponer soluciones? ¿O será que hay más interés en posar y sonreír para la foto al lado del árbol recién plantado que para enfrentar la inevitable incomodidad (e incluso impopularidad) que acompaña la implementación de políticas y procesos industriales y comerciales que realmente sean sostenibles?
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Cada vez más fácil encontrar productos con etiquetas que prometen ser el santo grial de la sostenibilidad, o propuestas de gobierno que pintan una alianza perfecta entre crecimiento económico, desarrollo de proyectos de infraestructura, equidad y sostenibilidad (como si eso fuera posible). Pero si miramos esos productos y propuestas más de cerca y con ojo crítico, veremos que –aunque hay casos de interés genuino por generar cambio– la mayoría de las veces se trata de estrategias de comunicación que muestran cosas importantes pero ocultan lo esencial: que nuestro planeta no aguanta más extracción, más producción ni más crecimiento, y que quienes afirmen lo contrario están o mal informados, o directamente manipulando la información para cuidar sus propios intereses ignorando el bien común.
Así que, teniendo en cuenta que necesitamos un cambio de fondo (no solo de forma), que ese cambio debe estar acompañado por transformaciones industriales y políticas, y que esas transformaciones pueden acelerarse si los ciudadanos (consumidores y electores) estamos mejor informados y tenemos mejores herramientas para promover el cambio, aquí hay tres pistas que vale seguir para empezar a identificar productos y propuestas maquilladas de verde, y para que empecemos a exigir menos cháchara y más acción:
1- Revisa las palabras que se usan para promover ese producto / propuesta.
En las estrategias de greenwashing es frecuente el uso de palabras que suenan muy bien pero cuyo significado es difícil de delimitar. Un ejemplo fácil es el uso de la palabra “natural” para vender productos que prometen un mejor cuidado del usuario y de la naturaleza. ¿Suena bien? claro que sí. ¿Sirve para vender? También. ¿Significa algo que sea fácil de medir o que legalmente pueda usarse para identificar falsa publicidad? Definitivamente no.
TODO viene de la naturaleza en algún punto, así que cualquier cosa podría ser “natural”. Por otro lado, el petróleo es natural, pero eso no significa que lo queramos como ingrediente en nuestros alimentos, y el ají es natural y eso no significa que queramos ponérnoslo en la cara.
En proyectos de construcción, por ejemplo, se ve cada vez con más frecuencia el uso de palabras bonitas como “bosque”, “reserva”, “remanso”, que aparentemente quieren mostrar a un grupo de edificios y planchas de concreto como si fueran espacios de biodiversidad y conexión con la naturaleza, cuando de hecho, en muchos casos, los espacios de biodiversidad están siendo destruidos precisamente para construir esos edificios.
En propuestas políticas pasa algo similar: los documentos están llenos de palabras, eslóganes e incluso conceptos inventados (como “biodiverciudad”), pero cuando pasamos esas propuestas a la realidad vemos que siguen promoviendo un modelo disfuncional de crecimiento económico ilimitado, que no cuestionan asuntos de fondo y que muchas veces siguen siendo las mismas propuestas de siempre, solo que ahora “sazonadas” con las palabras de moda.
2- Revisa el contexto de las afirmaciones que se usan para vender ese producto / propuesta.
Un producto desechable de papel, por ejemplo, se vende como “sostenible” porque es biodegradable, pero pasa por alto el hecho de que la biodegradabilidad es solo una característica del material (no una garantía de beneficio medioambiental), que la producción de materiales biodegradables puede tener impacto mucho mayor en el medio ambiente y que, una vez se termina su cortísima vida útil, termina por convertirse en basura. Todo esto hace que todos los recursos invertidos en su producción (energía, agua, mano de obra, transporte, etc.) sean desperdiciados. El problema no es si un producto es o no es biodegradable, sino si su existencia tiene sentido y si su producción responde a una necesidad real y a las posibilidades reales de la biósfera de amortiguar el impacto que genera.
Un megaproyecto de infraestructura como el que se propone para el puerto de Tribugá se vende prometiendo beneficios a la comunidad por el crecimiento económico en la región, la construcción de carreteras, el desarrollo inmobiliario, etc. Pero pasa por alto asuntos críticos del contexto: que esa zona es un hotspot de biodiversidad (es decir, que se caracteriza por una alta concentración de diversidad de especies, y que por lo tanto es frágil e importante para el equilibrio del planeta), que los manglares que desaparecerían con la construcción del puerto son esenciales para el equilibrio de esos ecosistemas y un “seguro de vida” para las comunidades que están en riesgo por los efectos de la emergencia climática. El impacto negativo que generaría dicho proyecto (no solo en los ecosistemas sino en las comunidades humanas que los conforman) supera por mucho cualquier promesa de impacto positivo y eso lo están ignorando o, deliberadamente, están eligiendo esconderlo.
3- No caigas en falsos dilemas.
El falso dilema es una falacia lógica, que consiste en mostrar una situación como si se redujera a la elección entre dos opciones aparentemente opuestas, que realmente no son opuestas y que a veces incluso podrían ser complementarias.
Por ejemplo, un producto puede promoverse prometiendo que con sus ventas se cuidarán los páramos. Lo que se entiende de una afirmación de ese tipo es que, para cuidar los páramos, es necesario comprar el producto y, por extensión, que si no se compra el producto entonces no se pueden cuidar los páramos. La verdad es que hay muchísimas maneras de cuidar los páramos que no tienen absolutamente nada que ver con comprar nada y, de hecho, promover el consumo irresponsable de productos va en directa contravía de la protección de cualquier ecosistema.
Otro ejemplo consiste en afirmar que una determinada propuesta debe llevarse a cabo para beneficiar a una comunidad, cuando pueden generarse beneficios mayores aplicando propuestas diferentes. Volvamos al ejemplo del puerto de Tribugá: si el interés real es beneficiar a las comunidades hay muchas maneras de hacer inversión en esa zona del país que no solo traiga bienestar, equidad y oportunidades a las personas, sino que también protejan los ecosistemas y promuevan la conservación de esa importante zona de biodiversidad.
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Para entender cómo es posible que manipulen nuestra percepción hasta el punto de convencernos de que algo es sostenible cuando realmente no lo es, basta con recordar que la mayoría de nosotros no tiene realmente claro qué es sostenibilidad, ni cuál es el conflicto de fondo que existe entre la posibilidad de vivir en equilibrio –dentro de los límites de la biósfera– y el modelo de crecimiento ilimitado que nuestras instituciones, empresas y gobiernos siguen promoviendo (y en el cual, nos guste o no, estamos constantemente participando).
Si entendemos la sostenibilidad como el proceso de “diseñar las comunidades humanas de manera que su estilo de vida, sus negocios, su economía, sus estructuras físicas y su tecnología no interfieran con la capacidad inherente de la naturaleza de generar y sostener la vida en el planeta”, no nos queda más remedio que reconocer que lo que hemos hecho y lo que estamos haciendo es exactamente lo contrario. Eso no se va a resolver maquillando las mismas acciones con palabras bonitas; lo que necesitamos son transformaciones que no se quedan en maquillaje, sino que son –en todo el buen sentido de la palabra– radicales.